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lunes, 8 de abril de 2013

Noveno escalón



Una casa de tres plantas, con una terraza que sobresale con barandas blancas de madera. Una señora leyendo un periódico. Su hija, unos veintidós años, tomando el sol, apenas con un trozo de tela negra insinuándole los pechos. Vuelvo a escribir tras tantos meses sin hacerlo. Vuelvo a escribir junto a la lámina de Hopper, pegada con yeso a la pared. La última imagen que tengo del día antes de dormir.
 Algo de miedo se acumula en mis dedos. Un temor ancestral, similar al de los hombres en las cavernas, cuando apagaban las brasas para irse a dormir entre animales muertos, con la preocupación de no saber encender el fuego al día siguiente. Así responden mis dedos. Quieren ir rápido. Intentan adivinar el giro lingüístico antes de que surja en mis pensamientos. La metáfora, que no llega, porque no es un árbol con manzanas maduras al que agitar cuando se está falto de inspiración.
A mi derecha, la cama, esparcida de noches en vela, a la sombra de un despertador que acechaba como una hiena con sonrisa macabra. Me despierto a las tres de la mañana. La Luna da directa en la claraboya. Ilumina esa parte de mí nocturna. La que no puedo ver. La que solamente intuyo. Extiendo la mano en busca del reloj. Todavía las tres. Cuatro horas más de sueño. Y la Luna se va deslizando por las sábanas desechas de meses, hasta llegar al parquet, reflejarse en el espejo como una modelo coqueta, y salir hasta la cocina donde los platos sucios se pelean con los nuevos descubrimientos del supermercado.


Estos meses han pasado muy lentos. Las calles han tenido un único protagonista: el frío. Frío en la mañana, cuando los barrenderos se marchaban con su sintonía de camión excitado. Frío en la hora de la comida, con la cuchara y la sopa insulsa, de cebolla, de ocho legumbres, la más barata de todas, y el sonido de la cuchara metálica chocando contra la cerámica. Vistas a la ventana de postre. París, la ciudad soñada. La ciudad enloquecida. Y un metro de nieve en los tejados. Las chimeneas convertidas en torres de marfil. Las estalactitas en su carrera de gravedad frenada, sustituyendo a los gatos y reinando por encima de la ciudad. Todo eso desde mi ventana. En los meses duros del invierno. Cuando los cristales eran vaho donde hablar sin ser escuchado.
Y llegó un contrato un día de Noviembre. A finales. Eché la firma rápido, sin detenerme a leer las cláusulas, esos laberintos aburridos de números y leyes incomprensibles. Y a partir de ese momento, el castigo llegó en forma de despertador. La oficina, una pecera para tiburones salvajes. Y yo, que no soy más que un cangrejo confundido que no puede ni caminar hacia atrás. El jefe, a escasos metros de mí, con los ojos detrás de las gafas, afilados, en busca de cualquier error: ese movimiento de mano que se sale de la norma, ese café que ya son dos y que no es solo café, esas facturas que no cuadran, tu francés, que no mejora, que tu país es una mierda, siempre de fiesta, si, usted tiene razón, pero a principios de mes el primer trago de cerveza lo tomo en su honor, señor jefe. Y salgo disparado a la una, de la oficina, y me creo que la calle es una broma pesada, con pavimentos helados, con retrasos en el metro, colapso en las panaderías, y un profesor que nos habla de literatura como si nos contara el último culebrón venezolano del momento. 


Hay ejercicios mecánicos que he olvidado. Yo antes era otro, he pensado algunas veces. Pero no. Uno siempre es el mismo, y los errores solo modelan otros errores. Ejercicios simples como caminar un poco, compra una postal, escribir unas líneas y mandarlas por correo. O salir a correr los días impares, unos veinte minutos, llegar hasta Trocadero, bajar las escaleras, y subir entre paquistaníes que venden miniaturas de Torre Eiffel y parejas con móviles fotográficos. También he olvidado la pasión por las clases de español. Me solía gustar escuchar a los niños atrancarse con las erres, con los plurales, con los auxiliares, y corregirlos con el amor del profesor a sus alumnos. Pero lo he perdido. Lo perdí. No lo sé. Ahora todo se ha convertido en una repetición de ejercicios sin sentido que acaban a eso de la una de la mañana, cuando pongo el despertador de nuevo, a la misma hora, justo después de comprobar que en el pasillo no hay nadie, que sigue frío, que algún día la nieve se meterá también entre las baldosas, llegará hasta el retrete, anidará en los platos de pasta, en las tuberías que van directas a mis duchas calientes, ese terror inhóspito de ver la nieve entrar por el cuello de Morente y salir con una música congelada, desde el ordenador hasta llegar a mis oídos, a la planta junto a la puerta, que lleva muerte dos meses. Esa nieve que me atemoriza, que se ha comido cuatro meses de mi vida ya, que ha devorado las páginas de Camus, la cesta de la ropa sucia, las llamadas telefónicas a algunos amigos, y que solo ha dejado intacta una fotografía veraniega, el Romancero gitano, un correo por la mañana con el nombre de una marca de coche inventada, y un trozo de papel higiénico que  me espera en el parquet, a que la Luna se resbale a eso de las tres de la mañana.  


1 comentario:

  1. Con o sin despertador nos levantamos, los platos acaban siendo fregados, las bolsas coladas. El ruido de la cuchara desaparece, escondido por una voz, una risa o una canción de Morente. Las calles recuperan su vida cuando los meses llegan al 31.

    La nieve, antes o después, siempre termina derritiéndose.

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