Micenas era en aquel tiempo un fortín de
piedras donde los cíclopes se acostaban a la sombra de las murallas y las
muchachas salían de las playas con los pies bañados en arena. Ocurría cada dos
o tres años. Los habitantes se reunían en procesión y lloraban la pérdida de
Perséfone. Años atrás, había sido secuestrada por Hades. La hija de Deméter, de
una belleza gitana, caminaba por los campos con las cosechas recién recogidas,
y aquel dios de las sombras se prendó de ella. Una mirada bastó. Nadie en la zona
volvió a ver a Perséfone y se la llevó con él, más allá de los pastos, donde
solo crece la ceniza. Los campos se abandonaron. La tierra se llenó de cal y
nada crecía, más que matojos y culebras
retorcidas.
Meses después, Deméter pudo ver a su
hija. Perséfone tenía oscura la piel y andaba comiendo por las esquinas
granadas. Hades le había dejado esa fruta en un cesto. La granada, ese cuerpo
de mujer de heridas dulces y amoratadas. La fruta de los muertos. Perséfone
volvió con su madre durante un tiempo, en el cual los campos recobraron sus colores
y la cal retrocedió a los minerales. Pasados unos meses, Perséfone acudía a la
llamada de la oscuridad, y se encerraba dentro de la tierra. Así nacieron las
estaciones del año. Así la tierra moría y volvía a la vida, con un paso
constante. Fue entonces cuando el ser humano conoció la tragedia.
Y la procesión de los habitantes
recordaba aquellos días en los que la gitana Perséfone se fue del mundo y la
ciudad quedaba llorando durante seis meses, en el invierno de sus días. Llevaban
antorchas y cantaban. Pero sus voces eran suplicios. Sus gargantas eran
quejidos. Gritos que se formaban en palabras inacabadas. Mil no sé cuántos años
antes de llenar de cruces el mundo. En una pequeña ciudad de Micenas, cada cierto
tiempo, los habitantes recordaban el inicio de la tragedia, una muchacha que se
moría cada seis meses.
Pero el tiempo tiene el rencor de los
buitres y de aquellas ciudades quedaron solamente piedra sobre piedra. Los habitantes
griegos abandonaron las procesiones y sus misterios. Se perdió la memoria de la
tragedia y los quejidos fueron
sepultados. Sin embargo, la sangre corre por el Mediterráneo, y los quejidos se
propagaron más rápidos que los siglos, navegando hacia el oeste, a las puertas
de las columnas de Hércules. Fue entonces cuando llegaron a Cádiz.
Pensaba todo esto mientras esperaba a
que empezara el concierto. Una sala con capacidad para más de dos mil personas.
La gente se estaba impacientando. A mí me venían imágenes de García Lorca, que
explicaba que una guitarra eran seis doncellas que bailaban en una encrucijada,
y como el flamenco había pasado a ser para mí, de un sonido incomprensible y
monótono, a un canto espiritual que se metía en tu cuerpo y te encontraba de
pronto con tus muertos y tus vivos. Después llegó un viejo disco, La leyenda del tiempo, y canciones que
hablaban de muchachas de Cádiz y de sultanas que arrebataban el corazón a ricos
y poderosos emires. Creo que fue en París, hace dos años, cuando descubrí que
el flamenco ya me había atrapado, y que no era algo tan sencillo como una
música tradicional, sino una manera de entender la vida.
Salió al escenario José Mercé. Los focos
apenas iluminaban su imagen. Casi dos metros, vestido de negro, con la camisa
blanca y abierta por el pecho. El pelo como una nube gris sobre su cabeza. Y empezó
a cantar. Y volví a ver ese grito degollado de aquella visión de Grecia. Esa voz
despertaba las esencias que habían sido sepultadas milenios atrás. El canto era
un rito que se volvía a repetir cada vez que el cantaor abría la boca. Mercé se
puso de pie. Parecía que el pecho le iba a reventar. Se hinchaba y aparecía ese
grito degollado. Ese quejío eterno. Aquello era una lucha entre la vida y la
muerte. La representación del cantaor que intenta esquivar a la muerte. Que
coge puñados de tierra con la boca y los esparce en la cara de Perséfone,
raptada por la muerte. Entendí que en cierto momento la canción se apoderaba
del cantaor, y que este ya no era capaz de controlar su voz ni sus movimientos.
Las rosas y las camelias no se pueden
comparar, decía al final del canto, y las últimas palabras se transformaban
en un grito que llevaba mucho de desesperación y de llanto. Ilegibles, Mercé se
levantó y echó las manos hacia arriba, saliendo del escenario, desapareciendo,
y el público enloqueció. Quedó solo el guitarrista entre aplausos, hasta que
las luces se apagaron del todo.
El segundo concierto era de Farruquito. Estuvimos
esperando cerca de cincuenta minutos. La gente empezaba a impacientarse, hasta
que un señor salió al escenario diciendo que por decisión del artista,
Farruquito suspendía su actuación. Nunca lo había visto en directo, pero
algunos videos me bastaron para comprobar que hablábamos de uno de los mejores
bailaores de la actualidad. Su cuerpo se estiraba y se retorcía como un
relámpago: rápido, intenso, luminoso, y dejaba después ese silencio que viene
después de la tormenta. La gente estaba indignada. Muchos me dijeron que no
entendían como mi conciencia me había permitido ir a ver un concierto de alguien
que asesinó a un hombre y que burló la justicia. Sobre la conciencia se podrían
decir muchas cosas, pero correríamos el riesgo de caer en la estupidez más
sentida y en la extrema hipocresía. Yo pagué para ver ese drama en el que el
hombre patalea la tierra e intenta escapar de ella. El hombre desnudo que
escapa de la tragedia, y que está envuelto en ella para seguir respirando. Y aunque
el rostro de ese hombre esté envuelto en el asesinato y en la vergüenza suprema,
prefiero perder un poco de conciencia y ser testigo de su baile. Dicho lo cual,
abandonamos el auditorio con la sensación de que nos perdíamos algo muy grande,
y con la seguridad de que algunos artistas se creen gigantes eternos, sin
llegar a comprender que sin su público, no son más que arcilla. Y la arcilla
sin fuego no es nada. Y el fuego, son los aplausos de su público.
Y llegó el viernes. El auditorio estaba abarrotado.
Yo me coloqué en la segunda fila, y observé que justo delante de mí, se situaba
un hombre bajo que llevaba un elegante traje negro. El destino es atrevido y
quiso que mi compañero de asiento fuera la misma persona que el día anterior me
hizo maldecirlo en todos los idiomas. Farruquito se sentó como si fuera un
fantasma, transparente. Estuve a punto de decirle algo. Lo miré a la cara.
Sospecho que él adivino mis intenciones y se dio la vuelta a toda prisa. Yo me
mordí la lengua. Todo sea por el bien del flamenco, pensé.
Y apareció en el escenario Estrella
Morente, el motivo por el cual yo había venido hasta el Parc de la Villete. Llevaba
un traje negro que le dejaba una cola que arrastraba por todo el escenario. Cantó
la primera canción en la oscuridad del escenario. La gente se esforzaba por encontrar
su silueta en el escenario, pero entre las sombras solo se distinguían las
manos del guitarrista, como retorciendo el instrumento hasta hacerlo llorar.
La siguiente hora y media quizá fue de
las experiencias más intensas de mi vida. Los focos se encendieron e iluminaron
tenuemente su rostro. Aquellos ojos
andaluces que me llevaban directamente a mis cinco años de Granada, sus calles, sus
noches llenas de vino y de farolas. Fue una hora y media de algo más que
música. Fue San Juan de la Cruz y la caza de sus versos perfectos. Fue una
guitarra que se estremecía por bulerías y que se deslizaba sutilmente entre el
Adagio de Albinoni. Fueron treinta segundos de grito profundo antes de lanzarse
al escenario para bailar, con un abanico que acabó partido en dos en el suelo.
Fueron tres palmeros que contaban a tono historias de moros que amaban a sus
doncellas, perdidas en la conquista de Granada. Y Estrella Morente bajó del
escenario. Dejó el micrófono a un lado y empezó a cantar al público. Se acercó
a las primeras filas. Farruquito acompañaba con un olé en cada quiebro de la voz. El auditorio estaba en el silencio más
impresionante que he visto en muchos años. Y la voz de Estrella llegaba hasta
el final. Apenas la tenía a dos metros. Sus ojos cada vez más grandes. Yo era
no era más que esa masa de público anónimo que escuchaba emocionado. Pero empezó
a cantar despacio, con voz baja, y aquello me sonó como un susurro en mi oído,
como una conversación privada entre los dos. Y vi entonces a los míos, en la
soledad de mí butaca, a la niña de diecisiete años que no le gusta el flamenco,
y supe que si yo esa noche estaba allí, al borde de las lágrimas, era por un
cúmulo de circunstancias, por siglos de árabes, por manuales universitarios en
granada, por corridas de toros nunca vistas, por batallas de amor entre amantes
que se han suicidado, por madres que esperan a sus hijos, por la niña que huye
del flamenco, y por una procesión que se inició hace tres mil quinientos años
en Grecia, y que escapó por el Mediterráneo para llegar hasta mis oídos en
aquel instante recogido en esos ojos granadinos.
Recuerdo que tal vez pude derramar
alguna lágrima. Cantó para acabar una canción de su padre, llamada Estrella, y la gente se puso de pie,
mientras ella desaparecía entre toques de guitarras y palmas. Y comprendí que
todos los caminos me había llevado hasta Enrique Morente, hasta aquel día de Diciembre
de hace dos años en el que me desperté en París y escuché que acaba de morir. Y
a los días vi a Granada salir a la calle, en procesión, para dar el último adiós
al maestro. Sin antorchas, pero con muchos gemidos. Muchos gemidos que se
hacían al final gemíos, y que me traían hasta el corazón directo de una cultura
que no solamente es un cante, que no solo es música, sino una espada contra la
muerte. Mi vida, mis muertos. El dulce dolor de estar condenado.
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