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miércoles, 17 de abril de 2013

Décimo escalón


La cena nunca llegó a producirse. La encontré varias veces por el pasillo, cuando estaba a punto de salir a la facultad, o cuando recién acababa de llegar. Siempre nos veíamos en el rellano, ese hueco de mundo limitado exclusivamente para los dos, justo en el vano de la ventana abierta. Escuchaba mis pasos cansados después del esfuerzo, y abría con timidez. Tras unos segundos asomaba su cabeza y se hacía la despistada. Tenía los ojos más negros que he visto en mi vida. Su pelo era una extensión de sus pupilas. Lo recuerdo como si aún lo estuviera viendo. Se apoyaba en la puerta y me hacía una pregunta ya sabida desde hacía bastante tiempo. Qué tal te va, todo bien, y tu, nada mal, los estudios, ayer salí, cada vez va haciendo más frío, aconséjame algún autor iraní, tengo ganas de ver tu país… y yo cerraba la puerta, sabiendo que solamente una leve pared de estuco dividía nuestras vidas. Ella, con sus libros de derecho romano, que yo, por un azar de Diciembre, heredé. Ella con sus conversaciones intercontinentales, sus vestidos de rayas grises, y su cama, todavía con las huellas de antiguos novios entre las sábanas.


Algunas veces escucha tocar al otro lado de la puerta. Estaba seguro de que se trataba de ella. No había más espacio en el pasillo para otros habitantes. Era nuestro pequeño mundo común. Un universo en el que nos habían obligado a vivir. Compartíamos baño. Papel higiénico a medias. Limpieza semanal, los jueves por la tarde. Y los viernes, esa invitación que rondaba siempre por mi mente. Una botella de vino que me había traído algún amigo, una silla de más de en mi departamento, y por qué no, quizá la llame, estará ocupada, tal vez otro día, siempre hay un mañana, las copas están sucias. Y así pasaban las semanas, entre música que no alcanzaba a situar en el panorama actual y sus ligeros toques nocturnos que eran una llamada de atención: déjame dormir, apaga tu ordenador de una vez.
Fue así como llegué a conocerla por completo. Ella no sabía nada mí. Apenas habíamos cruzado unas palabras, pero para mí era suficiente. Vislumbre su infancia en Teherán, rodeada de edificios con velos y de montañas que se llenaban de nieve cuando acontecían las elecciones. La observé salir de su casa, en un barrio de alta clase, agarrar el bus para ir al instituto, como si fuera una pieza de ajedrez negra que deambula por la ciudad, hablar con sus amigos, guiñarle un ojo a uno de los cientos de niños que la esperaban en el recreo. La escuché leer en voz alta a los primeros autores franceses. Camus a la izquierda de su mesilla de noche, aujourd’hui mama est morte, ou peut-etre hier, je ne sais pas. Las películas en el cine internacional, dónde pasaban muy de vez en cuando algún clásico europeo, Belmondo en bicicleta a la caza y captura de la felicidad, cuando aún existía la juventud y el postureo. Y cerraba la ventana, viendo las torres de la Defense, con el pensamiento de estar viviendo con una perfecta desconocida, alguien con quien apenas podía comunicarme, y me acostaba en mi cama de matrimonio para una sola persona, mientras escuchaba su tos de invierno, sabiendo que mi vecina había estado tan dentro de mis pensamientos como la misma noche pura en la que llegué por primera vez a París.


Pero un día se sentó en esa silla vacía que apenas era ocupada por libros dejados y ropa mal puesta. Le serví una copa de vino. Yo no sabía si podía beber o no, así que dejé la botella en la mesa y esperé a que ella se sirviera. Se llenó el vaso hasta el fondo, y me preguntó en un francés académico que si podía fumar. Asentí con la cabeza. Se fue hasta el extremo de la ventana, la abrió, y se puso a dar caladas en silencio. Al rato volvía sobre la mesa, sonreía, y daba un sorbo enérgico al vino, y se marchaba a su puesto de centinela fumadora. Así fue como me habló de los cinco años que llevaba viviendo en París. Habitando ese cuarto luminoso en un sexto sin ascensor. Ciento quince escalones, le dije, y ella se sorprendió, porque nunca los había contado. Cinco años descubriendo cada mañana el mismo pasillo sucio y extratemporal, alejado de la ciudad, como si fuera una ciudad en sí. Cinco años, le dije yo, y me miré a mí mismo en un espejo de vino, teniendo durante cinco años la misma conversación con la misma fumadora en la ventana, como si el tiempo por un instante corriera deprisa y no pudiera detenerse. Cinco años, dijo ella, un novio, dos decepciones,  un diploma de la Sorbona, quince mensajes escritos en las piedras del Quai d’Orleans, y muchas, muchas escaleras. Se acabó el vaso de vino y se fue. Me dijo que al día siguiente tenía que estudiar. Yo pensé, para mis adentros, que París también le había dado el pelo largo sobre los hombros.
Un día llegó a mi cuarto. A partir de aquella botella de vino hablábamos con frecuencia. Proponíamos cenas en Belleville que nunca se llegaban a producir. Mañana no puedo, me visitan amigas. No, el lunes es lunes. No, tengo clases. Llamadas a la puerta que no recibían respuesta. Y un día llegó a mi cuarto. En una semana me voy a Teherán. Vuelvo para no volver. Y entendí que el mismo verbo tenía dos pesos diferentes en la misma oración. Esa semana me costó dormir. La escuchaba ir al baño y siempre me despertaba con la sensación de que era el día la partida.
Nos vimos por última vez en el pasillo. Llevaba una caja de cartón. Me la entregó sin apenas decirme nada. Estaba llena de libros y recuerdos de una ciudad que le había dado cinco años de juventud. Una postal de una noria sobre Tullerías. Una botella de vinagre. Un paquete de sal. Le bajé la maleta hasta el piso inferior. Por primera vez la bajada fue más pesada que la subida. Me dio un abrazo en el cuarto de las escobas y de las ratas. Cruzó la puerta y ya no la volví a ver más. Me senté en el segundo escalón, intentado fingir una normalidad que el día había perdido.


A veces creo encontrármela en el pasillo, cuando parece que escucho pasos. A veces extraño sus toques de atención en la pared de estuco. Pero sobre todo me falta el simple ejercicio de mencionar su nombre, Mahsa, con un apellido que ya olvidé. Fue en el décimo escalón cuando entendí lo que quería decir estar solo.

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