De Gaulle era un hijo de puta, pensé
mientras veía ese libro, tan solo, olvidado en una banqueta mientras esperaba
en la parada del autobús. Volví a pensar y modifiqué mi aseveración. De Gaulle
fue un hijo de puta, maticé, y agarré de una vez por todas el libro. Se trataba
de una historia del gaullismo, entre la Francia de la guerra mundial y el final
de los años sesenta. Treinta años de mierda, centrales nucleares y autovías
preciosas asfaltadas con el mejor alquitrán de toda Europa.
Llegó un hombre a mi vera y se sentó
cerca de mí. Miraba el tiempo que le faltaba al bus para llegar. Estaba anocheciendo
y se quedó contemplativo, justo al lado del libro que no era mío pero que yo
agarraba como si lo fuera. Se encontraron nuestras miradas y me preguntó si me
estaba leyendo esa historia de esa parte de la Francia. Yo le dije que no, que apenas me lo había encontrado en la
banqueta, y que yo, como español bueno que soy, no me gustaban mucho los
militares, y menos los que tenían bigotillo.
Le presté el libro y supe en ese mismo
instante que nunca más lo iba a volver a coger. Lo examinó con detenimiento y
me dijo que ese historiador, el autor del libro, era el principal estudioso de
Napoleón. Yo me reí, pensando que aquello, más que una obra histórica, iba a
ser un panfleto político de alabanzas y flores a la derecha francesa. Y entonces
una locomotora se encendió en mí y empecé a hablar de la cobardía de vivir en
Londres mientras toda Francia se desangraba y Jean Moulin moría en un tren con
destino a Berlín; hablé de aquel país precioso acosado por el azul del
Mediterráneo y las arenas del Sahara,
que se llama Argelia, y de aquellas torturas y aquellos desaparecidos en nombre
de la Madre Patria; recordé aquellos colegueos chamacanos y casposo con otro
militar, este más bajo y con menos testosterona, Paco por la Gracia de Dios Franco
Bahamonde; y la locomotora podría haber seguido hasta cualquier punto indefinido
de la ciudad. Pero el señor me paró de golpe y me dijo que la cuestión no era
tan fácil, y que la política tenía un guiño de más dentro de la complejidad de
la vida. Y se excusaba y decía por todo lo alto que él no era gaullista, ni de
derechas, que él era un votante de la izquierda, pero yo, pensando muy a mis
adentros, no sabía qué era ser de izquierdas hoy en día en Europa. Aunque aquel
hombre entendía que los países con dictaduras tan sangrantes no pudieran ver ni
con gafas de sol a los militares. Lo mismo pasaba en los países del Este, dijo
sonriendo.
Y llegó el autobús y los dos nos
miramos, asintiendo y asegurando que nos íbamos a sentar en el mismo lugar
durante el viaje. Nos acomodamos como si el destino fuera Budapest o Moscú, y
al pasar por la Sorbona me dijo que esa misma tarde había representado una
función en el patio. Me contó que era actor teatral desde que tenía 17 años. Yo
imaginé una de esas vidas pegadas a las tablas, donde se confunden los nombres
de los grandes teatros con el de las tabernas sucias y malolientes de
provincias. Con el libro aún entre las manos, se quitó las gafas y se las
colocó en el pelo, gris como los días, y me dijo que nunca había ido a España. Nunca.
Y ese nunca sonó tan fuerte que estuvo a punto de reventar los cristales del
bus y desbordar el Sena. Incluso he ido en autostop hasta Polonia, seguía
diciendo, pero nada de España. Y volví a visualizar ese hombre inquieto con
cuarenta años menos, con el pelo cubriéndole la nuca y un olor a carretera que
no podía desprenderse de las matas y los hostales colapsados, en carreteras de
segunda, atravesando las dos Alemanias y lo que antes era Checoslovaquia con
sus respectivas checas rubias y tetonas.
En cierta
parada cerca de la Asamblea Nacional se subió una chica cuyo origen tuvo que
haber sido hindú, pero que el mestizaje y las generaciones en Francia hicieron
de ella un tono café y unos ojos verdes como el humo en las botellas de
cristal. La muchacha se sentó a mi lado y enfrente del actor francés venido a
menos. Se quedó mirando algo distinto a este chico joven que escribe y a ese
señor mayor avinagrado. Se quedó mirando el rostro impreso y pétreo de De
Gaulle. Estuvo unos cinco minutos analizando cada parte de la cara de aquel
tipo que ni la hubiera considerado ciudadana francesa, a la vez que pasábamos
por delante de la cúpula dorada de Los Inválidos, cuna y mortaja de Napoleón,
un gaullista profético.
Pasaron los minutos. Todos quedamos en
silencio, como si aquella presencia femenina no nos dejará pronunciar ninguna
palabra. El actor francés miraba por la ventaba el curso tranquilo del río, y contempló
el obelisco robado por Champollion en Egipto. Yo miraba hacia abajo, y la chica
hindú, cada vez más preciosa, cada vez más anaranjada por el anochecer de las
luces del tráfico en su cara, seguía absorta en el rostro de perro del general
De Gaulle.
Se levantó de repente. Indicó la señal
de parada del bus y se fue sin mirarnos. Cuando se fue del bus volvió la
locomotora y esta vez tomó voz. Challe De Gaulle es un hijo de puta, y sin
querer, lo dije en presente.
José María... es María Dolores. Sé que estás en París, Victoria me contó que se encontró contigo. He perdido el acceso a mi cuenta de fb. Escríbeme a dolorescollazos@gmail.com o llámame a mi teléfono fijo 0952426206.
ResponderEliminarMe gustaría volver a verte.
M. Dolores.