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martes, 28 de mayo de 2013

XIII Escalón



Me hizo recordar aquella escena, allá en la Edad Media, en la que los cruzados atravesaban los campos y las fronteras con los estandartes bien altos, apoyados en un hombro, y la tela se espolvoreaba en el aire, mientras la forma hacia que un león rugiera, o que un dragón escupiera fuego por la boca. Toda aquella gente iba uniformada: camisetas amarillas con lemas políticos, calle abajo, haciendo un rumor de pasos de batalla que nos inquietaba. Ya no se oían ni las bocinas de los coches, que tomaban la rotonda de Victor Hugo con sumo cuidado, como si fueran a encontrarse carros de combate al torcer la esquina.
Aquello no era un domingo cualquiera. Seba y yo nos habíamos despertado tarde y cumplíamos los trámites propios de una mañana en un barrio parisino donde todo estaba cerrado: paseábamos sin rumbo hasta que las calles eligieran nuestro destino, observábamos el cielo que se ponía turbio (esa amenaza de nubarrones primaverales), contábamos el número exacto de chicas a las que invitaríamos a cenar, simples rostros anónimos que paseaban por la calle, de la mano de un maromo o sujetando a un caniche.
Hasta que nos sentamos en un banco, enfrente de un restaurante de lujo, como si fuéramos polizones de un barco donde toda la tripulación vestía de seda, y nosotros, con un saco de patatas tapándonos las partes nobles. Y fue cuando vimos aquellas grandes masas de gente con banderas, de todos los departamentos de Francia: dragones, grifos, espadachines, ángeles voladores con cabellos negros,  flores de loto, espadas retorcidas. Y la gente cantaba una canción que a mí me sonaba a misa, y a Seba le sonaba a rancio. Dos chicas, vestidas al estilo indignado vaticano, asesoraban a la gente dónde comenzaba la manifestación que estaba a punto de producirse por aquella zona.

Nosotros hasta el momento pensábamos que se trataba de un desfile militar, o a lo sumo, de un partido de futbol medievalizado. Pero una de las chicas se acercó hasta nosotros y nos comentó que se trataba de una manifestación contra el matrimonio homosexual. Seba y yo esbozamos una sonrisa, poniendo freno a un gran derroche de pasión burlesca de nuestra parte. La chica se recogía el pelo hacia atrás e intentaba explicarnos, de forma muy apasionada, las consecuencias funestas que tendría sobre la población la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. De la adopción ya no nos quiso ni hablar, y se tapaba los ojos con las manos, y lanzaba un maullido de desesperación, como si fuera un gato acorralado. Se veía que lo estaba pasando mal la pobre.
Nos invitó a ir con ella a la manifestación. Seba y yo, dos extranjeros en Paris, en una ciudad que constantemente nos recordaba nuestra condición de exiliados voluntarios (si la voluntariedad consiste en emigrar para tener algo de futuro digno; movilidad exterior, incultos), sin nada abierto para poder comprar una cerveza caliente, tentados por el buen ángel de la guarda a protestar contra esa forma de amar satánica e incoherente. Nos miramos y no supimos que decirle a la pobre misionera de almas perdidas. Ella nos preguntó qué de donde éramos, y adivinó al poco, el águila, que veníamos de España, ese país ultra católico donde los santos toman las calles todos los fines de semana. La chica se sintió en un terreno amigo, pero vio en nuestros ojos algo maligno.
En efecto, empecé diciendo yo, en España el matrimonio homosexual es legal desde el 3 de Julio de 2005, y la adopción también, y de momento, no ha habido ningún caso de niños con bicefalia, trastornos del sueño a causa de abusos sexuales, caída del cabello a causa de un cáncer provocado por el hecho de tener dos padres, o dos madres. Y tampoco hay, continué diciendo, una escisión del estado, ni las cornetas del apocalipsis se han pronunciado, ni la tierra se ha rajado en cuatro partes, ni nos han invadido ejércitos tenebrosos, ni a ningún español le ha salido cuernos en la frente por el hecho de legalizar este tipo de unión.  


La chica empalideció. Ahora sí que parecía un auténtico ángel bajado directamente desde el lugar más elevado del cielo. Se echó hacia atrás, convulsa aún por mis palabras. Miró hacia alguna parte, buscando una mirada cómplice, algún otro cruzado que le ayudara en esta afrenta de infieles. Antes de que escapara, le hablé en cambio de los otros pecados que debía soportar España. Le conté con calma, con una sonrisa que se escapaba entre mis dientes, de un mausoleo muy bonito, perdido en medio de la sierra madrileña, donde estaba enterrado un señor muy bajo. Ella pareció no entender, pero le dije que en mi país, los dictadores están enterrados en iglesias, bajo un cristo crucificados y flores siempre frescas que huelen a incienso recién puesto. Le hablé de que la Iglesia Católica en España nunca se había manifestado contra temas de primer orden, como la pobreza, el abuso a menores, la violencia de género, que ellos consideran violencia doméstica, el abuso que se lleva a cabo contra los trabajadores, el paro juvenil, las diferentes guerras en las que ha estado envuelto el estado en los últimos diez años. La miré directamente a los ojos y le dije que yo había visto todo eso. Yo, le dije, que he visto como se reconstruía antes una iglesia que dar dinero a los afectados por un terremoto, que no tenían donde caerse muertos, yo, que había visto como atentaban contra la educación pública y nos imponían la religión católica al mismo nivel que la lengua o las matemáticas, enmascarándola en ciertas asignaturas llamadas Valores. Yo, que he visto beatificar a miles de curas asesinados durante la guerra civil pero sin embargo, hay centeneras de miles de maestros, funcionarios, campesinos, políticos, enterrados en fosas comunes vaya usted a saber dónde. Yo he visto todo eso, preciosidad, le dije, mientras ella me miraba aterrorizada, pensando que era el anticristo convertido en un español con resaca.


Seba y yo nos levantamos y nos fuimos. La calle estaba llena de familias, niños pequeños que jugaban con sus banderitas. Padres de familia responsables, madres educadas con peinados de moda. Sacerdotes por todas partes, que sonreían y daban consejos sobre la marcha. Un domingo en su máxima expresión, pensamos Seba y yo. Reflexionamos que era curioso que la manifestación se produjera en el barrio más caro de París, donde las rentas eran más altas, donde un simple café se pagaba a cinco euros. Intentamos imaginarnos la misma manifestación en Belleville, o en Barbes, y no nos salía una imagen real en la cabeza. Aquella gente de los arrabales de París tenía otras preocupaciones: el paro, la pobreza, la droga, el racismo, la pobre educación que recibían sus hijos. Tal vez será cosas de ricos, esto de cumplir con el alma, de familias aburridas y sacerdotes tediosos que hartos de ver los cuadros de la pared y las telarañas en su vida, salen a la calle a agitar un poco sus tristezas y sus miedos.             

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