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lunes, 6 de mayo de 2013

La historia del Gaullismo en Francia



De Gaulle era un hijo de puta, pensé mientras veía ese libro, tan solo, olvidado en una banqueta mientras esperaba en la parada del autobús. Volví a pensar y modifiqué mi aseveración. De Gaulle fue un hijo de puta, maticé, y agarré de una vez por todas el libro. Se trataba de una historia del gaullismo, entre la Francia de la guerra mundial y el final de los años sesenta. Treinta años de mierda, centrales nucleares y autovías preciosas asfaltadas con el mejor alquitrán de toda Europa.
Llegó un hombre a mi vera y se sentó cerca de mí. Miraba el tiempo que le faltaba al bus para llegar. Estaba anocheciendo y se quedó contemplativo, justo al lado del libro que no era mío pero que yo agarraba como si lo fuera. Se encontraron nuestras miradas y me preguntó si me estaba leyendo esa historia de esa parte de la Francia. Yo le dije que  no, que apenas me lo había encontrado en la banqueta, y que yo, como español bueno que soy, no me gustaban mucho los militares, y menos los que tenían bigotillo.


Le presté el libro y supe en ese mismo instante que nunca más lo iba a volver a coger. Lo examinó con detenimiento y me dijo que ese historiador, el autor del libro, era el principal estudioso de Napoleón. Yo me reí, pensando que aquello, más que una obra histórica, iba a ser un panfleto político de alabanzas y flores a la derecha francesa. Y entonces una locomotora se encendió en mí y empecé a hablar de la cobardía de vivir en Londres mientras toda Francia se desangraba y Jean Moulin moría en un tren con destino a Berlín; hablé de aquel país precioso acosado por el azul del Mediterráneo  y las arenas del Sahara, que se llama Argelia, y de aquellas torturas y aquellos desaparecidos en nombre de la Madre Patria; recordé aquellos colegueos chamacanos y casposo con otro militar, este más bajo y con menos testosterona, Paco por la Gracia de Dios Franco Bahamonde; y la locomotora podría haber seguido hasta cualquier punto indefinido de la ciudad. Pero el señor me paró de golpe y me dijo que la cuestión no era tan fácil, y que la política tenía un guiño de más dentro de la complejidad de la vida. Y se excusaba y decía por todo lo alto que él no era gaullista, ni de derechas, que él era un votante de la izquierda, pero yo, pensando muy a mis adentros, no sabía qué era ser de izquierdas hoy en día en Europa. Aunque aquel hombre entendía que los países con dictaduras tan sangrantes no pudieran ver ni con gafas de sol a los militares. Lo mismo pasaba en los países del Este, dijo sonriendo.


Y llegó el autobús y los dos nos miramos, asintiendo y asegurando que nos íbamos a sentar en el mismo lugar durante el viaje. Nos acomodamos como si el destino fuera Budapest o Moscú, y al pasar por la Sorbona me dijo que esa misma tarde había representado una función en el patio. Me contó que era actor teatral desde que tenía 17 años. Yo imaginé una de esas vidas pegadas a las tablas, donde se confunden los nombres de los grandes teatros con el de las tabernas sucias y malolientes de provincias. Con el libro aún entre las manos, se quitó las gafas y se las colocó en el pelo, gris como los días, y me dijo que nunca había ido a España. Nunca. Y ese nunca sonó tan fuerte que estuvo a punto de reventar los cristales del bus y desbordar el Sena. Incluso he ido en autostop hasta Polonia, seguía diciendo, pero nada de España. Y volví a visualizar ese hombre inquieto con cuarenta años menos, con el pelo cubriéndole la nuca y un olor a carretera que no podía desprenderse de las matas y los hostales colapsados, en carreteras de segunda, atravesando las dos Alemanias y lo que antes era Checoslovaquia con sus respectivas checas rubias y tetonas.
   En cierta parada cerca de la Asamblea Nacional se subió una chica cuyo origen tuvo que haber sido hindú, pero que el mestizaje y las generaciones en Francia hicieron de ella un tono café y unos ojos verdes como el humo en las botellas de cristal. La muchacha se sentó a mi lado y enfrente del actor francés venido a menos. Se quedó mirando algo distinto a este chico joven que escribe y a ese señor mayor avinagrado. Se quedó mirando el rostro impreso y pétreo de De Gaulle. Estuvo unos cinco minutos analizando cada parte de la cara de aquel tipo que ni la hubiera considerado ciudadana francesa, a la vez que pasábamos por delante de la cúpula dorada de Los Inválidos, cuna y mortaja de Napoleón, un gaullista profético.

Pasaron los minutos. Todos quedamos en silencio, como si aquella presencia femenina no nos dejará pronunciar ninguna palabra. El actor francés miraba por la ventaba el curso tranquilo del río, y contempló el obelisco robado por Champollion en Egipto. Yo miraba hacia abajo, y la chica hindú, cada vez más preciosa, cada vez más anaranjada por el anochecer de las luces del tráfico en su cara, seguía absorta en el rostro de perro del general De Gaulle.
Se levantó de repente. Indicó la señal de parada del bus y se fue sin mirarnos. Cuando se fue del bus volvió la locomotora y esta vez tomó voz. Challe De Gaulle es un hijo de puta, y sin querer, lo dije en presente. 

1 comentario:

  1. José María... es María Dolores. Sé que estás en París, Victoria me contó que se encontró contigo. He perdido el acceso a mi cuenta de fb. Escríbeme a dolorescollazos@gmail.com o llámame a mi teléfono fijo 0952426206.

    Me gustaría volver a verte.

    M. Dolores.

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