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lunes, 29 de abril de 2013

Undécimo escalón



Percibí algo cuando llegué a la quinta planta. Era un olor diferente, extraño, que nunca había escrutado por aquellas latitudes. Sin embargo, no era desconocido. Yo ya había sentido ese olor otras veces: en la puerta de las iglesias, cuando me paraba a contemplarlas en Italia, en aquel hospital abandonado de San Juan de Dios, o en los surtidores de agua de cualquier fuente pública en una ciudad indiferente.
Llevaba mi mochila pegada  a la espalda. El vuelo había sido tranquilo. Dos horas y media me bastaron para leerme Territorio comanche, de Pérez-Reverte, y llegué a mi Cimarosa con una sensación de nostalgias granadinas y de corresponsales acribillados por el pecho. Hasta que por fin subí a la sexta planta. Y la vi.
Estaba parada, delante de la ventana, que se encontraba abierta. No se inmutaba. Solamente se erguía, con sus dos patas jurásicas, y retrocedía de vez en cuando, dando saltos en falso, como si hubiera olvidado la capacidad de volar. Me quedé parado, tocando la pared de entrada al pasillo con la punta de las manos, como si fuera un toro lo que se encontraba al otro lado del pasillo. Era una paloma, ese animal que a muchos le recuerdan a la paz, los olivos y los viejitos con bastón y arcas; a otros la ancianidad, los planes de pensiones y los nietos persiguiendo sueños; y a mí en cambio, me recordaban a aquel tercio de población que murió en Europa en el siglo XV, las ratas con alas que llenaban de mierda las piedras de los monumentos.


Y en efecto, aquel pasillo que daba hasta mi apartamento no era ningún monumento de la cotidianidad, pero si estaba impregnado de mierda seca. Dios sabe el tiempo que llevaría ese monstruo atrapado en sus sombras. La paloma siguió saltando, como si fuera un niño cojo, y giró hacia la derecha, dejando de lado la puerta del baño, y situándose justo enfrente de mi puerta, encima de mi alfombrilla.
La miré fijamente. No tenía fuerzas para empezar una discusión subida de tono con un ser que podía volar más alto que yo. Me senté, a unos diez metros de ella, al otro lado del pasillo, dejando vía libre por si decidía escapar de mi ventana. Una cosa estaba clara: yo no tenía cojones a embestirla. Mi ataque se basaría en la espera.
Pensé en Patrick Sünskind, ese escritor alemán que leí en el instituto, y en aquel relato en el que un viejo se quedaba atrapado en su departamento por culpa de una paloma que estaba en el pasillo. Pero yo no estaba ni siquiera en mi apartamento. Solo tenía mi mochila de viaje y unas ganas terribles de tumbarme en la cama y dormir hasta el día siguiente.
En el suelo, noté que hacía bastantes años que nadie limpiaba el pasillo. Cerré los ojos y respiré un poco. Con los ojos cerrados, el tiempo pasa más lento y uno puede llegar a sitios que los ojos abiertos desconocen. Recordé el miércoles noche, nada más llegado a Granada, con Aurora, y aquel viejo amigo cuyo nombre nunca he sabido. El camarero sirio que regentaba un restaurante de comida rápida. Es decir, hacía Kebabs hasta las siete de la mañana. Sus ojos eran los mismos, con ese aíre de Darín bronceado. Me abrazó después de casi un año sin vernos. Había cambiado de local. El de ahora era mucho más grande. Me dijo que al final pudo sacarse el carnet de conducir. Acabó el master en arqueología oriental, y tuvo que dejar aparcado el doctorado porque no tenía tiempo. Me sonríe muy despacio al decirme que había tenido su segunda hija. Nos invitó la bebida y nos fuimos, prometiéndole que nuestra amistad merecía un café en los años venideros.


Abrí los ojos. Seguía la sombra del pasillo, como si estuviera en la caverna platónica, pero sin titiriteros a mí alrededor. La paloma continuaba allí. Esa hija de puta no quería marcharse. Otra vez opté por la pasividad. Volví a cerrar los ojos y vi un bar, el jueves por la noche, que era un rincón de Pedro Páramo. Nunca he estado en el D.F. ni mi hermano ni yo, pero lo dijimos. Esto es un rincón del D.F. Los cubatas a dos euros, en una paralela a Plaza de los Lobos. El camarero regordete, al otro lado de la barra. Las tres de la mañana. Ponía la música suave. Aquella canción triste donde Eric Clapton contaba como su hijo se tiró de la ventana de un rascacielos. Tears In Heaven empezó a sonar en mi cabeza. Y vi a Elías, que cuando no lleva lentillas va a por todas, y al Caretas, uno de los grandes, y a Antonio, con una barba que yo reclamaba en su rostro tantos años atrás. Y allí estaba también José Miguel, ese novillero a partir de las doce de la noche y de la cuarta cerveza, hablando de gustos comunes y de la alcaldesa de Ronda. Algunos más, el bar estaba lleno de gente. Y cuando abrí los ojos, la maldita paloma aún no se había ido.     


Me puse de pie. Intenté intimidarla con las manos. Me quité un zapato y se lo tiré, sin intentar darle directamente. Pensé que si se moría, nunca podría entrar dentro de mi apartamento, porque yo no toco animales muertos, ese miedo ancestral a la piedra y a la oscuridad. La paloma seguía sin inmutarse. Le tiré el segundo. Tampoco acerté. Ya estaba descalzo. Desesperado me fui a la ventana. Hacía una tarde de luz platino en París. Me quedé mirando las nubes que se venían, cargadas de lluvia, quién sabe. Me acordé de aquellos doscientos kilómetros que separaban Lorca de Granada, y como el viernes por la tarde volvieron a ser míos, con mi hermano conduciendo como un Kerouac jienense, y Aurora detrás, durmiendo y soñando que ese fin de semana no se acabaría nunca.
Me senté en el último escalón, que ahora me parecía el primero.  Solo me levanté para cerrar la ventana del pasillo. Hacía una noche fresca para ser Abril. 

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