Me gustaba
imaginarme en esa carretera, subiendo una montaña pegados al mar, mientras el
coche iba pegándose al asfalto para no salirse de las curvas. Los acantilados a
la derecha, como bocas que el vacío iba dejando a nuestro lado, llenas de
dientes que eran piedras, y saliva que era agua.
Esa fue la
primera noticia que tuve de él, tres años después de conocer ya a Marcos, en el
hueco de la puerta de la clase de francés de Madame Gill (olvidé el nombre y
solo recuerdo una cacofonía que me sale de la voz). Marcos era un tipo
peculiar. El primer día, parado en el final de los escalones, con la puerta
cerrado, no podía mirar más que las losas del suelo y la punta de mis zapatos. Llevaba
una camiseta morada con la efigie de un luchador mexicano. Luego supe que ese
luchador melancólico ganaba todas las batallas en el rin, y que más de una
noche nos habían acompañado tomando mezcal, en un rincón, en silencio.
Pronto su conversación
se hizo más habitual. Con su rostro llegaron otros más exóticos: la barba de
revolucionario de Rodrigo, la piel de angel y el gesto detenido de Laura, la
chica alemana, el lunar en medio de la cara de Matilde, los ojos de la chica
turca, atravesando la puerta, llegando tarde a la tercera clase… todos nosotros
extranjeros en una sociedad elitista y que imponía su propio lenguaje,
diferente a las normas acostumbradas de nuestros orígenes.
Por eso empezó
a aparecer también en esa visión espumosa, en la costa sudafricana, más o menos
en el límite del fin del mundo, mirando fijamente hacia el sur, que quién sabe
si es el norte del otro hemisferio, para ver si afinábamos un poco y veíamos la
Antártida. Marcos conduciendo, con unas gafas de sol que nunca le había visto,
con una espina de trigo en la boca, pasando de un lado a otro de los labios, y
algo de música parando la tarde en cada cierre de la carretera.
Quedamos a
las seis y media. Yo venía de hacer unos exámenes de traducción en los cuales había
puesto toda mi imaginación al servicio de la lengua francesa. Él me estaba
esperando en el 12 de la Rue Monge, con dos entradas en la mano. Todo fueron
preguntas, dudas, acertijos. ¿Quién sería aquel tipo al que estábamos a punto
de escuchar? ¿Qué rostro tendría la vejez, el fracaso, la oscuridad, el
anonimato de cuarenta años? Agarramos el metro y nos dirigimos hacia el Parc de
la Villete, con algo de retraso. No habíamos bebido nada de cerveza antes. Sería un concierto atípico. Su nombre
nos sonaba como el humo cuando se desvanece entre las manos, tras salir lento
de la boca. Sixto Rodriguez, el sexto hijo de un inmigrante mexicano nacido en
Detroit.
En el metro
nos íbamos acordando de ciertas escenas que la vida nos había impuesto a los
dos. El primer año en la Normale, en la fiesta de inicio de curso, cuando nos
sentamos en la oscuridad del patio interior, mientras escuchábamos caer champan
en la fuente, flotando los peces muertos, y el mundo nos parecía un gran salón de
acentos raros. Y aquella vez que el vino no me dejaba apenas caminar, y compartimos
una cama de medio cuerpo entre dos cuerpos. Esa mañana me desperté con la
camiseta de los Pumas, y Marcos me miraba como si fuera un mexicano postizo. También
recordamos a aquella tipa del sur, que en un acto de locura y pasión me plantó
un beso delante de media colonia mexicana, el día de la independencia, un 15 de
Septiembre.
Pasaban los días
por delante de nosotros a la misma velocidad que las paradas del metro se
escapaban del itinerario. Yo le hablé de su forma genuina de bailar, ya fuera
salsa, cumbia, o hasta flamenco, como demostró en una fiesta de finales de
verano en el Albayzin. Él me recordó aquella muchacha infame de ojos selváticos,
que me obligó a arrastrarme por media ciudad en busca de algo que nunca iba a
encontrar. Al final, los cuerpos mediterráneos y medio arabizados no entraban
dentro de su ideal masculino. Ella prefería más las esculturas de piedra, sin
rastros de vello por ninguna parte. Yo era un mapa de cicatrices para ella.
Llegamos puntuales
a las puertas del auditorio. Aquel viejo perdido había nacido en Detroit y allá
por los sesenta había grabado dos discos, algunos conciertos en bares de mala
muerte, cuyo único público eran las
putas y los marineros del rio, y el fracaso sonoro del silencio más absoluto. No
lo conocían ni en su barrio. Supimos luego que se había presentado varias veces
a alcalde de su distrito, y que en todas ellas había resultado derrotado. Perder
formaba parte de su vocabulario más elemental. Derrota sobre derrota, así se
construyen las leyendas, pensé, mientras le daba la entrada al portero.
Apareció con media hora de retraso. Pensábamos
que se había muerto. En los años setenta y ochenta corrieron todo tipo de
rumores acerca de su vida: unos hablaban que se había inmolado en pleno
escenario, un tiro en la cara y su sangre pasto del público entregado; otros
afirmaban que se había prendido fuego. Nadie había visto nunca a Sixto
Rodriguez, hasta que salió ese documental de producción sueca, donde esclarecía
su vida.
Medía dos
metros. Llevaba sus gafas de sol habituales, las mismas que aparecían en las fotografías
donde el Big Ben de Londres se aclaraba a lo lejos. A su lado, cogido del
brazo, le acompañaba una mujer rubia, cincuentona, que le acariciaba la palma
de las manos. Un hombre en el otro lado le ayudaba a plantar el pie en el
escenario y no caerse. Aquel hombre, que en algún tiempo remoto fue Sixto
Rodriguez, ahora era un cadáver que andaba. Supimos muy pronto, por la forma de
no tocar la guitarra, que se había quedado ciego. La voz a penas le salía del
cuerpo, y le costaba trabajo sacar de su garganta la voz, grave y directa, como
la de sus dos discos de los sesenta.
Pero no podía
dejar de expresar una sonrisa en sus labios de persona desaparecida. Tocó Crucify
Your Mind, y a mí me pareció estar en Johannesburgo, en aquel macro concierto
que dio, entre las sombras, y que fue el símbolo contra el Apartheid. Su actuación
duró hora y media. No hubo rencor en sus ojos ni en su voz, por tantos años de
olvido. Se despidió con Like a Rolling Stone, de Bob Dylan, su alter ego
triunfador, y desapareció de los brazos de varias personas, sin poder apenas
caminar, habiendo vencido de nuevo a la muerte y a su leyenda.
Los focos se
fueron apagando. Marcos y yo salimos con la certeza de haber llegado tarde a no
sé qué parada, a no se sabe bien qué cita. Nos fuimos a cenar a la crepería argentina
con la sensación de haberle robado la vida a alguien, sin mirarnos, como en una
carretera en la que nunca íbamos a estar.
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