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lunes, 29 de abril de 2013

Undécimo escalón



Percibí algo cuando llegué a la quinta planta. Era un olor diferente, extraño, que nunca había escrutado por aquellas latitudes. Sin embargo, no era desconocido. Yo ya había sentido ese olor otras veces: en la puerta de las iglesias, cuando me paraba a contemplarlas en Italia, en aquel hospital abandonado de San Juan de Dios, o en los surtidores de agua de cualquier fuente pública en una ciudad indiferente.
Llevaba mi mochila pegada  a la espalda. El vuelo había sido tranquilo. Dos horas y media me bastaron para leerme Territorio comanche, de Pérez-Reverte, y llegué a mi Cimarosa con una sensación de nostalgias granadinas y de corresponsales acribillados por el pecho. Hasta que por fin subí a la sexta planta. Y la vi.
Estaba parada, delante de la ventana, que se encontraba abierta. No se inmutaba. Solamente se erguía, con sus dos patas jurásicas, y retrocedía de vez en cuando, dando saltos en falso, como si hubiera olvidado la capacidad de volar. Me quedé parado, tocando la pared de entrada al pasillo con la punta de las manos, como si fuera un toro lo que se encontraba al otro lado del pasillo. Era una paloma, ese animal que a muchos le recuerdan a la paz, los olivos y los viejitos con bastón y arcas; a otros la ancianidad, los planes de pensiones y los nietos persiguiendo sueños; y a mí en cambio, me recordaban a aquel tercio de población que murió en Europa en el siglo XV, las ratas con alas que llenaban de mierda las piedras de los monumentos.


Y en efecto, aquel pasillo que daba hasta mi apartamento no era ningún monumento de la cotidianidad, pero si estaba impregnado de mierda seca. Dios sabe el tiempo que llevaría ese monstruo atrapado en sus sombras. La paloma siguió saltando, como si fuera un niño cojo, y giró hacia la derecha, dejando de lado la puerta del baño, y situándose justo enfrente de mi puerta, encima de mi alfombrilla.
La miré fijamente. No tenía fuerzas para empezar una discusión subida de tono con un ser que podía volar más alto que yo. Me senté, a unos diez metros de ella, al otro lado del pasillo, dejando vía libre por si decidía escapar de mi ventana. Una cosa estaba clara: yo no tenía cojones a embestirla. Mi ataque se basaría en la espera.
Pensé en Patrick Sünskind, ese escritor alemán que leí en el instituto, y en aquel relato en el que un viejo se quedaba atrapado en su departamento por culpa de una paloma que estaba en el pasillo. Pero yo no estaba ni siquiera en mi apartamento. Solo tenía mi mochila de viaje y unas ganas terribles de tumbarme en la cama y dormir hasta el día siguiente.
En el suelo, noté que hacía bastantes años que nadie limpiaba el pasillo. Cerré los ojos y respiré un poco. Con los ojos cerrados, el tiempo pasa más lento y uno puede llegar a sitios que los ojos abiertos desconocen. Recordé el miércoles noche, nada más llegado a Granada, con Aurora, y aquel viejo amigo cuyo nombre nunca he sabido. El camarero sirio que regentaba un restaurante de comida rápida. Es decir, hacía Kebabs hasta las siete de la mañana. Sus ojos eran los mismos, con ese aíre de Darín bronceado. Me abrazó después de casi un año sin vernos. Había cambiado de local. El de ahora era mucho más grande. Me dijo que al final pudo sacarse el carnet de conducir. Acabó el master en arqueología oriental, y tuvo que dejar aparcado el doctorado porque no tenía tiempo. Me sonríe muy despacio al decirme que había tenido su segunda hija. Nos invitó la bebida y nos fuimos, prometiéndole que nuestra amistad merecía un café en los años venideros.


Abrí los ojos. Seguía la sombra del pasillo, como si estuviera en la caverna platónica, pero sin titiriteros a mí alrededor. La paloma continuaba allí. Esa hija de puta no quería marcharse. Otra vez opté por la pasividad. Volví a cerrar los ojos y vi un bar, el jueves por la noche, que era un rincón de Pedro Páramo. Nunca he estado en el D.F. ni mi hermano ni yo, pero lo dijimos. Esto es un rincón del D.F. Los cubatas a dos euros, en una paralela a Plaza de los Lobos. El camarero regordete, al otro lado de la barra. Las tres de la mañana. Ponía la música suave. Aquella canción triste donde Eric Clapton contaba como su hijo se tiró de la ventana de un rascacielos. Tears In Heaven empezó a sonar en mi cabeza. Y vi a Elías, que cuando no lleva lentillas va a por todas, y al Caretas, uno de los grandes, y a Antonio, con una barba que yo reclamaba en su rostro tantos años atrás. Y allí estaba también José Miguel, ese novillero a partir de las doce de la noche y de la cuarta cerveza, hablando de gustos comunes y de la alcaldesa de Ronda. Algunos más, el bar estaba lleno de gente. Y cuando abrí los ojos, la maldita paloma aún no se había ido.     


Me puse de pie. Intenté intimidarla con las manos. Me quité un zapato y se lo tiré, sin intentar darle directamente. Pensé que si se moría, nunca podría entrar dentro de mi apartamento, porque yo no toco animales muertos, ese miedo ancestral a la piedra y a la oscuridad. La paloma seguía sin inmutarse. Le tiré el segundo. Tampoco acerté. Ya estaba descalzo. Desesperado me fui a la ventana. Hacía una tarde de luz platino en París. Me quedé mirando las nubes que se venían, cargadas de lluvia, quién sabe. Me acordé de aquellos doscientos kilómetros que separaban Lorca de Granada, y como el viernes por la tarde volvieron a ser míos, con mi hermano conduciendo como un Kerouac jienense, y Aurora detrás, durmiendo y soñando que ese fin de semana no se acabaría nunca.
Me senté en el último escalón, que ahora me parecía el primero.  Solo me levanté para cerrar la ventana del pasillo. Hacía una noche fresca para ser Abril. 

domingo, 21 de abril de 2013

Manhã de Carnaval



Das cordas do meu violao
Que so teu amor procurou

Estaba sonando Manhã de Carnaval pero yo aún no lo sabía. Lo supe días después, casi por azar.  Se trataba de Orfeu Negro, y era la primera vez que escuchaba algo así. Una voz de mujer que venía desde finales de los años cincuenta, en una barriada de favelas en Río de Janeiro. Y pensé en las casualidades. Pensé en una ciudad que para mí eran playas abarrotadas de samba y calles de piedras pequeñas y polvo transitadas por negros descalzos. Vi ese carnaval diario y a miles de mujeres y hombres haciendo el amor en un tendido de verano, con luces de colores y un hombre que se sujetaba el sombrero cuando pasaba delante de un grupo de muchachas. A eso me llevaba la canción que estaba esparciéndose por el aire, a las cinco de la mañana, en un cuarto de París, limitado por las geografías de la pobreza, aunque ninguno éramos pobres.


Todo estaba lleno de humo. Marcos estaba sentado en frente de mí. Fumaba con los ojos fijos en algún lugar de su estantería, a la izquierda de su cama. Me cuesta trabajo recordar a Marcos sin humo alrededor. Sin ese sabor punzante del tabaco rodeando su imagen de escritor perdido en la selva. Apenas hablaba. Nos ofreció una botella de mezcal “Espadín” que yo bebí creyendo que era mezcal “Los suicidas”. La botella representaba un luchador mexicano en tonos azules suaves y rojos. Él siempre se preocupaba de llenar los vasos hasta el final. Acababa de llegar del D.F. Todavía estaba poseído por el insomnio del desvarío horario. Los aeropuertos son como canciones incompletas, me decía. Había estado quince días en su casa. Su casa tiene veinte millones de habitantes, pensé en ese momento, y me imaginaba cómo sería eso de vivir rodeado de veinte millones de personas que respiran, que orinan, que hablan, que gritan, que asesinan, que hacen el amor. Cómo sería eso de estar atrapado en una jaula sin barrotes, donde todavía existen las serpientes con forma de mujer. Tuve la curiosidad de preguntarle que cuántos Marcos existían en el D.F., que como él leían  La Jornada por las mañanas, olían el aire picante de las taquerías cerca de la Colonia Turquesa y antes de que anocheciera, veían el reflejo en el horizonte de algo que se suponía que era el volcán Tláloc. Se encendió otro cigarrillo y siguió mirando hacia alguna parte de su habitación, como si nadie más estuviera sentado en esa mesa.
A mi izquierda estaba Adila. Ella era judía y llevaba toda su vida viviendo en Francia, aunque no era francesa. Había nacido en Israel, supongo que en Haifa o Tel Aviv, aunque no puedo asegurarlo. Se había encendido un cigarro y no soltaba la ceniza hasta que se le caía al suelo, sin mirar la moqueta. Yo la miraba y creía ver en ella algo parecido a una carretera cercada por el desierto, la frontera de dos países en disputa, y una oficina  de una editorial en Jerusalén. Tenía algo así como treinta años. Había trabajado durante algunos años en el festival de cine israelí de París. Ella seleccionaba las películas y contrataba a los artistas para dar conferencias. También escribía en Le Monde los jueves. Sus artículos eran los más temidos para el cine independiente desde hacía más de tres inviernos. La conocí hace algunos años, en una clase sobre Buñuel que a mí me resultó totalmente prescindible, pero que ella consideraba indispensable. Algunas veces quedábamos para tomar café. Nuestras conversaciones eran claras y directas, pero cuando había tercera personas delante nos volvíamos esquivos y muchas veces hacíamos como que no nos conocíamos. Esa noche miraba con frecuencia el reloj. Lo examinaba con preocupación, y tras unos segundos fingía que se trataba solamente de una manía. También estuvo callada esa noche.
A mi derecha estaba Teresa. Ella también estaba fumando. Aspiraba el humo con delicadeza y lo soltaba por encima de nuestras cabezas. Nos hablaba en portugués. Y nosotros entendíamos como si tuviéramos un padre carioca. Era brasileña. Tenía veinticinco años y me lo confesó al poco tiempo de conocerla. Tengo un hijo de seis años, me dijo. Yo le sonreía, intentando comprender que era aquello de tener un hijo, y le quité importancia cambiando de tema. Llevaba algunos años en Francia, pero ella no se acordaba con exactitud. Tenía varios trabajos en mano. Estaba haciendo un documental sobre la prostitución de brasileñas en París. Nos habló de un transexual que se ponía por la rue Saint Denis, muy cerca de nuestra habitación de humo. Nos dijo que con suerte a finales de año podría estrenarlo. Yo quise ver a todas esas vidas que se pasaban las horas en la calle buscando agua sexual para poder comer. A parte de realizadora de documentales, trabajaba en un bar en el que toda la colonia de latinos solíamos ir a menudo. Apenas acabábamos de conocerla. Era la única que hablaba de los cuatro. Había algo de melancolía en su voz. Algo de rabia que no podíamos comprender ni Marcos, ni Adila ni yo. Cuando se acabó el tabaco se levantó y se fue de la habitación.
 Aún no había clareado. El cielo seguía oscuro, en la hora de los acertijos de calles negras. Marcos y yo nos quedamos charlando hasta que se hizo de día. Adila también se había ido. Ni siquiera esperó a que abrieran el metro. Acabamos la botella de mezcal y pusimos de nuevo la canción que había sonado durante tanto tiempo. Las noches cada vez se parecían más a lo que yo había pensado que era París


miércoles, 17 de abril de 2013

Décimo escalón


La cena nunca llegó a producirse. La encontré varias veces por el pasillo, cuando estaba a punto de salir a la facultad, o cuando recién acababa de llegar. Siempre nos veíamos en el rellano, ese hueco de mundo limitado exclusivamente para los dos, justo en el vano de la ventana abierta. Escuchaba mis pasos cansados después del esfuerzo, y abría con timidez. Tras unos segundos asomaba su cabeza y se hacía la despistada. Tenía los ojos más negros que he visto en mi vida. Su pelo era una extensión de sus pupilas. Lo recuerdo como si aún lo estuviera viendo. Se apoyaba en la puerta y me hacía una pregunta ya sabida desde hacía bastante tiempo. Qué tal te va, todo bien, y tu, nada mal, los estudios, ayer salí, cada vez va haciendo más frío, aconséjame algún autor iraní, tengo ganas de ver tu país… y yo cerraba la puerta, sabiendo que solamente una leve pared de estuco dividía nuestras vidas. Ella, con sus libros de derecho romano, que yo, por un azar de Diciembre, heredé. Ella con sus conversaciones intercontinentales, sus vestidos de rayas grises, y su cama, todavía con las huellas de antiguos novios entre las sábanas.


Algunas veces escucha tocar al otro lado de la puerta. Estaba seguro de que se trataba de ella. No había más espacio en el pasillo para otros habitantes. Era nuestro pequeño mundo común. Un universo en el que nos habían obligado a vivir. Compartíamos baño. Papel higiénico a medias. Limpieza semanal, los jueves por la tarde. Y los viernes, esa invitación que rondaba siempre por mi mente. Una botella de vino que me había traído algún amigo, una silla de más de en mi departamento, y por qué no, quizá la llame, estará ocupada, tal vez otro día, siempre hay un mañana, las copas están sucias. Y así pasaban las semanas, entre música que no alcanzaba a situar en el panorama actual y sus ligeros toques nocturnos que eran una llamada de atención: déjame dormir, apaga tu ordenador de una vez.
Fue así como llegué a conocerla por completo. Ella no sabía nada mí. Apenas habíamos cruzado unas palabras, pero para mí era suficiente. Vislumbre su infancia en Teherán, rodeada de edificios con velos y de montañas que se llenaban de nieve cuando acontecían las elecciones. La observé salir de su casa, en un barrio de alta clase, agarrar el bus para ir al instituto, como si fuera una pieza de ajedrez negra que deambula por la ciudad, hablar con sus amigos, guiñarle un ojo a uno de los cientos de niños que la esperaban en el recreo. La escuché leer en voz alta a los primeros autores franceses. Camus a la izquierda de su mesilla de noche, aujourd’hui mama est morte, ou peut-etre hier, je ne sais pas. Las películas en el cine internacional, dónde pasaban muy de vez en cuando algún clásico europeo, Belmondo en bicicleta a la caza y captura de la felicidad, cuando aún existía la juventud y el postureo. Y cerraba la ventana, viendo las torres de la Defense, con el pensamiento de estar viviendo con una perfecta desconocida, alguien con quien apenas podía comunicarme, y me acostaba en mi cama de matrimonio para una sola persona, mientras escuchaba su tos de invierno, sabiendo que mi vecina había estado tan dentro de mis pensamientos como la misma noche pura en la que llegué por primera vez a París.


Pero un día se sentó en esa silla vacía que apenas era ocupada por libros dejados y ropa mal puesta. Le serví una copa de vino. Yo no sabía si podía beber o no, así que dejé la botella en la mesa y esperé a que ella se sirviera. Se llenó el vaso hasta el fondo, y me preguntó en un francés académico que si podía fumar. Asentí con la cabeza. Se fue hasta el extremo de la ventana, la abrió, y se puso a dar caladas en silencio. Al rato volvía sobre la mesa, sonreía, y daba un sorbo enérgico al vino, y se marchaba a su puesto de centinela fumadora. Así fue como me habló de los cinco años que llevaba viviendo en París. Habitando ese cuarto luminoso en un sexto sin ascensor. Ciento quince escalones, le dije, y ella se sorprendió, porque nunca los había contado. Cinco años descubriendo cada mañana el mismo pasillo sucio y extratemporal, alejado de la ciudad, como si fuera una ciudad en sí. Cinco años, le dije yo, y me miré a mí mismo en un espejo de vino, teniendo durante cinco años la misma conversación con la misma fumadora en la ventana, como si el tiempo por un instante corriera deprisa y no pudiera detenerse. Cinco años, dijo ella, un novio, dos decepciones,  un diploma de la Sorbona, quince mensajes escritos en las piedras del Quai d’Orleans, y muchas, muchas escaleras. Se acabó el vaso de vino y se fue. Me dijo que al día siguiente tenía que estudiar. Yo pensé, para mis adentros, que París también le había dado el pelo largo sobre los hombros.
Un día llegó a mi cuarto. A partir de aquella botella de vino hablábamos con frecuencia. Proponíamos cenas en Belleville que nunca se llegaban a producir. Mañana no puedo, me visitan amigas. No, el lunes es lunes. No, tengo clases. Llamadas a la puerta que no recibían respuesta. Y un día llegó a mi cuarto. En una semana me voy a Teherán. Vuelvo para no volver. Y entendí que el mismo verbo tenía dos pesos diferentes en la misma oración. Esa semana me costó dormir. La escuchaba ir al baño y siempre me despertaba con la sensación de que era el día la partida.
Nos vimos por última vez en el pasillo. Llevaba una caja de cartón. Me la entregó sin apenas decirme nada. Estaba llena de libros y recuerdos de una ciudad que le había dado cinco años de juventud. Una postal de una noria sobre Tullerías. Una botella de vinagre. Un paquete de sal. Le bajé la maleta hasta el piso inferior. Por primera vez la bajada fue más pesada que la subida. Me dio un abrazo en el cuarto de las escobas y de las ratas. Cruzó la puerta y ya no la volví a ver más. Me senté en el segundo escalón, intentado fingir una normalidad que el día había perdido.


A veces creo encontrármela en el pasillo, cuando parece que escucho pasos. A veces extraño sus toques de atención en la pared de estuco. Pero sobre todo me falta el simple ejercicio de mencionar su nombre, Mahsa, con un apellido que ya olvidé. Fue en el décimo escalón cuando entendí lo que quería decir estar solo.

lunes, 15 de abril de 2013

La loca



¿Acaso fue fácil para Odiseo? La chica estaba sentada a pocas banquetas de mí. La luz del cristal entraba de lleno con la potencia de la caída libre y le iluminaba la nariz, la comisura de los labios, los mofletes ligeramente maquillados, y hasta la luz se dejaba deslizar por su cuello, envuelto en un pañuelo de colores. A su lado, un viejo leía un periódico, arrugado, como si fueran una extensión de sus manos, también arrugadas, y de ellas nacía  un temblor hasta  las muñecas y que esparcían sus ojos hacia todos los puntos del papel. Justo delante de mi asiento, se encontraba un chico con gafas, pelo medio caído por los hombros, uno de esos tipos que tienen pinta de pasarse la vida en juegos de ordenador para conquistar el mundo en un mapa del siglo XV. Vi sus ojos de repente, y eran los ojos de uno de esos asesinos que abren fuego cuando terminan las clases en Denver, en Carolina, o en Detroit. Por lo demás, gente anónima que busca su asiento: rubias despeinadas contra la lluvia, madres de familia con los carricoches repletos de hipotecas, y profesores de universidad con cara de huérfanos intelectuales.
Y el bus arrancó. El número 38 salió de la parada de la Sorbona, en rue des Ecoles, y giró hacia la derecha para dar la espalda al Sena, hasta alcanzar el jardín de Luxemburgo. El destino final era Porte de la Muette, pero mi parada estaba unos metros antes, en Iena, cerca de Trocadero. El conductor aceleraba. Apuraba hasta el máximo para saltar los semáforos, y solo cuando era estrictamente necesario, frenaba en seco dejando un olor a neumático en el ambiente.
París había despertado a la primavera. Los días venían siendo calurosos, pero estábamos en el entretiempo maldito en el que la ropa sigue siendo invernal. Los abrigos nos daban un aspecto de esquimal aburrido, dentro del bus, y el conductor creyó coherente dejar activada la calefacción. Pronto se condensaron gotas de sudor en el techo del vehículo y caían de vez en cuando, frías, como bombas de sal afiladas.
A los pocos minutos, el bus paró en una estación y se bajaron algunos pasajeros. Una mujer entró también. Tenía el pelo endemoniado, negro y cano, como un piano, y se sentó a escasos metros de mí. Yo conversaba con Sarita, que había estado ausente algún tiempo de París, y venía a contarme con todo detalle los días pasados en Berlín con su fuertote novio alemán. La mujer de enfrente sintió el acento cantarín de Sarita, y no se inmuto. Ese acento de la costa peruana. Limeño. Pero luego sintió el mío, con un castellano que cortaba los finales de palabra y que dejaba escapar el aire en las vocales. Y en ese momento empezó a mirarme de una forma obsesiva. Yo sabía que la mujer me estaba mirando. Pero vaya forma de mirar. Se reía. Sacaba sus dientes manchados de tantos cigarrillos y tanto café y me miraba. Sus ojos eran dos pistolas que me apuntaban. Sarita se dio cuenta y me tocó con el codo, diciéndome que esa vieja estaba medio loca, y yo seguían sin prestarle atención. Varios meses en París bastan para no alterarse ante las apariencias extrañas.


La mujer habló al fin. Perdona, tú eres español, verdad, y yo tuve que mirarla por primera vez. Me enfrenté a sus ojos de loca y vi en ellos millones de complejos y de problemas matemáticos. Un universo extraño en el que no quería entrar. Sí, le dije, y ella preguntó con rapidez, y de dónde, y se reía mucho, con la boca abierta, y los ojos que se le salían de las cuencas. Yo le dije que de Granada, por simplificar, para no sentir la obligación de explicar todo aquello de Murcia, al lado de la playa, pueblo de los terremotos, pero bueno, al fin del cabo, cinco años en Granada. Y fue cuando ella empezó a hablar.
Marché a Granada hace unos años, para hacer unos cursos de filosofía, empezó a hablar. Subía a Cartuja, que cuesta, joder, no terminaba nunca, y seguía riendo sin parar, y mirando como si fuera una víctima, que cuesta joder, filosofía, tuve unos cursos muy interesantes, sobre Hegel, el del gato, bueno, no sé, y siempre iba, porque eran buenos, aunque yo no los recuerdo. Luego me fui a Gran Canaria, a una de esas islas, pero no recuerdo cuales, porque todas las islas me resultan iguales, y estuve varios años allí, mira tengo el moreno todavía en la piel, lo ves, es increíble, joder, eres de España, que gracioso, y Sarita me daba con el codo, diciendo entre dientes que nos fuéramos.


El bus llegó al Sena. Marchaba lento entre los atascos y los cordones policiales. La mujer seguía en su misma posé. Yo no la miraba. El río estaba embravecido. De vez en cuando algún barco con mercancías lo surcaba, y yo estiraba el cuello para intentar ver su nombre. Algunos tienen nombres de mujer, y me resulta atractivo al pensamiento leerlos. Luego ella empezó a chocar su pie contra el mío. Al principio creía que se trataba de algo accidental. Una mera casualidad de cuerpos en el espacio reducido del bus. Pero la segunda vez empecé a sospechar. A la tercera la miré fijamente, con ojos de ditirambos. Y ella me pidió disculpas, riéndose, haciéndose un cigarrillo de liar, y diciéndome que ella tenía un hombre que la esperaba, que no me preocupara, porque no se trataba de un flirteo, que le gustaba pasársela así, mirando a la gente. Yo volví a mis miradas perdidas y vagas, pero seguía escuchando como sonido ambiente su risa. Miré hacia la izquierda. La chica linda había desaparecido y yo no siquiera la había visto marchar. El viejo del periódico seguía leyendo. El bus seguía dando sus tumbos habituales. Un avión cruzaba el cielo. Otro lo reflejaba. ¿Cuántos años llevaba ya remando en esta barca de marineros tatuados? 

miércoles, 10 de abril de 2013

Mis pasos perdidos



El primer paso fue el arrepentimiento. Salí a la calle y pisé un charco. Mezcla de agua, mezcla de colillas apagadas. En el momento en  que se cerraba la puerta de la cancela supe que estaba condenado a correr. Ni las mallas largas, que me cubrían las piernas hasta los tobillos, ni el impermeable rojo, reflectante, ajustado al cuerpo, me daban un aire deportista. Uno tiene el cuerpo que tiene, y no lo puedo cambiar. Siempre he pensado que mi pose es más de jugador de ajedrez o de crítico de cine que de corredor de maratones. Pero la vida empezó exactamente a las seis en punto de la tarde.
El primer paso fue doloroso. Las piernas engarrotadas, tras meses avocadas a un único movimiento de subir ciento quince escaleras todos los días. Como viejos óxidos comenzaban a desplazarse sobre el asfalto mojado, y un hormigueo pesimista se concentraba en las rodillas, hasta acabar en el brazo izquierdo. Demasiado patético para morir de un infarto en mitad de la calle, rodeado de paraguas y de embajadas.  
Me dirigía hacia Trocadero, pero la suerte de los semáforos me hizo girar una calle. Atravesé varias plazas. No escuchaba más que el sonido monótono de la suela de mis zapatillas, y mi respiración, ese quejido que ascendía de mis pulmones, de mi estómago, hasta la nariz, para recordarme que el dolor es lo único que podía encontrar en ese simulacro de atleta.


Diez minutos después di el segundo paso. Pero yo aún no lo sabía. Fue hace más o menos un año. Uno de esos sueños que sin saber por qué se quedan almacenados en la memoria. Ni recuerdo lo que había hecho la noche anterior. Dormí plácidamente y cuando desperté en mi antiguo apartamento de la calle Plaza de Castillejos, mi cara expresaba una sonrisa que se escapaba de mi boca conforme me daba cuenta de que aquello había sido un sueño. Elías y yo caminábamos por París, y llegábamos a una explanada repleta de árboles y de césped quemado. Amarillo. Como si fuera trigo corto. Nunca habíamos visto el Bois de Boulogne. En la vida real, habíamos pasado un año en París y nunca nos habíamos acercado a aquella gran extensión de bosque que rodeaba el Oeste de París. Pero en mi sueño estábamos seguros de que era aquel parque. Nos miramos y entramos, sin dar ninguna explicación.
El sueño seguía avanzando. Aparecían caminos que no llevaban a ninguna parte. Caminos de tierra escoltados por árboles con ramas exageradas. Y a lo lejos, unos edificios de corte colonial que bordeaban el parque como si lo estuvieran protegiendo. El sol estaba tibio. Aquella era una luz de siesta amarilla. Una luz, dicha a la manera francesa, d’après midi. Una luz preciosa que aún no he podido arrancar de mi memoria. Y fue solo un sueño. Desperté y ya no supe nada más.
Pero esta vez, cruzando las calles rectas y señoritas del 16 arrondissement, dejando atrás hombres importantes con perros importantes y mujeres importantes, llegué a aquel lugar que creía haber visto en el sueño. Ante mi se expandía un bosque que parecía no tener fin, como si la naturaleza se hubiera revelado en armas contra la ciudad, contra los edificios, contra el tráfico, y se hubiera esforzado por aparecer en un rincón de la urbe y hacerla suya. Es la soledad vegetal, este parque, pensé cuando crucé el último paso de cebra hasta entrar en el recinto.
Y allí la luz se fue abriendo poco a poco. Dejó de llover y algunas nubes se marcharon, dejando grandes claros en el cielo. La claridad avanzaba en el interior de las ramas. Colapsaba las hojas no nacidas de los álamos y de los robles, y pronto dejé de tener contacto con el mundo parisino. Ya no veía los edificios ni olía el humo de los autos  como si fumara una palmera habanera. Los caminos me llevaron hacía dios sabe qué lugar. Una recta kilométrica, vacía, llena de charcos y de sombras, y mis piernas, que se habían olvidado del dolor, y que sólo querían correr y correr, para descubrir, por primera vez, después de tantos meses sin salir apenas a la calle. Y un hombre aparecía de improviso, con un paraguas. Y conforme me acercaba más parecía más extraño. Y escuchaba el ladrido de unos perros lejanos, que avanzaban hacia mí como si olieran mis huellas en la tierra mojada.


Cambié de senda, opte por la oscuridad de unos helechos y las piedras por camino. En la cuneta se deslizaba un riachuelo, con un sonido de agua brava amplificada. A tierra, de rodillas, una chica masturbaba a un hombre. Ambos eran jóvenes. El hombre hacía espasmos con la cintura y un grito apagado lo dejó tumbado en el suelo. A unos quinientos metros más al interior del bosque, un grupo de soldados callejeros fumaban marihuana. El olor dulzón del porro me persiguió unos minutos. Giraba hacia la derecha, y me seguía. Me mojaba la nariz con una rama, y estaba ya en la madera. Fue cuando divisé una casa o lo que parecía que era una casa.
De cerca vi a una negra, en una escalera de madera que daba acceso al portón, sin la parte de abajo del vestido, y un hombre que bailaba una especie de danza primitiva montado en ella. Los dos continuaron su rito sin apenas mirarme. Yo solamente era un pobre aspirante a atleta que pasaba por allí de casualidad. Pero vi más cosas. Vi familias que paseaban a sus perros, a escasos metros de las escenas amorosas. Felaciones mezcladas con clases de literaturas, con apenas algunos árboles de distancia. Vi la soledad del hombre mayor que se sienta en un banco a la espera de las palomas, y vi la soledad de las putas que cuentan su salario mientras las penetran y les dejan un hilo de saliva en el cuello. Vi muchas cosas antes de abandonar el Bois de Boulogne.


La vuelta a casa fue cansada. Demasiadas rotondas. Demasiados restaurantes caros. Demasiadas comisarías y empresas de altos ejecutivos. Las piernas me daban un ultimátum. Se me doblaban cuando tenía que atacar un bordillo, o esquivar a un viandante que aún no había escondido su paraguas. Llegué andando hasta mi casa. Me desnudé y estuve un rato mirándome en el espejo. Eso fue todo.  

lunes, 8 de abril de 2013

Noveno escalón



Una casa de tres plantas, con una terraza que sobresale con barandas blancas de madera. Una señora leyendo un periódico. Su hija, unos veintidós años, tomando el sol, apenas con un trozo de tela negra insinuándole los pechos. Vuelvo a escribir tras tantos meses sin hacerlo. Vuelvo a escribir junto a la lámina de Hopper, pegada con yeso a la pared. La última imagen que tengo del día antes de dormir.
 Algo de miedo se acumula en mis dedos. Un temor ancestral, similar al de los hombres en las cavernas, cuando apagaban las brasas para irse a dormir entre animales muertos, con la preocupación de no saber encender el fuego al día siguiente. Así responden mis dedos. Quieren ir rápido. Intentan adivinar el giro lingüístico antes de que surja en mis pensamientos. La metáfora, que no llega, porque no es un árbol con manzanas maduras al que agitar cuando se está falto de inspiración.
A mi derecha, la cama, esparcida de noches en vela, a la sombra de un despertador que acechaba como una hiena con sonrisa macabra. Me despierto a las tres de la mañana. La Luna da directa en la claraboya. Ilumina esa parte de mí nocturna. La que no puedo ver. La que solamente intuyo. Extiendo la mano en busca del reloj. Todavía las tres. Cuatro horas más de sueño. Y la Luna se va deslizando por las sábanas desechas de meses, hasta llegar al parquet, reflejarse en el espejo como una modelo coqueta, y salir hasta la cocina donde los platos sucios se pelean con los nuevos descubrimientos del supermercado.


Estos meses han pasado muy lentos. Las calles han tenido un único protagonista: el frío. Frío en la mañana, cuando los barrenderos se marchaban con su sintonía de camión excitado. Frío en la hora de la comida, con la cuchara y la sopa insulsa, de cebolla, de ocho legumbres, la más barata de todas, y el sonido de la cuchara metálica chocando contra la cerámica. Vistas a la ventana de postre. París, la ciudad soñada. La ciudad enloquecida. Y un metro de nieve en los tejados. Las chimeneas convertidas en torres de marfil. Las estalactitas en su carrera de gravedad frenada, sustituyendo a los gatos y reinando por encima de la ciudad. Todo eso desde mi ventana. En los meses duros del invierno. Cuando los cristales eran vaho donde hablar sin ser escuchado.
Y llegó un contrato un día de Noviembre. A finales. Eché la firma rápido, sin detenerme a leer las cláusulas, esos laberintos aburridos de números y leyes incomprensibles. Y a partir de ese momento, el castigo llegó en forma de despertador. La oficina, una pecera para tiburones salvajes. Y yo, que no soy más que un cangrejo confundido que no puede ni caminar hacia atrás. El jefe, a escasos metros de mí, con los ojos detrás de las gafas, afilados, en busca de cualquier error: ese movimiento de mano que se sale de la norma, ese café que ya son dos y que no es solo café, esas facturas que no cuadran, tu francés, que no mejora, que tu país es una mierda, siempre de fiesta, si, usted tiene razón, pero a principios de mes el primer trago de cerveza lo tomo en su honor, señor jefe. Y salgo disparado a la una, de la oficina, y me creo que la calle es una broma pesada, con pavimentos helados, con retrasos en el metro, colapso en las panaderías, y un profesor que nos habla de literatura como si nos contara el último culebrón venezolano del momento. 


Hay ejercicios mecánicos que he olvidado. Yo antes era otro, he pensado algunas veces. Pero no. Uno siempre es el mismo, y los errores solo modelan otros errores. Ejercicios simples como caminar un poco, compra una postal, escribir unas líneas y mandarlas por correo. O salir a correr los días impares, unos veinte minutos, llegar hasta Trocadero, bajar las escaleras, y subir entre paquistaníes que venden miniaturas de Torre Eiffel y parejas con móviles fotográficos. También he olvidado la pasión por las clases de español. Me solía gustar escuchar a los niños atrancarse con las erres, con los plurales, con los auxiliares, y corregirlos con el amor del profesor a sus alumnos. Pero lo he perdido. Lo perdí. No lo sé. Ahora todo se ha convertido en una repetición de ejercicios sin sentido que acaban a eso de la una de la mañana, cuando pongo el despertador de nuevo, a la misma hora, justo después de comprobar que en el pasillo no hay nadie, que sigue frío, que algún día la nieve se meterá también entre las baldosas, llegará hasta el retrete, anidará en los platos de pasta, en las tuberías que van directas a mis duchas calientes, ese terror inhóspito de ver la nieve entrar por el cuello de Morente y salir con una música congelada, desde el ordenador hasta llegar a mis oídos, a la planta junto a la puerta, que lleva muerte dos meses. Esa nieve que me atemoriza, que se ha comido cuatro meses de mi vida ya, que ha devorado las páginas de Camus, la cesta de la ropa sucia, las llamadas telefónicas a algunos amigos, y que solo ha dejado intacta una fotografía veraniega, el Romancero gitano, un correo por la mañana con el nombre de una marca de coche inventada, y un trozo de papel higiénico que  me espera en el parquet, a que la Luna se resbale a eso de las tres de la mañana.