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sábado, 18 de mayo de 2013

Historias del flamenco en París



Micenas era en aquel tiempo un fortín de piedras donde los cíclopes se acostaban a la sombra de las murallas y las muchachas salían de las playas con los pies bañados en arena. Ocurría cada dos o tres años. Los habitantes se reunían en procesión y lloraban la pérdida de Perséfone. Años atrás, había sido secuestrada por Hades. La hija de Deméter, de una belleza gitana, caminaba por los campos con las cosechas recién recogidas, y aquel dios de las sombras se prendó de ella. Una mirada bastó. Nadie en la zona volvió a ver a Perséfone y se la llevó con él, más allá de los pastos, donde solo crece la ceniza. Los campos se abandonaron. La tierra se llenó de cal y nada crecía, más que  matojos y culebras retorcidas.
Meses después, Deméter pudo ver a su hija. Perséfone tenía oscura la piel y andaba comiendo por las esquinas granadas. Hades le había dejado esa fruta en un cesto. La granada, ese cuerpo de mujer de heridas dulces y amoratadas. La fruta de los muertos. Perséfone volvió con su madre durante un tiempo, en el cual los campos recobraron sus colores y la cal retrocedió a los minerales. Pasados unos meses, Perséfone acudía a la llamada de la oscuridad, y se encerraba dentro de la tierra. Así nacieron las estaciones del año. Así la tierra moría y volvía a la vida, con un paso constante. Fue entonces cuando el ser humano conoció la tragedia.
Y la procesión de los habitantes recordaba aquellos días en los que la gitana Perséfone se fue del mundo y la ciudad quedaba llorando durante seis meses, en el invierno de sus días. Llevaban antorchas y cantaban. Pero sus voces eran suplicios. Sus gargantas eran quejidos. Gritos que se formaban en palabras inacabadas. Mil no sé cuántos años antes de llenar de cruces el mundo. En una pequeña ciudad de Micenas, cada cierto tiempo, los habitantes recordaban el inicio de la tragedia, una muchacha que se moría cada seis meses.


Pero el tiempo tiene el rencor de los buitres y de aquellas ciudades quedaron solamente piedra sobre piedra. Los habitantes griegos abandonaron las procesiones y sus misterios. Se perdió la memoria de la tragedia y  los quejidos fueron sepultados. Sin embargo, la sangre corre por el Mediterráneo, y los quejidos se propagaron más rápidos que los siglos, navegando hacia el oeste, a las puertas de las columnas de Hércules. Fue entonces cuando llegaron a Cádiz.
Pensaba todo esto mientras esperaba a que empezara el concierto. Una sala con capacidad para más de dos mil personas. La gente se estaba impacientando. A mí me venían imágenes de García Lorca, que explicaba que una guitarra eran seis doncellas que bailaban en una encrucijada, y como el flamenco había pasado a ser para mí, de un sonido incomprensible y monótono, a un canto espiritual que se metía en tu cuerpo y te encontraba de pronto con tus muertos y tus vivos. Después llegó un viejo disco, La leyenda del tiempo, y canciones que hablaban de muchachas de Cádiz y de sultanas que arrebataban el corazón a ricos y poderosos emires. Creo que fue en París, hace dos años, cuando descubrí que el flamenco ya me había atrapado, y que no era algo tan sencillo como una música tradicional, sino una manera de entender la vida.
Salió al escenario José Mercé. Los focos apenas iluminaban su imagen. Casi dos metros, vestido de negro, con la camisa blanca y abierta por el pecho. El pelo como una nube gris sobre su cabeza. Y empezó a cantar. Y volví a ver ese grito degollado de aquella visión de Grecia. Esa voz despertaba las esencias que habían sido sepultadas milenios atrás. El canto era un rito que se volvía a repetir cada vez que el cantaor abría la boca. Mercé se puso de pie. Parecía que el pecho le iba a reventar. Se hinchaba y aparecía ese grito degollado. Ese quejío eterno. Aquello era una lucha entre la vida y la muerte. La representación del cantaor que intenta esquivar a la muerte. Que coge puñados de tierra con la boca y los esparce en la cara de Perséfone, raptada por la muerte. Entendí que en cierto momento la canción se apoderaba del cantaor, y que este ya no era capaz de controlar su voz ni sus movimientos. Las rosas y las camelias no se pueden comparar, decía al final del canto, y las últimas palabras se transformaban en un grito que llevaba mucho de desesperación y de llanto. Ilegibles, Mercé se levantó y echó las manos hacia arriba, saliendo del escenario, desapareciendo, y el público enloqueció. Quedó solo el guitarrista entre aplausos, hasta que las luces se apagaron del todo.


El segundo concierto era de Farruquito. Estuvimos esperando cerca de cincuenta minutos. La gente empezaba a impacientarse, hasta que un señor salió al escenario diciendo que por decisión del artista, Farruquito suspendía su actuación. Nunca lo había visto en directo, pero algunos videos me bastaron para comprobar que hablábamos de uno de los mejores bailaores de la actualidad. Su cuerpo se estiraba y se retorcía como un relámpago: rápido, intenso, luminoso, y dejaba después ese silencio que viene después de la tormenta. La gente estaba indignada. Muchos me dijeron que no entendían como mi conciencia me había permitido ir a ver un concierto de alguien que asesinó a un hombre y que burló la justicia. Sobre la conciencia se podrían decir muchas cosas, pero correríamos el riesgo de caer en la estupidez más sentida y en la extrema hipocresía. Yo pagué para ver ese drama en el que el hombre patalea la tierra e intenta escapar de ella. El hombre desnudo que escapa de la tragedia, y que está envuelto en ella para seguir respirando. Y aunque el rostro de ese hombre esté envuelto en el asesinato y en la vergüenza suprema, prefiero perder un poco de conciencia y ser testigo de su baile. Dicho lo cual, abandonamos el auditorio con la sensación de que nos perdíamos algo muy grande, y con la seguridad de que algunos artistas se creen gigantes eternos, sin llegar a comprender que sin su público, no son más que arcilla. Y la arcilla sin fuego no es nada. Y el fuego, son los aplausos de su público.
Y llegó el viernes. El auditorio estaba abarrotado. Yo me coloqué en la segunda fila, y observé que justo delante de mí, se situaba un hombre bajo que llevaba un elegante traje negro. El destino es atrevido y quiso que mi compañero de asiento fuera la misma persona que el día anterior me hizo maldecirlo en todos los idiomas. Farruquito se sentó como si fuera un fantasma, transparente. Estuve a punto de decirle algo. Lo miré a la cara. Sospecho que él adivino mis intenciones y se dio la vuelta a toda prisa. Yo me mordí la lengua. Todo sea por el bien del flamenco, pensé.


Y apareció en el escenario Estrella Morente, el motivo por el cual yo había venido hasta el Parc de la Villete. Llevaba un traje negro que le dejaba una cola que arrastraba por todo el escenario. Cantó la primera canción en la oscuridad del escenario. La gente se esforzaba por encontrar su silueta en el escenario, pero entre las sombras solo se distinguían las manos del guitarrista, como retorciendo el instrumento hasta hacerlo llorar.
La siguiente hora y media quizá fue de las experiencias más intensas de mi vida. Los focos se encendieron e iluminaron tenuemente su rostro.  Aquellos ojos andaluces que me llevaban directamente a  mis cinco años de Granada, sus calles, sus noches llenas de vino y de farolas. Fue una hora y media de algo más que música. Fue San Juan de la Cruz y la caza de sus versos perfectos. Fue una guitarra que se estremecía por bulerías y que se deslizaba sutilmente entre el Adagio de Albinoni. Fueron treinta segundos de grito profundo antes de lanzarse al escenario para bailar, con un abanico que acabó partido en dos en el suelo. Fueron tres palmeros que contaban a tono historias de moros que amaban a sus doncellas, perdidas en la conquista de Granada. Y Estrella Morente bajó del escenario. Dejó el micrófono a un lado y empezó a cantar al público. Se acercó a las primeras filas. Farruquito acompañaba con un olé en cada quiebro de la voz. El auditorio estaba en el silencio más impresionante que he visto en muchos años. Y la voz de Estrella llegaba hasta el final. Apenas la tenía a dos metros. Sus ojos cada vez más grandes. Yo era no era más que esa masa de público anónimo que escuchaba emocionado. Pero empezó a cantar despacio, con voz baja, y aquello me sonó como un susurro en mi oído, como una conversación privada entre los dos. Y vi entonces a los míos, en la soledad de mí butaca, a la niña de diecisiete años que no le gusta el flamenco, y supe que si yo esa noche estaba allí, al borde de las lágrimas, era por un cúmulo de circunstancias, por siglos de árabes, por manuales universitarios en granada, por corridas de toros nunca vistas, por batallas de amor entre amantes que se han suicidado, por madres que esperan a sus hijos, por la niña que huye del flamenco, y por una procesión que se inició hace tres mil quinientos años en Grecia, y que escapó por el Mediterráneo para llegar hasta mis oídos en aquel instante recogido en esos ojos granadinos.


Recuerdo que tal vez pude derramar alguna lágrima. Cantó para acabar una canción de su padre, llamada Estrella, y la gente se puso de pie, mientras ella desaparecía entre toques de guitarras y palmas. Y comprendí que todos los caminos me había llevado hasta Enrique Morente, hasta aquel día de Diciembre de hace dos años en el que me desperté en París y escuché que acaba de morir. Y a los días vi a Granada salir a la calle, en procesión, para dar el último adiós al maestro. Sin antorchas, pero con muchos gemidos. Muchos gemidos que se hacían al final gemíos, y que me traían hasta el corazón directo de una cultura que no solamente es un cante, que no solo es música, sino una espada contra la muerte. Mi vida, mis muertos. El dulce dolor de estar condenado.   
   

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