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martes, 14 de mayo de 2013

Duodécimo escalón




Mi vecino es un ser extraordinario. Digo mi vecino, porque dentro de la soledad hay estratos, y no es lo mismo estar solo con uno mismo, que estar solo rodeado de voces.
Atrás quedaron los días en los que me afanaba por escuchar cualquier rastro de vida, al otro la de la pared, de aquella muchacha iraní que tenía el silencio como modelo de vida y la discreción de sus amantes era tal que nunca vi un hombre llegar hasta las cimas del sexto piso de Cimarosa. Sin embargo, de aquellos ojos persas sólo queda el felpudo y una puerta cerrada en polvo.
Ahora las cosas han cambiado. A mediados de Enero, en pleno invierno y como los médicos del siglo XIX en los pueblos rurales de Castilla, llegó mi nuevo vecino a ocupar su cuarto. Aquello me puso contento desde el inicio. Por fin podría compartir mi triste pasillo con alguien, escuchar los pasos acercarse hacia la ventana que da al Sacre-Coeur, sentir el crujido de la madera a la altura del quinto piso. Por fin podría comprobar, también en mi soledad, que seguía respirando, que uno sabe que está vivo cuando se escucha su voz, y que al fin del cabo, no todos los humanos muerden y algunos hasta sonríen.


Las primeras conversaciones fueron un poco duras. Aquel hombre medía casi dos metros, y cada vez que lo veía, en la oscuridad del pasillo, parecía que había crecido un palmo. Siempre llevaba unos pantalones cortos de jugador de baloncesto, por debajo de la rodilla, y cuando se acercaba, su rostro aparecía con un peculiar muestrario de pecas.
Mi primera impresión fue una mezcla de alivio e inquietud. Quizá fuera un futuro amigo con el que compartir cerveza no muy lejos de aquí, en el bar de la esquina, a ocho euros la caña, o con el que ir al cine los domingos por la tarde, cuando ya la semana ha echado el resto y solamente queda la autocomplacencia. Pero no. Aquel ser extraordinario era también una persona tremendamente tímida, embargada por un tartamudeo que acentuaba mis dificultades para entender el francés. Los primeros meses fueron un fracaso en cuanto a relaciones internacionales por esta zona del pasillo en Cimarosa. Yo salía, le decía buenos días, y el contestaba levantando los ojos, como agradeciendo mi saludo.
Pero el silencio se me hizo insoportable al poco. Escuchar los pasos de un desconocido de dos metros, durmiendo a apenas unas baldosas de mi insomnio ventanero, se convertía en una especie de pesadilla. Me despertaba a eso de las dos de la mañana, encendía la radio e iba directo a ese momento de intimidad que tiene la noche con sus figuras: el cuarto de baño. Pero no caí en la cuenta hasta bien tarde que aquel baño ya no era solamente mío. Era un baño compartido. Y allí lo encontraba siempre, a las dos de la noche, a las tres de la tarde, a las ocho de la mañana, antes de acudir a la oficina. Allí estaba siempre, ocupando el trono del desahogo, leyendo quizá a los simbolistas franceses mientras esperaba una relajación suprema de su esfínter. Y yo mientras esperaba, furtivo, como un cazador sin noche, sentado en el pasillo, con el papel higiénico en una mano, y en la otra un libro cualquiera a prueba de esperas.  
( Noche de radio. Estrellita Gómez)

Aquello parecía un extraño ritual, una venganza, una maldición. Una guerra fría que duraba meses y meses. Hasta que yo decidí sacar mi ejército y poner las cartas sobre la mesa. Cada vez que el baño estaba ocupado yo corría a mi habitación y ponía música bien fuerte, hasta que lograba sacarlo de allí, con todo tipo de géneros musicales.
A las semanas yo ya no era capaz de saber la cantidad de palos flamencos que había tenido que escuchar este ser extraordinario que es mi vecino. De Camarón a Morente. Del Cigala hasta las versiones más tradicionales de Marifé de Triana. Soleás, bulerías, tangos, zambras. Toda la sangre del flamenco de mi tierra corría por el pasillo, a toda hostia y acuchillando la puerta del baño como sólo el cante hondo desgarra la garganta. Y entonces abría la puerta, y me saludaba con su gesto de ojos, y dejaba un aroma exótico y pesado en el ambiente, y yo me acordaba del tema de Antonio Mejías, que se llama Ando pero no respiro, y utilizaba el libro de turno para taponar mis fosas nasales.

Hasta que un día mi instinto corrió más rápido que su vientre. Salí al pasillo, abrí la puerta como si fuera un pistolero. Estaba vacía. Tenía mi libro dispuesto, encima de las rodillas, tranquilo, en la paz de los azulejos y de la cerámica. Y de repente lo escuché. Ya no sonaba flamenco, pero era un grito que podía competir con cualquier cantante jondo en plena faena. Era una voz muy aguda y salía desde el otro lado del pasillo, en la habitación de aquel ser extraordinario que era mi vecino. Una voz que se hacía cada vez más intensa. Yo puse la oreja pegada a la puerta, hasta que pude reconocer la forma, la textura, y hasta la densidad de esa voz. Se trataba de una mujer que estaba siendo fustigada por las fuerzas del amor. Pude ver durante los dos minutos (quizá dos minutos que pudieron ser tres tardes de invierno) como el inicio de fingimiento se convertía en una bola que llegaba hasta el estómago, y que se transformaba en caudales y caudales de gritos pequeños, más sinceros que los iniciales, hasta desembocar en un único grito, mezcla del corrimiento de tierras y de aguas bravas.
Salí del baño traumatizado, ahondando mi sensación de soledad. En mi casa el flamenco seguía sonando. Me tumbé en la cama, derrotado. Había ganado la posición del baño pero había entrado en un terreno donde se compaginaba la envidia, la rabia, y un poco el asco.
Los días siguientes intenté no entrar en el baño, y siempre hacía mis necesidades en la universidad, en la oficina, o en la calle. Intenté no cruzarme con mi vecino. Ese ser encantador que me devolvía todos los palos del flamenco con un gerundio universal: follando como si no hubiera un mañana.

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