Una casa de tres plantas, con una
terraza que sobresale con barandas blancas de madera. Una señora leyendo un
periódico. Su hija, unos veintidós años, tomando el sol, apenas con un trozo de
tela negra insinuándole los pechos. Vuelvo a escribir tras tantos meses sin
hacerlo. Vuelvo a escribir junto a la lámina de Hopper, pegada con yeso a la
pared. La última imagen que tengo del día antes de dormir.
Algo
de miedo se acumula en mis dedos. Un temor ancestral, similar al de los hombres
en las cavernas, cuando apagaban las brasas para irse a dormir entre animales
muertos, con la preocupación de no saber encender el fuego al día siguiente. Así
responden mis dedos. Quieren ir rápido. Intentan adivinar el giro lingüístico
antes de que surja en mis pensamientos. La metáfora, que no llega, porque no es
un árbol con manzanas maduras al que agitar cuando se está falto de
inspiración.
A mi derecha, la cama, esparcida de
noches en vela, a la sombra de un despertador que acechaba como una hiena con
sonrisa macabra. Me despierto a las tres de la mañana. La Luna da directa en la
claraboya. Ilumina esa parte de mí nocturna. La que no puedo ver. La que
solamente intuyo. Extiendo la mano en busca del reloj. Todavía las tres. Cuatro
horas más de sueño. Y la Luna se va deslizando por las sábanas desechas de
meses, hasta llegar al parquet, reflejarse en el espejo como una modelo
coqueta, y salir hasta la cocina donde los platos sucios se pelean con los
nuevos descubrimientos del supermercado.
Estos meses han pasado muy lentos. Las calles
han tenido un único protagonista: el frío. Frío en la mañana, cuando los
barrenderos se marchaban con su sintonía de camión excitado. Frío en la hora de
la comida, con la cuchara y la sopa insulsa, de cebolla, de ocho legumbres, la
más barata de todas, y el sonido de la cuchara metálica chocando contra la
cerámica. Vistas a la ventana de postre. París, la ciudad soñada. La ciudad
enloquecida. Y un metro de nieve en los tejados. Las chimeneas convertidas en
torres de marfil. Las estalactitas en su carrera de gravedad frenada,
sustituyendo a los gatos y reinando por encima de la ciudad. Todo eso desde mi
ventana. En los meses duros del invierno. Cuando los cristales eran vaho donde
hablar sin ser escuchado.
Y llegó un contrato un día de Noviembre.
A finales. Eché la firma rápido, sin detenerme a leer las cláusulas, esos
laberintos aburridos de números y leyes incomprensibles. Y a partir de ese
momento, el castigo llegó en forma de despertador. La oficina, una pecera para
tiburones salvajes. Y yo, que no soy más que un cangrejo confundido que no
puede ni caminar hacia atrás. El jefe, a escasos metros de mí, con los ojos
detrás de las gafas, afilados, en busca de cualquier error: ese movimiento de
mano que se sale de la norma, ese café que ya son dos y que no es solo café,
esas facturas que no cuadran, tu francés, que no mejora, que tu país es una
mierda, siempre de fiesta, si, usted tiene razón, pero a principios de mes el
primer trago de cerveza lo tomo en su honor, señor jefe. Y salgo disparado a la
una, de la oficina, y me creo que la calle es una broma pesada, con pavimentos
helados, con retrasos en el metro, colapso en las panaderías, y un profesor que
nos habla de literatura como si nos contara el último culebrón venezolano del
momento.
Hay ejercicios mecánicos que he
olvidado. Yo antes era otro, he pensado algunas veces. Pero no. Uno siempre es
el mismo, y los errores solo modelan otros errores. Ejercicios simples como
caminar un poco, compra una postal, escribir unas líneas y mandarlas por
correo. O salir a correr los días impares, unos veinte minutos, llegar hasta
Trocadero, bajar las escaleras, y subir entre paquistaníes que venden
miniaturas de Torre Eiffel y parejas con móviles fotográficos. También he
olvidado la pasión por las clases de español. Me solía gustar escuchar a los
niños atrancarse con las erres, con los plurales, con los auxiliares, y
corregirlos con el amor del profesor a sus alumnos. Pero lo he perdido. Lo perdí.
No lo sé. Ahora todo se ha convertido en una repetición de ejercicios sin
sentido que acaban a eso de la una de la mañana, cuando pongo el despertador de
nuevo, a la misma hora, justo después de comprobar que en el pasillo no hay
nadie, que sigue frío, que algún día la nieve se meterá también entre las
baldosas, llegará hasta el retrete, anidará en los platos de pasta, en las
tuberías que van directas a mis duchas calientes, ese terror inhóspito de ver
la nieve entrar por el cuello de Morente y salir con una música congelada,
desde el ordenador hasta llegar a mis oídos, a la planta junto a la puerta, que
lleva muerte dos meses. Esa nieve que me atemoriza, que se ha comido cuatro
meses de mi vida ya, que ha devorado las páginas de Camus, la cesta de la ropa
sucia, las llamadas telefónicas a algunos amigos, y que solo ha dejado intacta
una fotografía veraniega, el Romancero
gitano, un correo por la mañana con el nombre de una marca de coche
inventada, y un trozo de papel higiénico que me espera en el parquet, a que la Luna se
resbale a eso de las tres de la mañana.
Con o sin despertador nos levantamos, los platos acaban siendo fregados, las bolsas coladas. El ruido de la cuchara desaparece, escondido por una voz, una risa o una canción de Morente. Las calles recuperan su vida cuando los meses llegan al 31.
ResponderEliminarLa nieve, antes o después, siempre termina derritiéndose.