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domingo, 2 de diciembre de 2012

Huitzilopochtli



Las vi aparecer años atrás, siempre por separado, aunque fueran la misma mujer. Tenía yo quince años, o creo recordar que tenía quince años, ese verano en que agarré por primera vez La ciudad y los perros, un libro verde cuya portada me fascinó. Dos perros que intentaban morderse entre ellos, o intentaban alcanzar sus colas. Eran dos perros preciosos que daban la espalda al espectador, como si estuvieran protegiendo el libro, las palabras que en él se almacenaban, los secretos que guardaba, esas tardes que me descubrirían, semanas después, que Miraflores era una playa, un acantilado, y chicas morenas que venían a moverse delante de mí, mientras las olas impactaban en la arena, impasibles.
Veía bajar a Helenita, en bañador, con el cuerpo aun seco, recién crecido, salido de la infancia. Yo con mis quince años, viendo cuerpos a través de las lecturas, mientras mi abuela impartía la baraja encima de la mesa, mi madre estiraba las piernas en el balcón, esperando a que mi padre volviera del trabajo, y yo escuchando a Alberto, el poeta, escribiendo cartas fervientes y haciéndose el dormido para que sus compañeros de la escuela militar no le partieran la boca.


Otras veces las veía a través de una canción. Por aquel entonces estaba descubriendo que Latinoamérica no era solamente una porción de tierra exótica, llena de selva y de guayaba, en donde se hablaba un idioma como el mío, dulcificado, con un verbo más suave. No, aquello era mucho más. Desde siempre, haciendo deberes en la cocina, escuchando el disco de Los Panchos de mi madre, que siempre se rayaba en la canción siete, allá por el ojos negros, piel ca, y saltaban chispas en la voz hasta hacerla incomprensible. Llegaron entonces otros nombres. Silvio Rodríguez esparcía su guitarra cuando me quedaba solo, y las lecturas se me hacían eternas, en ese momento de tranquilidad que marcan las doce y media de la noche, con las tareas cumplidas, y yo me ponía a girar en la cama, una mujer se ha perdido, y yo imaginaba la mujer, como si fuera un cuadro abstracto, recubierto de azul, conocer el delirio y el polvo, y me imaginaba que algún día yo también tocaría una guitarra, aunque fuera de una forma muy torpe, con mucho cuento, y que cantaría las soledades de esos hombres que siempre andaban solos y siempre eran rechazados por mujeres morenas y estivales.
Ya era el continente americano una realidad para mí. Y con la realidad llegaron las palabras. Llegaron los discursos. Las ideas. Fue en ese momento cuando conocí a Salvador Allende. No recuerdo mi edad. Salía del instituto y encendí la televisión con un mero instinto de dejarme llevar por la cotidianidad. En ella salió de repente ese señor que tenía pinta de anciano-casino, de hombre que va a misa todos los domingos y que mira a los demás como si tuvieran que pedirle permiso para respirar por el simple hecho de compartir el mismo aire. Ese día descubrí quien era Pinochet, que por aquel entonces estaba vivo, y también descubrí quien era aquel médico socialista que un día soñó América y que tenía unas enormes gafas negras de pasta, las gafas más hermosas que había visto en mi vida, con su casco puesto en la cabeza, y una metralleta entre sus manos, como si fuera el último anhelo de un pueblo que se muere. Fue un día triste, descubrir que aquel continente cargado de misterios y de libros donde todo era posible, también estaba lleno de  pequeños demonios emplumados y que por los subterráneos de la tierra se movía una gran cloaca.


Quizá, viendo esa parte negativa, fue cuando llegó a mí uno de los amores más grandes de mí vida. El cubo de cristal que refleja un mismo idioma, cantado en tonos diferentes. Y era fácil el acercamiento, viviendo en Lorca, una ciudad cuya inmigración ecuatoriana rozaba el veinte por ciento. Y los veía salir por las mañanas, temprano, con el frío restando en sus caras curtidas y quemadas, esperando un autobús para ir al campo, a trabajar. Y los veía sentarse en las sillas vecinas, en el instituto, esas personas que tenían nombres extravagantes, y apellidos que sonaban a antigüedad, y siempre eran el otro. Para todos nosotros eran los otros. Y yo aprendía mucho de sus historias, de sus infancias, en la sierra, donde las ciudades se elevan a más de tres mil metros de altura y el mar no es una charca infectada de petroleros y de imperios desmoronados, sino que es un océano hermoso y turquesa, rabioso cuando ladra en la playa. El Pacífico. Y me arrepiento de no haberlos escuchado más, a esos colegas latinoamericanos que hacían de mis quince años un enorme monumento a los dioses muertos de los incas, de los mayas y de los aztecas. Si. Sus caras eran dioses que pertenecían a una mitología diferente a la mía.
Por eso sonrío cada vez que las miro. A las tres, que han estado llamándome durante tantos años. Que han pertenecido a la familia Buendía, que han comido tierra mojada y cal de las paredes en las noches de insomnio en Macondo, que han tocado los instrumentos de Los pasos perdidos, han aparecido por una esquina rosada, viajando hacia el sur, cerca de Buenos Aires, han sido amantes del narcotráfico, en los veranos de Sinaloa,  y atravesaban el Orinoco en piraguas, impulsaban las canteras de versos de Neruda, pasaban hambre chapoteando en los barcos, con los pies descalzos, descubrían cada mañana las alturas de Machu Pichu,  visitaban a Juan Pablo Castel en la cárcel, me daban pisco por las noches, cuando me encontraba solo. Me hablaban de Cuba y de las medidas de la soledad.


Y son tres, pero han sido tantas. Han sido una. Solamente una. Han sido millones. Cada relato. Han sido cada relato. Desde Argentina a Mexico. Han sido cordilleras, lagos, ríos, desaparecidos, caras, muslos, espina, ojos, cabellos, lluvia y caminos de piedras y burros. Son una chilena, una peruana y una ecuatoriana. Cada una con su historia. Cada una con una casa a sus espaldas, con despedidas, con cartas retrasadas. Cada una con dos relojes en las muñecas. Uno con la hora parisina. Otro con la hora a la que se despiertan en su país. Son tres y son tres mil millones. Son mis quince años realizados. Las páginas que me faltaban para acabar algunos libros. Son una cena a la semana, unas cervezas sin hora de recogida, unos apuntes de geopolíticas, los descansos  de cinco minutos entre clase y clase, el frío, que nos tiene desacostumbrados. Son una palabra hermosa y terrible, que nos hace estremecernos cada vez que la nombramos, una palabra que nos define, que nos convierte, una palabra con plumas, una palabra que lleva dos hachas, una divinidad que supera cualquier idioma, cualquier ideología. Son las hijas de la Madre Tierra. Son Huitzilopochtli, una guerra perdida en el siglo XIX, y un idioma que hace estremecerme.  


lunes, 26 de noviembre de 2012

Ostras



He pensado mucho acerca de la hospitalidad. Llevo toda mi vida dándole vueltas a la cuestión de dar y recibir. Ese juego extraño y mágico que tiene el ser humano desde antes incluso de erguirse sobre dos piernas. He reflexionado tanto durante mi corta vida sobre ese sustantivo que ahora parece que siempre ha estado ahí, que siempre me ha acompañado. En una sociedad declaradamente abierta como la que vivimos en nuestros días, cada día es una pequeña muestra de solidaridad: a la hora de la comida, a la hora de ir a votar en unas elecciones, en ese pequeño acto de dejar pasar en el metro a aquella persona que no lleva boleto. Es la hospitalidad, al fin de al cabo, lo que mueve al ser humano, tanto si la tiene, tanto como si se ausenta de ella.
Y pienso mucho ahora en todos estos temas. Si buscamos la palabra en la RAE, encontramos una primera acepción bastante curiosa: Virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades. No podemos más que mirar hacia otros siglos cuando leemos el diccionario por excelencia de la lengua española. La palabra peregrino se desliza en mi imaginación y no tardo mucho en encontrarme en una situación parecida. Hace algunos años, con mi hermano y un buen amigo de la familia, caminando entre piedras, bosques robustos, ríos intratables, pueblos fantasmas y una cordillera que se empeñaban en hacernos el camino mucho más encorvado y bello de lo que podíamos imaginar. Y era cuando más cansados estábamos, cuando sentíamos que nuestras piernas empezaban a lanzarnos mensajes de alerta, cuando encontrábamos un señor mayor, un pueblerino, que nos daba alguna pieza de fruta, un poco de agua, un lugar para descansar. Fue en Bodenalla donde aprendí que se puede dar sin esperar nada a cambio. Eran las ocho de la tarde. El cielo estaba encapotado como una furia de niños pequeños. Llevábamos casi cuarenta kilómetros caminando, y el pueblo de Sala nos había echado de sus calles por culpa de un albergue infame. Llegamos derrotados a una pequeña casa, entramos en ella y encontramos doce peregrinos, de todos los países, de todas la edades, y a un hombre con pinta de ex recluso que nos ofrecía una cama, dos metros cuadrados de suelo, y un plato de pasta y de ensalada para dormir con algo caliente dentro del estómago. Esa noche conocí a Simone de Beauvoir, en forma de anciana francesa que venía caminando desde Montpellier. Leí el primer capítulo de “Diarios de Motocicleta”. Soñé que la hospitalidad era algo real y común a todos los humanos.


Pero la vida sigue otros caminos, muchos más extensos que los que llevan a Santiago. Y aquí nos encontramos con las ostras. Domingo por la mañana. Yo aun dormía, en un colchón rojo en la habitación de mi buen amigo brasileño, Rodrigo, ese pequeño embajador que vive en la ENS, mi antigua universidad. Uno de esos colegas que nunca olvidas. Un superviviente de la amistad. Un gran degustador de vinos y de puros, con quien suelo crear una geografía diversa en un mapamundi lleno de ejércitos y tramas conspirativas. Y sonó su voz desde el piso de abajo. Pepe, me decía, ¿Quieres comer ostras? Ostras, esa palabra desconocida para mí, esa sustancia que siempre me ha dado más aspectos negativos que positivos. Ostras, comidas por mis padres en los días grandes de Navidad, y en los viajes a Normandía. Dormía muy profundamente, y dije un si claro entre mis sueños. Dos horas después, Rodrigo, con esos aires de chef cosmopolita, Istvan, un chico húngaro nacido en algún lugar de la frontera rumana, un genio vestido de filósofo, que sabe tocar el saxo, cocinar, y beber vino con la tranquilidad del que le caben más copas que la noche. Y el cuarto elemento, Daniel, un amigo mexicano, judío en los domingos, que estudia literatura francesa. Otra parte del D.F. que conozco día a día. Los cuatro, con las ostras sobre un cubo vacío y seis piezas de pescado en el horno. En la terraza de la ENS, ese lugar sagrado de las letras francesas, en un día de Noviembre con sol, sin ficción literaria, y bebiendo un vino verde portugués que era suave hasta el punto de cambiarme el humor por décadas. La hospitalidad vino a mí. Entendí de nuevo lo que era la hospitalidad. Encontrarme bien con mis amigos, con gente que quiero, con gente especial por el lugar donde los has encontrado, por las palabras que intervienen, y por el vino que bebemos. Las ostras, con ese sabor a bajamar del Atlántico. Ese sabor salado y frío que te llena la boca de sentimiento. Y la tarde seguía su curso arquitectónico de sol y de vino. La cuenta, reclamé yo. Otro día pagas tú, me dijo Rodrigo, tras dos noches durmiendo a su lado. Hospitalidad, dichosa y bendita palabra.


Pero indagando más en la RAE, encontramos una situación diferente: “Buena acogida y recibimiento que se hace a los extranjeros o visitantes.” Hoy en día todos somos extranjeros. Ya lo postuló Camus, y nadie lo creía. Somos extranjeros hasta en el propio país de nacimiento. Pero es imposible no acordarse de Marruecos, ese país desconocido para los europeos, que piensan aún que la única civilización posible es la de las calles con aceras, los bares dónde la cerveza corre a raudales y las iglesias suenan a cada hora. Fue en Marruecos donde terminé de comprender qué significaba la hospitalidad. En Fes, en Marrakech, en Tanger, en ChefChaouen. En Asilah, donde conocí en un taxi unos ojos que de vez en cuando me observan desde la distancia y no me dejan ni respirar. Fue precisamente en Marrakech, cuando la gente salía de sus casas, algunas humildes como el propio barro y la propia paja, y te invitaban a entrar, a comer de sus alimentos, a hablar con sus hijos, por señas, por lenguas intermedias que ni el aparato fonador conoce. Y fue allí, tras comer en uno de esos puestos callejeros, carne de camello, gallina recién pasada por el acero, cuando esperaba un precio típico para turistas, y solo pude encontrar la sonrisa de aquel carnicero  árabe, que me decía en su idioma que no me preocupara, que pagaba la casa. O la sirviente de un hostal, que me dejaba el desayuno más opulento que he visto en mi vida, con vistas a la Gran Mezquita, sin esperar más que un Sucran, que viene a ser un gracias en árabe. Sus manos, hospitalarias. La miel que derramaba en el pan. Hospitalaria. Todo aquello me enseñó que somos pequeños, y que gente desconocida puede hacerte feliz con lo poco que tienen.
Eso fue Marruecos para mí. Una enseñanza continuada. Pero la hospitalidad no siempre es tan humilde. Muchas veces es una botella de vino, una caja de chocolates, o incluso una sencilla barra de pan. En París, lo compruebo todos los fines de semana. Los viernes, cena en casa de alguien. Botella de vino para celebrar la amistad. La hospitalidad no se mide con la cantidad. Es sencilla. Es bien intencionada.


Pienso en la hospitalidad de Jesús, naciendo en un pesebre, rodeado de animales (aunque el Papa ahora quite la fauna y flora de la imagen) y de pastores, y luego pienso lo que ha hecho el ser humano con ese pesebre, elevándolo a un gran palacio. Del Belén al Vaticano. Pero la hospitalidad no hay que perderla nunca. Centenares de mendigos acorralan las columnas de Bernini, y que yo sepa, las puertas siguen cerradas para cierto tipo de clase social. La hospitalidad, también se viste por su ausencia.
La hospitalidad. Nunca olviden esa palabra tan necesaria. La hospitalidad de mi hermano, trayendo una botella de Larios para celebrar que somos hermanos, y que nos volvemos a ver. La hospitalidad de mis padres, con su transferencia económica de todos los tres de cada mes. La hospitalidad de ese mensaje a media tarde, cuando estoy en clase. La hospitalidad de mi casa, de esos veinte metros cuadrados, de una cocina pequeña, de un baño que está fuera, compartido con mi vecina iraní, oscuro, y en ocasiones sucio, porque las cosas pequeñas y feas también tienen hospitalidad. La hospitalidad de esta entrada, escrita con cariño, con fines puramente antropológicos. La hospitalidad de unas gracias, aunque sean tan silenciosas que no se escuchan. La hospitalidad de la basura sin tirar. La hospitalidad de una cama sin hacer. La hospitalidad de un carricoche. La hospitalidad de la humanidad concentrada en un vaso de leche a medio beber, sin lavar.
  

martes, 20 de noviembre de 2012

Octavo escalón



¿De qué hablan las calles de París cuando nadie está escuchando? Me hago esta pregunta mientras contemplo este cuaderno que tengo entre las manos. No sé las vicisitudes que han sido necesarias para encontrarme en esta situación, ni los caminos que han sido malogrados y las casualidades aisladas que han provocado, oh dichosa fortuna, que pueda apreciar el tacto plastificado y el color burdeos de la portada. No es un libro. Es una de esas libretas de visita, donde uno apunta al vuelo las principales ideas que pasan por la cabeza. Alguien me dijo que es también una forma de descubrirse, una forma de desnudarse ante la escritura. Escribir lo primero que sale de la tinta. Y entre mis manos la tengo.
La historia nació en Roma. Cuando la chica se subió al avión con destino a París, semanas atrás, nunca imaginó que compondría este cuaderno para mí. Ni siquiera sabíamos de nuestra existencia, salvo por nombres vagos dichos rápidamente en un pasillo de la facultad, conectados por una amiga común.
Abro la primera página y me encuentro de lleno con una instantánea de la Place Dauphine. El cielo gris, augurando frío, ocupando un tercio de la fotografía. En el centro, la plaza se desliza con la profundidad de los espacios deshabitados. Algunos castaños impide que pueda ver el edifico que se encuentra en el fondo, el Palacio de Justicia. Un hombre y una mujer están parados, frente a un banco, mirando con detenimiento un mapa con algún tipo de instrucciones. Hacia la parte de debajo de la fotografía, la calle sin coches, los adoquines desnudos, aun sin hojas. Es otoño. La foto fue tomada en Noviembre. Recuerdo ese día, y sin embargo, yo no estuve presente. Una farola, aún sin encender, reclama el epicentro de la imagen. Se respira paz dentro de ella. Me gustaría estar sentado en uno de esos bancos, que se desplazan hacia los lados, allá donde Patrick Sunskin daba de comer a las palomas.
La siguiente fotografía me hace avanzar unos metros. Hay mucha más claridad. Por lo que puedo intuir, la foto fue echada desde Place du Chatelet. En un primer plano se ve una bicicleta negra, aparcada, sin dueño que montar. Algunos coches, algo más lejos, avanzan hacia la izquierda. El semáforo está en verde. Eso me dice la instantánea. Tras los autos, un abismo, un vacío. El Sena, pasando majestuoso, tranquilo. Partiendo en dos mitades el corazón de París, y la Isla de la Cité al fondo.  El palacio de Justicia, está vez desde otra perspectiva, y el reloj más antiguo de la ciudad, de 1370. La punta de la Saint Chapelle se deshace con la tarde naranja. Un cielo que quiere explotar. Un cielo que no quiere ser noviembre, que tiene las horas contadas. Y la bicicleta en un primer plano, buscando pedaladas, quieta. Imagino a la chica haciendo la fotografía, pensando que esa foto nunca iba a parar a mis manos, pensando que las bicicletas paradas son más hermosas que los palacios del siglo XIV.
Paso la página y la realidad me devuelve un instante a la oblicuidad de la tarde. Aparecen los rostros humanos. Aparecen las costumbres que nos convierten en diferentes. Aparece la música. Callada. La música a través de las imágenes. Una pareja sentada bajo un árbol, en una zona de obras de lo que intuyo puede ser el 4º arrondissement. Un hombre, con una gabardina gris, con una boina negra ligeramente inclinada hacia la izquierda, toca su violín. La escena va dirigida hacia la izquierda también. Ambos miran a un punto indeterminado. El estuche del violín está abierto, pero no se distinguen monedas en su interior. A su lado, una señora mayor, con gorro, hace sonar el acordeón. Puedo oír el contraste de notas de ambos instrumentos. La señora está sentada en una silla de camping. Es evidente la diferencia entre ambos. La elegancia del señor y sus aires de vieja Europa, y la serenidad de la señora, con su cara del Este, la serenidad que da la pobreza sobre las calles de París. Y la lucha de los instrumentos. Son dos mundos los que suenan en este trozo arrancado de ciudad. Son las mismas notas las que suenan en el espacio rectangular de esta fotografía.
La siguiente es de una belleza suprema. Habla más que cualquier otra. Habla más que una novela. No se puede retener este momento con palabras. Un señor, bastante avanzado en edad, saca un violín de su estuche. Lleva un traje tradicional árabe, y un gorro blanco. Esta foto está en blanco y negro. Son los colores del pensamiento. Son los colores del recuerdo. El hombre se sienta sobre un saco de piel. No se le puede ver la cara. Su instrumento tapa su rostro, que nunca conoceré, que solamente conoce una persona. Miro fijamente la fotografía. Racimos de gente pasan a su lado y este instante no ha querido que nadie lo miré. Este hombre tiene otro lenguaje. Lo suyo es la música. En unos momentos nos traerá una porción de Túnez, una esquina de Marruecos, un pequeño pueblo del Líbano, una colina con vistas al mar en Oran, un barrio popular en El Cairo, donde los taxis no llegan más allá de las ocho de la tarde. Veo muchas ciudades en su gesto inquieto de abrazar el violín. Veo un viaje, hace cuarenta años, en un barco, con destino a Marsella. Veo una tienda de comestibles árabes en Bellleville. Unos niños educados con la exquisita reverencia francesa. Facturas de metro. Escaleras que niegan los ascensores en el norte de la ciudad, que es como un gran bazar. Veo una lucha contra el tiempo, el frío, y el olvido. Veo un violín que siempre le ha acompañado.
Pero la siguiente imagen vuelve a estremecerme. No puedo afirmar exactamente nada de lo que veo en este momento. No sé si el ser humano tiene fe o tiene miedo. No sé absolutamente nada de los principios que han regido toda mi vida en estos veintitrés años. Tampoco puedo distinguir si se trata de un hombre o de una mujer. Pero está sentado en una silla de madera, junto a otras sillas de esparto, vacías. El sol, que debe entrar desde alguna ventana, solamente ilumina el suelo, dejando ver el polvo de los visitantes que entran a menudo. Pero la sala está vacía. Esa persona está encogida, con los hombros hacia adelante, como si quisiera volver al vientre de su madre, donde un día tuvo que salir para darle partida a esto de la vida. Me fijo bien. Esta persona es voluminosa. Apenas cabe en la silla. Lleva un jersey negro, algo sucio, y unos pantalones que se componen de un conjunto irregular de trozos de tela, mal cosidos. Esta persona está rezando. No. Me equivoco. Me equivoco siempre que vuelvo a mirarla. Esta persona no está rezando. Esta persona tiene hambre. Esta persona está reclamando su derecho a comer. Su derecho a ser feliz. Su derecho a salir de esa enfermedad. Su derecho a volver a no tener que rezar. ¿A quién le está reclamando? El sol golpea su espalda de lleno, formando una geografía inventada de sombras y de líneas que convergen en su cabeza. Esta fotografía es el mayor silencio que he encontrado en esta ciudad, en los tres meses que llevo en ella.
La página vuelve a caerse, y aparece otra, como si fuera un camino de sal que cambiara con el viento. Una terraza de un café cualquiera, en un lugar que mi mente enfoca como el Jardín de Luxemburgo. En un primer plano hay tres mesas. La primera habitada por una pareja. Dos cafés y un vaso de agua. La segunda por un hombre que lee un libro, cuyo título ha condenado al anonimato la distancia. Una taza de té y una tetera. La tercera la ocupa una mujer que habla por teléfono y que parece mirar a la cámara. Solamente un cenicero. En el interior de la cafetería, el ritmo de la vida consumiendo los vasos de vino, los cafés, las conversaciones, los periódicos que ahora son de ayer, y un camarero que enseña sus dientes blancos ante la propina de un hombre que nos da la espalda. El suelo es un huerto de cerillas apagadas, cigarros humeantes y bolsos de mujer adornan el asfalto.
Las demás fotos que completan el cuaderno son fotos conscientes. Es decir, son fotos consentidas, conocidas. En una salgo con Giulia, de espaldas a Notre Dame, haciendo cómo si posáramos cuando en realidad no estábamos posando. En otra aparezco yo con una tarta de cumpleaños, en aquella noche en que las dos chicas italianas me hicieron una fiesta sorpresa, en alguna casa perdida en Montparnasse. El cuaderno avanza entre velas de cumpleaños y torres católicas que se pierden a lo lejos. Hasta que llego a la última foto. Algo sonado. Algo que he visto muchas veces. En efecto, ese pájaro que ha pasado tantas veces inadvertido para mis ojos. Un pájaro rojo con una leyenda a su alrededor: Yo soy un pájaro libre, instantánea tomada en el Albayzin, años atrás, en un viaje que la chica italiana hizo para captar más mundos a través de su cámara.
Llega el final del cuaderno. Reviso las fotos como si fueran historias por completar, como si fueran esa parte de la ciudad que hacemos nuestra, ese pequeño mundo de sombras y de luz que se forma cuando sale el flash de la cámara. El ojo anónimo. El mundo detenido en un fósforo. Ese mundo que solamente pueden ver algunos. En efecto, lo recuerdo, recuerdo sus palabras, en un italiano pulcro y campesino. Si, con su cámara al cuello, sin apenas conocernos de nada. El fotógrafo siempre debe ver lo que nadie ha visto y tiene delante. Esta es una ciudad de ojos anónimos, Frappi, pienso mientras busco alguna cara conocida entre la multitud de las instantáneas.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Cesar debe morir



Apenas unos vasos vacíos en la barra del bar. Fueron cervezas hace escasos minutos, y tenían una mano que arrimar y una garganta que secar, de cuando en cuando. Esa espuma de los días que entra tranquilamente, fresca, y que revitaliza el espíritu, empezando por el estómago; serena las ideas, las convierte en acciones sugerentes, en calles mojadas y atractivas donde no encontrar ni el más mínimo rastro de la duda. Pero no. Cuando entré en La Reflet, esas cervezas ya se habían acabado. Ubi sunt? Qué fue de aquella chica peruana que bebía sin importar el por qué, sobre pretexto de unos apuntes de filosofía barata, intentado escrutar los ojos de ese francés tímido y rubio como los aviones de día. Se habían marchado. Eran una suposición. Solo quedaba el rastro de sus cervezas vacías, cuando yo entré a La Reflet. Esperemos un final feliz para los chicos. Si alguien bebe simplemente por beber tiene un problema. La bebida es parte de la conquista.
Y allí estaba yo. Dejé mi libro sobre “La brujería en la historia de España” en un lado de la barra, el abrigo en el suelo, entre los restos de azucarillos manchados, y me acomodé en el taburete. Miré con tranquilidad el reloj. Quedaba una hora y media para que empezara la película. Aun tenía tiempo de divagar un rato. La elección del film fue bastante azarosa. Cinco minutos antes, estaba parado enfrente de la cafetería, con una lista inmensa de películas, que se abrían a los ojos como cataratas rabiosas. Y opté por la más discreta. El cartel a pequeña escala. Sobre un fondo rojo, dos filas enfrentadas de personajes desconocidos. Los de la fila de la izquierda, vestidos como legionarios romanos. Los de la derecha, como presos normales de una cárcel cualquiera. Cesar doit mourir, estaba escrito en pequeñas letras negras, a contra tono del fondo encarnado. Compré la entrada sin dudar. ¿Cuántas veces habré visto morir en Julio Cesar en mis veintitrés años de vida? Y aun así, cada vez que llega la ocasión, ese quince de Marzo, creo en las casualidades, en las fuerzas ilusorias que mueven los astros, y me convenzo a mí mismo de que esa vez Cesar no irá al Senado, no se levantará de su cama y se quedará haciéndole el amor a su mujer, a quién no ama, y se quedará completando su obra historiográfica, o planeando un nuevo impuesto contra los patricios.


Pedí un café solo. La camarera era la misma de siempre. Su ropa deportiva detrás de la barra, hiperactiva, andando de aquí para allá, acariciando al perro, que se escondía en algún punto inexacto dónde no alcazaba mi mirada; las cervezas que le pedían desde el otro lado de la cafetería, y que ella respondía con un acento exageradamente amistoso oue Monsieur, con esa e parisina que se queda flotando por el aire. Y tres minutos después llegó el café esperado. Mientras tanto se habían quemado unas cuarenta y ocho brujas en diferentes pueblos cercanos a los Pirineos, todas ellas acusadas de hacer el amor con un macho cabrío, hambrientas de mal y de carnalidad. Pero en Francia fue peor. Lo decía el libro que seguía apoyado en la barra del bar, haciéndome señas para que fuera abierto.
A mi lado había un señor. Tendría unos cuarenta años. El tipo tenía entre las manos un periódico. Lo abría y lo cerraba de forma intermitente. No estaba prestando ni la más mínima atención a las noticias  ni a los sucesos que relataban los periodistas. Eso me dio qué pensar. Hay gente en Siria que se está jugando la vida para informar sobre la situación, que vive cercado por los conflictos, durmiendo entre la miseria, para que alguien pase las hojas de su crónica con la intención suprema de espiar a la camarera. Me dio qué pensar, es cierto. Pero me pareció incluso hermoso. Ese periodista, cuyo nombre nunca sabremos, ha facilitado el espionaje y el acecho del macho sobre la hembra, en una cafetería parisina.
La camarera miraba hacía algún punto indefinido, más allá de la cristalera, donde los fumadores se amontonaban, y la cola del cine empezaba a formarse, como si fuera hielo sobre la acera. El hombre, en cambio, como un detective, a través de sus gafas marrones, dirigía sus ojos ocultos hacia la cara de la camarera. El tipo llevaba bigote, una chaqueta de pana marrón, que no se había quitado para entrar, y un jersey de cuello alto, verde oliva, como si fuera un guerrillero. Pedía con insistencia una cerveza detrás de otra. La camarera, como si fuera una religión, como si supiera los movimientos de memoria, buscaba los vasos limpios en el armario, los ponía en el grifo de cerveza, y sin mirar, con una precisión misteriosa, cerraba el hilo de cerveza justo a la altura del borde, sin derramar ni una sola gota al suelo. El hombre le daba las gracias, e intentaba tocar su mano cuando ella depositaba la cerveza en la barra, como si fuera un gesto fortuito, como si fuera una casualidad de la carne. Pero nunca llegaba al contacto directo, lo que obligaba a pedir otra cerveza tras diez minutos.


Sin embargo, yo no era un simple espectador. Yo jugaba con ventaja. Yo sabía demasiado. Era ella, la camarera de siempre, la de años atrás. La chica que trabajaba desde hacía más de cinco años, que vivía a pocas manzanas de allí, y que consideraba su trabajo como un pasatiempo más. La misma chica que no quiso estudiar nunca porque le aburrían los libros, y veía la música de las décadas pasadas como una liberación espiritual. Esa misma chica, la camarera que ponía las cervezas sin mirar a la cara, se había pasado los últimos meses liada con la chica que atendía en la taquilla del cine. Aquello era un amor pasional entre los cristales de la La Reflet. En la hora del cigarrillo, ambas salían y se besaban con la necesidad del humo encontrado en las bocas y del tiempo perdido. La gente lo sabía en el bar. Miraba el reloj y decían, es su hora. La hora del encuentro del café y del cine.
Pero el tipo que se sentaba a mi izquierda no lo sabía. Seguía en la sombra, en un rincón, con el periódico hecho una baraja. Lanzaba miradas exageradas, cada vez más lascivas. Y llegó ese sentimiento que tanto detesto y que siempre me hace huir de la condición humana. Llegó la pena. Ese hombre me daba pena. Solo. En la barra de un bar cualquiera. Cinco cervezas como delito. Y unas miradas que no tenían correspondencia. Cómo decirle a ese pobre imbécil que sus intentos eran tan estériles como contar los peces que había en el mar del Norte. Cómo explicar que aquello pertenecía a otra liga, que no había nada que pudiera hacer, ni él ni yo. En realidad, buen señor, no es culpa de su masculinidad. No es para nada culpable de su hermosura, tanto en un sentido como en otro. El problema, es que hay carencia de problemas. Usted es un hombre. Ese es el problema.
Pero no. Las cosas no eran así de fáciles. Pedí la cuenta y busqué entre mi bolsillo la entrada que había comprado hacía una hora y media. Me gusta ir al cine con tiempo, acomodarme en la butaca, ver como las parejas se buscan y se encuentran, debajo de la camisa, con las manos aún heladas, y gritan ante la primera impresión de los dedos y el contraste de temperatura. Dejé algo de propina. No recuerdo la cantidad. La camarera ni siquiera mi miró. Me dio las gracias como quien reza en la misa, dejándose llevar por la costumbre, sin saber lo que está diciendo. Miré por última vez al hombre. Ahí estaban sus ojos, ignorantes, atrevidos, aun en la batalla, aun chispeantes de fuego, como si fuera un inquisidor, y la camarera una bruja que debiera arder en su cuerpo y en sus pantalones de cuarentón solitario.


Cerré la puerta al marcharme. La calle se animaba. Todas las salas estaban casi llenas, menos la mía. Al pobre Cesar lo iban a matar otra vez y cada vez menos gente era partícipe de su asesinato. Volví la cabeza hacia atrás. Allí seguía el tipo, sin saber, que tarde o temprano, esa camarera que vestía toga senatorial, iba a encontrarse con la taquillera del cine de enfrente, también ataviada de blanco, con el vestido imperial, y en ese beso repetido todas las tardes iban a descubrir las heridas en la espalda de aquel señor de cuarenta años, que bebía cerveza sin saber que estábamos a quince de Marzo de no sé qué día de Noviembre.

viernes, 16 de noviembre de 2012

El examen de los grillos



Otra vez la misma mirada. Estábamos sentados todos. Nadie se atrevía a levantar la cabeza más allá de la línea imaginaria que empezaba con el propio hombro, y terminaba con el hombro del vecino. Los ojos fijos en el papel en blanco. Lo que pudiera suceder a continuación no era más que una decisión del azar para todas las personas que estaban en la sala. Temprano. La mañana aun perezosa. Serían las ocho y media, con su frío y con su sensación de lluvia en los cristales y en los abrigos. Y nadie sabía su destino. Nadie. Menos yo.
Entró el profesor. Aquel que vi por primera vez, un mes atrás, y supe que estaba condenado al más temido y duro de los suspensos. Caminaba con su inconfundible paso, un taco de folios en la mano derecha, abiertos, frescos, rabiosos, como si fueran la sentencia de un juicio sumarísimo. En la otra mano llevaba una cartera. Sus gafas redondas le caían por un hilo, sobre el pecho. La mirada perdida al fondo de la clase. Se acababa de despertar el pobre hombre. Tomó asiento rápido. Se quedó unos segundos con las manos cruzadas, como si esperara un aliento vital, una alarma, un mensaje que diera paso a la respiración, al inicio de los actos requeridos.
Y ese momento llegó. Ocho y treinta y cinco de la mañana. Un miércoles perdido de Noviembre. El profesor se levantó con el taco de folios en la mano. Los movió con alevosía, disfrutando de la sangre que producían las hojas al chocar con la mesa, al bailar con el aire. A pesar de todo, y lo sé, y lo sabía, era un buen hombre. Yo me lo decía, para mis adentros, susurrando, para que lo escucharan en España, todos mis antiguos profesores, en quienes pensaba con cariño y humildad. Era un buen hombre. La culpa era de la lengua. La lengua, que nos trata mal.
Y el profesor repartió las hojas. Una a una. Como en un partido de fútbol  cuando el encuentro está aburrido y los espectadores hacen la ola, así veía yo las cabezas levantarse, quitándose la presión inicial de la espera, soltar el aire y adelgazar unos gramos, antes de volver a bajar las cabezas, esta vez con el bolígrafo en mano, y empezar a sumergirse en un mundo de letras emborronadas, palabras en dos idiomas, dudas existenciales sobre las formas del verbo ser, conocer, estrangular, y alguna preposición que otra, que son como pequeñas hormigas que van manchando lentamente el papel.


Fue entonces cuando llegó a mí. Sus mismos ojos. Los ojos de Octubre. En otro tiempo ese flamante puesto hubiera sido ocupado por una hermosa chica, sentada en una cafetería, leyendo un libro de Pirandello, pero esta vez no. Los ojos del profesor. La cara tierna, como si estuviera viendo a un familiar, un árbol que ha crecido contigo, un retrato del siglo pasado, pero era él, un ser desconocido, que traducía en clase con la tranquilidad y la entonación de una obra de teatro. La voz francesa que debió tener Miguel Delibes, Larra, Pérez de Ayala, Varela, y tantos otros textos que habíamos traducido previamente en clase.
Me tiró la hoja del examen en la mesa. Ni siquiera me miró. Y pasó de largo hacia otra víctima, como un huracán que destroza las casas de un poblado y se dirigiera hacia una gran ciudad. Rascacielos, guaridas de seguridad. Todo bajo control. Pero la pobre barriada de chabolas está aún temblando.
Tienen ustedes tres horas para hacer el examen, dijo su voz sabia y melancólica, y se sentó a leer el periódico, con las dos páginas abiertas a lo grande, como si fuera un detective de otros tiempos. El examen consistía en traducir del español al francés un texto de Martínez de Pisón, sobre un paseo por Barcelona. Imagen idílica de la Barcelona franquista. Las avenidas anchas y limpias, el cursor de la vida que pasa por Les Rambles, y una revuelta policial contra un grupo de seminaristas que iban a protestar contra el arresto de unos estudiantes. Me hubiera quedado la vida entera atrapado en sus líneas. El culmen de la obra llega cuando los dos amigos bajan hacia la playa de la Barceloneta, y contemplan el mar, en un verano tranquilo y caluroso. Ahí estaba yo, dentro de la narración, con Elías, haciendo una pausa del festival de música que estábamos viendo durante toda la semana. Éramos los dos, los de siempre, en el mes de Mayo, la mañana anterior al gran concierto de Beirut, bajando, como perdidos, por el Barrio Gótico, atravesando el puerto, el Mare Nostrum, la estatua de Colón, y llegando, como si hubiera estado esperando durante años, la radiosa playa, con las chicas en biquini, los jugadores profesionales de vóley-playa, los bañistas atrevidos que desafían las cremalleras, las cafeterías deliciosas frente al mar, y el año noventa y dos mirándonos directamente a los ojos. Que grande eres Barcelona. Cuántas vidas me quedan por vivir en tus calles, pensaba. La chica que quería ser directora de cine. Nuestras “últimas tarde con Belcebú”. El hostal de Passeig di Gracia, con quince camas por habitación y unas vistas de vértigo bajo el Tibidabo. El encuentro, borrachos, con el cantante de Love of Lesbian


Les queda a ustedes una hora y media de examen, dijo la voz del profesor, que seguía en la sección de conflictos internacionales del periódico. Una hora y media. El examen podía haber durado cinco minutos si él hubiera querido. Pero había olvidado que estábamos ante una dura de traducción, y que mi francés, era, cuanto menos, dudoso. Así que leí con atención la primera línea del texto: Había que ver lo mal que se movía el pobre…” ¿Han tenido ustedes esa sensación de dejar la mente en blanco, de recurrir al lenguaje que nos han enseñado desde niños y no encontrar más que cajas vacías y laberintos fatigosos e infinitos? Esa fue la sensación que me embargó durante todo el examen.


Evidentemente, había palabras que nunca hubiera traducido, bajo ningún concepto, en esa lucha entre la lengua francesa y yo. Armado solamente con un bolígrafo Bic, empezó la guerra, perdida de antemano. Pero pensaba yo, en mi inocencia, que no se lo íbamos a dejar tan fácil, que había que pelear. Y así, más o menos, fue. Ante la palabra porrazos (golpe del policía con la porra), mi traducción fue algo más o menos como “golpes que el policía aplica con su arma reglamentaria”. Ante la palabra “sotana”, mi interpretación de los hecho fue sencilla, “vestimenta típica de los que practican el oficio de sacerdotes”. Y llegó el apogeo, la culminación de los elementos. Ante la palabra “grillo”, ante esa concentración de poesía en seis letras, me quedé pensando unos veinte minutos. ¿Cómo definir esa palabra en francés? Hubiera sido todo más fácil si hubiera encontrado la exacta en el otro idioma, pero no estaba mi cabeza para esas facilidades. Opté por concentrar mis experiencias personales y el más bello de los recuerdos para definirla. ¿Qué es sino un grillo para mí? Apreté con fuerza el bolígrafo y me lancé: “pequeño insecto que ameniza las veladas nocturnas en los periodos calurosos y estivales”.


Entregué el examen al profesor, orgulloso, con la cabeza bien alta. Señor, le dije, he cometido un atentado continuado contra la lengua francesa. El hombre, relajado, solo pudo reírse y decir que estuviera tranquilo, que solo era el principio. Salí por la puerta, con la agradable sensación de ser algo parecido a un Lazarillo moderno.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Séptimo escalón



Dentro de cada uno, habita una mitología. No son seres de barro, que caminan de repente gracias a un aliento vital. No son extrañas fuerzas de la naturaleza, que tienen nombre de mujer, y que descargan su rabia en poblados chabolistas, ante la atenta mirada de los piadosos. Son nombres que se han repetido durante los veintitrés años de mi vida. Unos han llegado antes. Otros después. Figuras de carne y hueso que han ofrecido café y tertulia, partido de fútbol y lectura compartida, escritorio universitario o botella de quemarropa bebida a sorbos tranquilos.
Bajé del autobús y en ese momento supe que había vuelto. En la calle el termómetro debería rondar los tres grados sobre cero. Porte Maillot  sonaba como siempre: despedidas, y poco más. Era ya de noche. En París, la noche se adelanta unas horas al resto de ciudades. Las luces de Navidad ya se dejaban ver en lo alto de las grandes avenidas.
Me despedí de la chica italiana que me había acompañado durante el transcurso del aeropuerto a la ciudad, y caminé esquivando el frío, con el peso de la mochila multiplicado por el cansancio y los recuerdos del viaje que acababa de finalizar. Apenas unas horas antes estaba en Granada, atravesando las mismas calles que me vieron despertar, cinco años antes, de esa sombra lejana que parece la infancia.


No fue un acto de melancolía lo que me obligó a volver. Este verbo se convierte en sagrado cuando uno se traslada al extranjero. Volver significa leer en castellano. Volver significa estremecerse ante una fotografía. Volver significa encontrar huecos donde antes creías que había vacíos. Porque no es lo mismo un hueco que un vacío.
Me resultaban pesadas las calles de París con mi regreso. Demoraba la subida de los ciento quince escalones, porque aquello suponía poner punto y final a la marcha. Quedarme parado en los escaparates, bajo la lluvia, era sinónimo de recordar aquella espera en el aeropuerto de Málaga, buscando entre una multitud de bancos vacíos el rostro de la niña Aurora. ¿Cómo sería después de tanto tiempo? ¿Habría cambiado? ¿Era la niña Aurora la idea que yo tenía de ella, o tan solo era una realidad tangible, como lo es una manzana madura o como lo es un vaso de agua que uno bebe por necesidad? Y allí apareció, corriendo entre el retraso y la tormenta que Málaga había preparado para mí. Lo veía reflejado en el escaparate, parisino, ausente, cerrado, y también nos veía a nosotros, el primer segundo beso, tras el verano, el sabor de la saliva que se hace necesario entre los labios, el abrazo que supera la distancia. De nuevo aquí.


Y seguía con la marcha perezosa. No llevaba paraguas. El abrigo nuevo, comprado dos días antes, en una tienda de Puerta Real, justo al lado de donde las canis quedan los viernes por la tarde, y los padres las despiden con cara de orgullo y de miedo. Aquel abrigo era por fin la solución a tanto tiempo de frío. Un año de Erasmus en París con el viejo abrigo de corte alemán, que apenas servía para tapar la sensación del viento, siempre obligado a entrar en las cafeterías como quien da un golpe de estado en cada metro. Y allí estaban mis padres y mi hermano. La calle Navas rebosante, como siempre. El olor de pescado frito que se colaba por las ventanas de los hoteles, y una procesión de tunas que invadía la ciudad por todos los costados. El sonido de las guitarras con las canciones antiguas. Las serenatas en el Santa Fe, siempre buscando rinocerontes tras los cristales, en vez de bellas damas. La oscuridad de El perro andaluz, con sus aromas fuertes y sus sonidos duros, ataviados con las mejores galas, para hermanarnos con lo diametralmente opuesto a nosotros, los heaves.
Y mis padres aparecieron de repente, con el chubasco del reencuentro, conteniendo la emoción. Son demasiadas despedidas en demasiados años y aun así, cada vez que nos vemos de nuevo, es como si nunca nos hubiéramos separado. Mi padre con la mirada azul plomo, las mismas ganas de inspeccionar los bares de Granada que hace treinta años, cuando eligió la ciudad para empezar física, y mi madre, buscando algún tipo de cambio en mi cara, en mi gesto, en mis andares, la delgadez, que pasa factura, ¿Es que no comes? ¿Cómo llevas el francés? Y yo intento mentirle un poco, por caridad, y por vergüenza.


Se acercaba Cimarosa. La misma esquina oscura. El restaurante pijo en frente. El hotel al lado, vacío, con los ventanales apagados, salvo los del segundo piso. No podía subir aun los escalones. Aún era pronto. Como un golpe de luz vinieron a mí nuevas imágenes. Francesco, regando las plantas por la noche, yo tumbado en el sofá, leyendo una antología de Pushkin, esos jinetes de la noche que se acercan silenciosos a las puertas de las iglesias, ciudades terribles sin nombres, y Francesco regando las plantas, que crecían como los veranos en la enredadera del balcón. Su pose de aristócrata de siglos pasados, su nariz de ajedrez, su palabra afilada y precisa. Y los ciento cincuenta escalones que no van a dejarme subir, pensaba yo, cuando abría la puerta y se me presentaba el correo, con algo de retraso.
Y aquella noche en El bohemia, rodeado de presencias latinas y griegas. El rostro de Antonio, esos rasgos de tenista echado a perder por la fama, el tertuliano político que cree en un país mejor, a la salida del cine Gracia, y delante de una hamburguesa de la calle Emperatriz Eugenia.


Pero los escalones se suben solos, cuando te lleva la melancolía. Es París donde elegí estar. Es París la ciudad que corresponde. Ese río que parte el recuerdo por la mitad, que trae el frío del atlántico y hace más llevadero el transcurso de los trayectos en metro.
Me quedé un rato sentado en el séptimo escalón, oliendo aún el perfume de Aurora en el cuello, en las muñecas, en la ropa. Las luces apagadas, y detrás de los cristales, algo que sobresalía por los tejados. Una Alhambra de hierro, un arlequín de palacio nazarí. La torre Eiffel con sus destellos de niña presumida. 


lunes, 12 de noviembre de 2012

La noche húngara III: Los troncos iluminados



No era el rumor de la gente lo que nos extrañaba, ni sus vestidos ni sus costumbres, que se presentaban algo rudas y sin formas, sino la claridad de la noche y la rapidez con la que había llegado sobre el cielo de Estrasburgo. No había luz eléctrica. Las antorchas, colocadas en los balcones de los edificios y en todas las puertas de la catedral, apenas aspiraban a matizar algún rostro, a recrear el movimiento confuso de unos pasos que se marchaban entre la oscuridad, y a mitificar esos cuerpos inertes que se erigían sobre el cadalso, atados de pies y manos a un árbol sin ramas, un árbol muerto que actuaba de apoyo al cuerpo, como si fueran una misma cosa, una presencia de ceniza, una profecía de cremación.
Mi hermano me agarraba muy fuerte de la chaqueta. Nadie nos miraba al pasar. Estábamos al inicio de la plaza cuando empezaron a sonar unas trompetas y el sonido seco y penetrante de unos tambores que mandaban callar todas las voces de los allí presentes. Parecía que estábamos asistiendo a una representación teatral, a un Auto Sacramental, de esos que estudiábamos en el instituto, y que tenían como protagonistas a personajes bíblicos y a hombres de edad indeterminada, que siempre se repetían allá por la época de Navidad.


El hombre que había hablado anteriormente volvió a tomar la palabra. Apenas se podía escuchar lo que estaba diciendo. Olía a leña quemada. El frío se metía en nuestras cabezas y no nos dejaba asimilar bien lo que estábamos viviendo. Fue una noche de la cual no nos ha quedado nada claro. Sacamos el libro que estaba leyendo durante el trayecto en tren y pudimos reflejar la realidad que estábamos viviendo con el texto: “El sábado,.. quemaron a los judíos en una plataforma madera…” Las miradas se contuvieron. No queríamos hablar. ¿Qué carajo estaba sucediendo aquella noche? La liturgia seguía lentamente su cauce. El señor que hablaba, ataviado con un ropaje voluminoso y un báculo de brillaba en la oscuridad, aceleró su discurso y se quedo callado. Fue en ese momento cuando la gente rompió a gritar y aplaudir. Muchos tiraban verduras podridas y huevos duros, sino piedras, e intentaban hacer diana contra esos troncos que tenían forma de personas.
Dos hombres subieron. Estaban enmascarados. No hacía falta mucha imaginación en la mente de mi hermano y en la mía para saber lo que estaba por suceder. Ese rostro anónimo dejó caer la antorcha encendida sobre un montón de paja y  se hizo la luz sobre la plaza. Los gritos. Los llantos. El movimiento prohibido de los miembros que empezaban a arder. Las lenguas bárbaras que salían de las bocas de las víctimas. Y sobre todo, el olor. El olor que amenazaba todos rincones de la ciudad. Ese olor que se apoderaba de todo estado de ánimo. El olor de la podredumbre. El olor de la infamia. El olor de la noche concentrado en un centenar de cuerpos quemados.


Intentamos huir despavoridos por la primera calle que se nos abría. La ciudad parecía un laberinto inacabado. Un espacio se abría (y entendíamos que era una plaza) y otro se cerraba con el mismo azar que los minutos que pasaban. Solamente veíamos la torre de la catedral, y una hilera de humo que se propagaba sin descanso por todo el cielo de Estrasburgo. Buscamos el río sin cesar. Los gritos cada vez parecían más lejanos. Nos detuvimos en un rincón a descansar. El frío era sobrenatural. El viaje en general parecía sacado de un mapa inexacto de experiencias surrealistas. Solamente soñábamos con ir a Alemania, decía mi hermano. Yo callaba e intentaba respirar con solvencia. Sacamos de nuevo el libro y continuamos leyendo: “Muchos niños pequeños fueron quitados de la hoguera y se les bautizó contra la voluntad de sus padres y madres.”
A lo lejos, veíamos un extenso campo, ya fuera del casco antiguo de la ciudad. Atravesamos el río. El Rin era un manso camino helado. Ya fuera de la ciudad, ya fuera de esa locura que habíamos visto, nos sentamos en una piedra común, perdida en mitad de un campo deshabitado. Bebimos agua. Y por primera vez, la noche se serenó y pudimos pensar fríamente. No sabíamos lo que habíamos vivido. Está claro que cuando nos juntamos mi hermano y yo la realidad se altera sensiblemente. Así lo percibimos en Londres. Así nos demostró la ciudad de Santiago, cuando, de repente y sin aviso, vimos el entierro de un pastor de cabras al que luego confundirían con el mismísimo Apóstol. Lo vimos también en París, cuando nos llovían piedras con unas décadas pasadas, en el Barrio Latino.  
Al poco tiempo, empezaron a llegar personas. Una señora italiana con una gran maleta de piel marrón, que apenas podía moverla. Después dos estudiantes de derecho alemanes, que conversaban tranquilamente, como si no se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. A lo lejos seguían las grandes hogueras, que ya sobrepasaban los bajos edificios que rodeaban la ciudad. Es el fuego de los siglos, diría algún fervoroso historiador. Pero no, aquello era fuego auténtico, y como tal, quemaba al mirarlo directamente a los ojos. Vimos aparecer de entre la oscuridad un gran autobús que se movía con rapidez. A su vez, más personas entraron en escena y aguardaban con paciencia no se sabía qué momento de sus vidas.


El autobús se paró delante de nosotros. Se abrió la puerta delantera y apareció el hombre nervioso y diminuto que tendría que parar en un área de servicio, horas después, a fumarse un cigarrillo. Comenzó a hacer gestos con las dos manos, sin hablar. Llevaba una chaqueta enorme, que le llegaba casi por las rodillas. Su cabeza era cuadriculada y el pelo entre moreno y canoso. Parecía un vendedor de cuchillos antiguos. Nos montamos en el autobús. Nadie nos dijo nada. Nos alejamos de la ciudad de Estrasburgo, un día que yo creía que era Octubre, de dos mil doce, cuando las llamas ya colapsaban el horizonte y distanciaban el esqueleto arenoso de la catedral de nuestra vista. El hombre diminuto aceleró. Ese hombre que vino de las profundidades de alguna idea inventada de Hungría. Fue en ese momento cuando salimos para siempre de aquella noche que ni sabemos siquiera si fue cierta, o si nos la hemos inventado en un amago de imaginación, una tarde cualquiera, tomando café en un bar de París

jueves, 1 de noviembre de 2012

La noche húngara II: La ciudad del molusco sobre nuestras cabezas


En ningún momento pensamos que nos podía pasar algo así. El conductor del autobús abrió la puerta y comenzó a hablar en un lenguaje extraño, diferente de cualquier lengua latina, y que mi hermano y yo resumimos en llamar húngaro. Se paseaba por el pasillo y mascullaba palabras. Se tocaba la mejilla izquierda, infiriendo un gesto de dolor, e intentaba hablar cada vez más alto, pero nadie le entendía. Serían las tres de la mañana, y los pasajeros volvían lentamente a sus asientos. Nos disponíamos a partir. El autobús había salido la mañana anterior desde Múnich, y no llevaba relevo de conductor. Unos dos mil kilómetros para una misma persona. Ese pequeño ser hiperactivo que nosotros llamábamos “el húngaro”. Así que nos acomodamos al asiento e intentamos dormir un poco, antes de llegar a París, bien temprano.
Y esa luz del día anterior volvió a nosotros. El ciclista estaba tirado en el suelo, en el interior de un laberinto de hierros y raíles. La gente se agolpaba y pedía auxilio. Nadie sabía muy bien por qué había ocurrido aquella tragedia. Un cuerpo tendido en el suelo, inerte. El frío, que se recogía y se movía, en un escorzo de dolor, y el cielo de la ciudad, que se volvía cada vez más oscuro, más gris, como si tuviera un regimiento militar de cascos de plomo sobre nosotros.
Nos alejamos del lugar. Habíamos visto suficiente. Ya no podíamos hacer nada. Nos adentramos en el barrio en busca del hotel. Dejamos atrás la sinagoga y el parque, los ciclistas intrépidos y los reptiles carnívoros. La arquitectura de la ciudad cambió de repente. Las calles pasaron a ser menos matemáticas, menos residenciales. Los edificios adquirían tonalidades terrosas. Estuvimos perdidos durante casi una hora buscando el hotel. La calle estaba casi desierta. De vez en cuando nos cruzábamos con alguna familia: abuelos que llevaban a sus nietos al colegio, mujeres que hacían la cola para comprar el pan, pocos restaurantes que aun no habían abierto. Pero lo que nos llamó poderosamente la atención por encima de todo era que todas esas personas tenían algo en común. Los hombres llevaban Kipá, desde los niños hasta los ancianos. Este hecho no nos resultó para nada increíble, viendo la tópica general del día, pero sin darnos cuenta, nos íbamos introduciendo en un ambiente que jamás pensábamos que pudiera existir.


Ahí estaba la puerta. Un gran andamio en la entrada, impidiéndonos el paso. Una cascada de agua sucia caía desde el tejado. Mi hermano y yo nos miramos. No podía ser verdad que nuestro hotel fuera ese. Hemos estado en auténticos infiernos. En Roma compartimos habitación con un polaco beato que se flagelaba por las noches; en Londres, con un extraño individuo que se levantaba a media noche a espiar a dos chicas brasileñas con malas intenciones; y en un albergue del Camino de Santiago con dos especies de osos asturianos que se pasaron toda la noche olfateando nuestras cabezas. Pero aquella entrada era diferente. Nos cubrimos las cabezas y aceleramos el paso, dando saltos, para intentar mojarnos lo menos posible. La recepción estaba vacía. Detrás del mostrador, una chica menuda se presentó en francés y nos dio las llaves de la habitación. Esta vez iba a ser para nosotros dos solos. Antes de marcharnos, nos dijo que tuviéramos cuidado con la escalera, sobre todo al bajar, pero que nunca agarráramos el ascensor bajo ningún concepto, porque estaba medio roto.
Fue su tono el que nos hizo dislocarnos. La sonrisa, encerrada entre los dientes y aflojada con las palabras. Cuidado con las escaleras. Y la cara de mi hermano, sin entender muy bien el mensaje, y mi cara, mirándola fijamente a los ojos, esos ojos de lince que escondían algo. Subimos hasta un cuarto piso. Las escaleras no presentaban en principio ninguna complicación. Eran de madera recia y estaban enmoquetadas. Una vez en la habitación dejamos las maletas, como quien deja un cuerpo muerto, y nos tumbamos en la cama a esperar el hambre.


No recuerdo el tiempo exacto que pasó. Abría los ojos de vez en cuando y confundía los dos momentos. El autobús iba a una velocidad vertiginosa, y yo temía, con un ojo abierto, entre la vigilia y el sueño, que nos estrelláramos contra un árbol. Y a la misma vez veía el cuarto del hotel, limpio, con dos pastillas de caramelo como bienvenida. Y en la ventana, el mismo edificio con andamio que nos había rechazado la entrada.
Nos echamos agua en la cara. Teníamos que despertarnos. Bajamos las escaleras con absoluta tranquilidad, como si esperáramos a un asesino al otro lado de la esquina, y por fin, salimos a la calle. Fue ahí cuando todo cambió. En ningún momento pensamos que nos podía pasar algo así. La calle estaba distinta, toda llena de hojas muertas en el suelo, como si fuera una gran alfombra. Los edificios parecían diferentes, mucho más pequeños que cuando llegamos a la ciudad. Si antes el ambiente en la calle era desierto, ahora multitudes se agolpaban en las aceras. Había desaparecido el pavimento. La calle era de arena, que con la fina lluvia que estaba cayendo, se convertía en barro.
Seguimos el curso natural de los acontecimientos. No nos hacíamos preguntas, como cabía esperar  dada la situación. La gente caminaba hacía un mismo punto, que nosotros desconocíamos. Nos costaba trabajo reconocer las calles. Parecía que habíamos cambiado de ciudad. La luz que entraba por los tejados era diferente. Solo se veía, a lo lejos, como un gran esqueleto de arena, la catedral, sobreponiéndose con la majestuosidad del tiempo, como un gran molusco, a todo lo demás.



Atravesamos el Rin por el mismo lado que antes, con el tranvía, pero las vías habían desaparecido. Las aguas parecían más bravas, más libres, y mucho más limpias que cuando llegamos a la ciudad. Cada vez veíamos a más personas, vestidos con trajes de otras épocas. Trece millones de telas expuestas, cruzando las riberas del río, hacía acá y hacia allá.
Sin percatarnos, llegamos a la gran plaza de la catedral. El esqueleto tomaba forma de alambre. La gente toma sus asientos. La plaza estaba abarrotada. Se daba comienzo al juicio. “1349, año de nuestro Señor. Para salvar al mundo de la herejía…” La plataforma de madera que se encontraba en el centro de la plaza empezó a albergar cada vez más gente. Doscientas personas encima, rodeadas de antorchas y de guardias con piquetas. “Culpables de no procesar la ley sagrada de nuestro Señor…” Y nacía un murmullo de nuestro interior, cuando mi hermano sacaba de la mochila el libro que yo estaba leyendo en el tren, esas fechas que bailaban en la cabeza, 1349, 1368, el conductor húngaro, el cuentakilómetros que se subía como un alpinista ansioso, y el silencio sepulcral de la plaza roto por el paso temeroso contra la madera del cadalso.