La cena nunca llegó a producirse. La encontré
varias veces por el pasillo, cuando estaba a punto de salir a la facultad, o
cuando recién acababa de llegar. Siempre nos veíamos en el rellano, ese hueco
de mundo limitado exclusivamente para los dos, justo en el vano de la ventana
abierta. Escuchaba mis pasos cansados después del esfuerzo, y abría con
timidez. Tras unos segundos asomaba su cabeza y se hacía la despistada. Tenía los
ojos más negros que he visto en mi vida. Su pelo era una extensión de sus
pupilas. Lo recuerdo como si aún lo estuviera viendo. Se apoyaba en la puerta y
me hacía una pregunta ya sabida desde hacía bastante tiempo. Qué tal te va,
todo bien, y tu, nada mal, los estudios, ayer salí, cada vez va haciendo más
frío, aconséjame algún autor iraní, tengo ganas de ver tu país… y yo cerraba la
puerta, sabiendo que solamente una leve pared de estuco dividía nuestras vidas.
Ella, con sus libros de derecho romano, que yo, por un azar de Diciembre,
heredé. Ella con sus conversaciones intercontinentales, sus vestidos de rayas
grises, y su cama, todavía con las huellas de antiguos novios entre las sábanas.
Algunas veces escucha tocar al otro lado
de la puerta. Estaba seguro de que se trataba de ella. No había más espacio en
el pasillo para otros habitantes. Era nuestro pequeño mundo común. Un universo
en el que nos habían obligado a vivir. Compartíamos baño. Papel higiénico a
medias. Limpieza semanal, los jueves por la tarde. Y los viernes, esa
invitación que rondaba siempre por mi mente. Una botella de vino que me había
traído algún amigo, una silla de más de en mi departamento, y por qué no, quizá
la llame, estará ocupada, tal vez otro día, siempre hay un mañana, las copas
están sucias. Y así pasaban las semanas, entre música que no alcanzaba a situar
en el panorama actual y sus ligeros toques nocturnos que eran una llamada de
atención: déjame dormir, apaga tu ordenador de una vez.
Fue así como llegué a conocerla por
completo. Ella no sabía nada mí. Apenas habíamos cruzado unas palabras, pero
para mí era suficiente. Vislumbre su infancia en Teherán, rodeada de edificios
con velos y de montañas que se llenaban de nieve cuando acontecían las
elecciones. La observé salir de su casa, en un barrio de alta clase, agarrar el
bus para ir al instituto, como si fuera una pieza de ajedrez negra que deambula
por la ciudad, hablar con sus amigos, guiñarle un ojo a uno de los cientos de
niños que la esperaban en el recreo. La escuché leer en voz alta a los primeros
autores franceses. Camus a la izquierda de su mesilla de noche, aujourd’hui mama est morte, ou peut-etre
hier, je ne sais pas. Las películas en el cine internacional, dónde pasaban
muy de vez en cuando algún clásico europeo, Belmondo en bicicleta a la caza y
captura de la felicidad, cuando aún existía la juventud y el postureo. Y cerraba
la ventana, viendo las torres de la Defense, con el pensamiento de estar
viviendo con una perfecta desconocida, alguien con quien apenas podía
comunicarme, y me acostaba en mi cama de matrimonio para una sola persona, mientras
escuchaba su tos de invierno, sabiendo que mi vecina había estado tan dentro de
mis pensamientos como la misma noche pura en la que llegué por primera vez a
París.
Pero un día se sentó en esa silla vacía que
apenas era ocupada por libros dejados y ropa mal puesta. Le serví una copa de
vino. Yo no sabía si podía beber o no, así que dejé la botella en la mesa y
esperé a que ella se sirviera. Se llenó el vaso hasta el fondo, y me preguntó
en un francés académico que si podía fumar. Asentí con la cabeza. Se fue hasta
el extremo de la ventana, la abrió, y se puso a dar caladas en silencio. Al rato
volvía sobre la mesa, sonreía, y daba un sorbo enérgico al vino, y se marchaba
a su puesto de centinela fumadora. Así fue como me habló de los cinco años que
llevaba viviendo en París. Habitando ese cuarto luminoso en un sexto sin
ascensor. Ciento quince escalones, le dije, y ella se sorprendió, porque nunca
los había contado. Cinco años descubriendo cada mañana el mismo pasillo sucio y
extratemporal, alejado de la ciudad, como si fuera una ciudad en sí. Cinco años,
le dije yo, y me miré a mí mismo en un espejo de vino, teniendo durante cinco
años la misma conversación con la misma fumadora en la ventana, como si el
tiempo por un instante corriera deprisa y no pudiera detenerse. Cinco años,
dijo ella, un novio, dos decepciones, un
diploma de la Sorbona, quince mensajes escritos en las piedras del Quai d’Orleans,
y muchas, muchas escaleras. Se acabó el vaso de vino y se fue. Me dijo que al
día siguiente tenía que estudiar. Yo pensé, para mis adentros, que París
también le había dado el pelo largo sobre los hombros.
Un día llegó a mi cuarto. A partir de
aquella botella de vino hablábamos con frecuencia. Proponíamos cenas en
Belleville que nunca se llegaban a producir. Mañana no puedo, me visitan
amigas. No, el lunes es lunes. No, tengo clases. Llamadas a la puerta que no
recibían respuesta. Y un día llegó a mi cuarto. En una semana me voy a Teherán.
Vuelvo para no volver. Y entendí que el mismo verbo tenía dos pesos diferentes
en la misma oración. Esa semana me costó dormir. La escuchaba ir al baño y
siempre me despertaba con la sensación de que era el día la partida.
Nos vimos por última vez en el pasillo. Llevaba
una caja de cartón. Me la entregó sin apenas decirme nada. Estaba llena de
libros y recuerdos de una ciudad que le había dado cinco años de juventud. Una postal
de una noria sobre Tullerías. Una botella de vinagre. Un paquete de sal. Le bajé
la maleta hasta el piso inferior. Por primera vez la bajada fue más pesada que
la subida. Me dio un abrazo en el cuarto de las escobas y de las ratas. Cruzó la
puerta y ya no la volví a ver más. Me senté en el segundo escalón, intentado
fingir una normalidad que el día había perdido.
A veces creo encontrármela en el
pasillo, cuando parece que escucho pasos. A veces extraño sus toques de
atención en la pared de estuco. Pero sobre todo me falta el simple ejercicio de
mencionar su nombre, Mahsa, con un apellido que ya olvidé. Fue en el décimo
escalón cuando entendí lo que quería decir estar solo.
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