Mi vecino es un ser extraordinario. Digo
mi vecino, porque dentro de la soledad hay estratos, y no es lo mismo estar
solo con uno mismo, que estar solo rodeado de voces.
Atrás quedaron los días en los que me afanaba
por escuchar cualquier rastro de vida, al otro la de la pared, de aquella
muchacha iraní que tenía el silencio como modelo de vida y la discreción de sus
amantes era tal que nunca vi un hombre llegar hasta las cimas del sexto piso de
Cimarosa. Sin embargo, de aquellos ojos persas sólo queda el felpudo y una
puerta cerrada en polvo.
Ahora las cosas han cambiado. A mediados
de Enero, en pleno invierno y como los médicos del siglo XIX en los pueblos
rurales de Castilla, llegó mi nuevo vecino a ocupar su cuarto. Aquello me puso
contento desde el inicio. Por fin podría compartir mi triste pasillo con
alguien, escuchar los pasos acercarse hacia la ventana que da al Sacre-Coeur,
sentir el crujido de la madera a la altura del quinto piso. Por fin podría
comprobar, también en mi soledad, que seguía respirando, que uno sabe que está
vivo cuando se escucha su voz, y que al fin del cabo, no todos los humanos
muerden y algunos hasta sonríen.
Las primeras conversaciones fueron un
poco duras. Aquel hombre medía casi dos metros, y cada vez que lo veía, en la
oscuridad del pasillo, parecía que había crecido un palmo. Siempre llevaba unos
pantalones cortos de jugador de baloncesto, por debajo de la rodilla, y cuando
se acercaba, su rostro aparecía con un peculiar muestrario de pecas.
Mi primera impresión fue una mezcla de
alivio e inquietud. Quizá fuera un futuro amigo con el que compartir cerveza no
muy lejos de aquí, en el bar de la esquina, a ocho euros la caña, o con el que
ir al cine los domingos por la tarde, cuando ya la semana ha echado el resto y
solamente queda la autocomplacencia. Pero no. Aquel ser extraordinario era
también una persona tremendamente tímida, embargada por un tartamudeo que
acentuaba mis dificultades para entender el francés. Los primeros meses fueron
un fracaso en cuanto a relaciones internacionales por esta zona del pasillo en
Cimarosa. Yo salía, le decía buenos días, y el contestaba levantando los ojos,
como agradeciendo mi saludo.
Pero el silencio se me hizo insoportable
al poco. Escuchar los pasos de un desconocido de dos metros, durmiendo a apenas
unas baldosas de mi insomnio ventanero, se convertía en una especie de
pesadilla. Me despertaba a eso de las dos de la mañana, encendía la radio e iba
directo a ese momento de intimidad que tiene la noche con sus figuras: el
cuarto de baño. Pero no caí en la cuenta hasta bien tarde que aquel baño ya no
era solamente mío. Era un baño compartido. Y allí lo encontraba siempre, a las
dos de la noche, a las tres de la tarde, a las ocho de la mañana, antes de
acudir a la oficina. Allí estaba siempre, ocupando el trono del desahogo,
leyendo quizá a los simbolistas franceses mientras esperaba una relajación
suprema de su esfínter. Y yo mientras esperaba, furtivo, como un cazador sin
noche, sentado en el pasillo, con el papel higiénico en una mano, y en la otra
un libro cualquiera a prueba de esperas.
( Noche de radio. Estrellita Gómez)
Aquello parecía un extraño ritual, una venganza,
una maldición. Una guerra fría que duraba meses y meses. Hasta que yo decidí
sacar mi ejército y poner las cartas sobre la mesa. Cada vez que el baño estaba
ocupado yo corría a mi habitación y ponía música bien fuerte, hasta que lograba
sacarlo de allí, con todo tipo de géneros musicales.
A las semanas yo ya no era capaz de
saber la cantidad de palos flamencos que había tenido que escuchar este ser
extraordinario que es mi vecino. De Camarón a Morente. Del Cigala hasta las
versiones más tradicionales de Marifé de Triana. Soleás, bulerías, tangos,
zambras. Toda la sangre del flamenco de mi tierra corría por el pasillo, a toda
hostia y acuchillando la puerta del baño como sólo el cante hondo desgarra la
garganta. Y entonces abría la puerta, y me saludaba con su gesto de ojos, y
dejaba un aroma exótico y pesado en el ambiente, y yo me acordaba del tema de
Antonio Mejías, que se llama Ando pero no
respiro, y utilizaba el libro de turno para taponar mis fosas nasales.
Hasta que un día mi instinto corrió más
rápido que su vientre. Salí al pasillo, abrí la puerta como si fuera un
pistolero. Estaba vacía. Tenía mi libro dispuesto, encima de las rodillas,
tranquilo, en la paz de los azulejos y de la cerámica. Y de repente lo escuché.
Ya no sonaba flamenco, pero era un grito que podía competir con cualquier
cantante jondo en plena faena. Era una voz muy aguda y salía desde el otro lado
del pasillo, en la habitación de aquel ser extraordinario que era mi vecino. Una
voz que se hacía cada vez más intensa. Yo puse la oreja pegada a la puerta,
hasta que pude reconocer la forma, la textura, y hasta la densidad de esa voz. Se
trataba de una mujer que estaba siendo fustigada por las fuerzas del amor. Pude
ver durante los dos minutos (quizá dos minutos que pudieron ser tres tardes de
invierno) como el inicio de fingimiento se convertía en una bola que llegaba
hasta el estómago, y que se transformaba en caudales y caudales de gritos
pequeños, más sinceros que los iniciales, hasta desembocar en un único grito,
mezcla del corrimiento de tierras y de aguas bravas.
Salí del baño traumatizado, ahondando mi
sensación de soledad. En mi casa el flamenco seguía sonando. Me tumbé en la
cama, derrotado. Había ganado la posición del baño pero había entrado en un
terreno donde se compaginaba la envidia, la rabia, y un poco el asco.
Los días siguientes intenté no entrar en
el baño, y siempre hacía mis necesidades en la universidad, en la oficina, o en
la calle. Intenté no cruzarme con mi vecino. Ese ser encantador que me devolvía
todos los palos del flamenco con un gerundio universal: follando como si no
hubiera un mañana.
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