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lunes, 15 de abril de 2013

La loca



¿Acaso fue fácil para Odiseo? La chica estaba sentada a pocas banquetas de mí. La luz del cristal entraba de lleno con la potencia de la caída libre y le iluminaba la nariz, la comisura de los labios, los mofletes ligeramente maquillados, y hasta la luz se dejaba deslizar por su cuello, envuelto en un pañuelo de colores. A su lado, un viejo leía un periódico, arrugado, como si fueran una extensión de sus manos, también arrugadas, y de ellas nacía  un temblor hasta  las muñecas y que esparcían sus ojos hacia todos los puntos del papel. Justo delante de mi asiento, se encontraba un chico con gafas, pelo medio caído por los hombros, uno de esos tipos que tienen pinta de pasarse la vida en juegos de ordenador para conquistar el mundo en un mapa del siglo XV. Vi sus ojos de repente, y eran los ojos de uno de esos asesinos que abren fuego cuando terminan las clases en Denver, en Carolina, o en Detroit. Por lo demás, gente anónima que busca su asiento: rubias despeinadas contra la lluvia, madres de familia con los carricoches repletos de hipotecas, y profesores de universidad con cara de huérfanos intelectuales.
Y el bus arrancó. El número 38 salió de la parada de la Sorbona, en rue des Ecoles, y giró hacia la derecha para dar la espalda al Sena, hasta alcanzar el jardín de Luxemburgo. El destino final era Porte de la Muette, pero mi parada estaba unos metros antes, en Iena, cerca de Trocadero. El conductor aceleraba. Apuraba hasta el máximo para saltar los semáforos, y solo cuando era estrictamente necesario, frenaba en seco dejando un olor a neumático en el ambiente.
París había despertado a la primavera. Los días venían siendo calurosos, pero estábamos en el entretiempo maldito en el que la ropa sigue siendo invernal. Los abrigos nos daban un aspecto de esquimal aburrido, dentro del bus, y el conductor creyó coherente dejar activada la calefacción. Pronto se condensaron gotas de sudor en el techo del vehículo y caían de vez en cuando, frías, como bombas de sal afiladas.
A los pocos minutos, el bus paró en una estación y se bajaron algunos pasajeros. Una mujer entró también. Tenía el pelo endemoniado, negro y cano, como un piano, y se sentó a escasos metros de mí. Yo conversaba con Sarita, que había estado ausente algún tiempo de París, y venía a contarme con todo detalle los días pasados en Berlín con su fuertote novio alemán. La mujer de enfrente sintió el acento cantarín de Sarita, y no se inmuto. Ese acento de la costa peruana. Limeño. Pero luego sintió el mío, con un castellano que cortaba los finales de palabra y que dejaba escapar el aire en las vocales. Y en ese momento empezó a mirarme de una forma obsesiva. Yo sabía que la mujer me estaba mirando. Pero vaya forma de mirar. Se reía. Sacaba sus dientes manchados de tantos cigarrillos y tanto café y me miraba. Sus ojos eran dos pistolas que me apuntaban. Sarita se dio cuenta y me tocó con el codo, diciéndome que esa vieja estaba medio loca, y yo seguían sin prestarle atención. Varios meses en París bastan para no alterarse ante las apariencias extrañas.


La mujer habló al fin. Perdona, tú eres español, verdad, y yo tuve que mirarla por primera vez. Me enfrenté a sus ojos de loca y vi en ellos millones de complejos y de problemas matemáticos. Un universo extraño en el que no quería entrar. Sí, le dije, y ella preguntó con rapidez, y de dónde, y se reía mucho, con la boca abierta, y los ojos que se le salían de las cuencas. Yo le dije que de Granada, por simplificar, para no sentir la obligación de explicar todo aquello de Murcia, al lado de la playa, pueblo de los terremotos, pero bueno, al fin del cabo, cinco años en Granada. Y fue cuando ella empezó a hablar.
Marché a Granada hace unos años, para hacer unos cursos de filosofía, empezó a hablar. Subía a Cartuja, que cuesta, joder, no terminaba nunca, y seguía riendo sin parar, y mirando como si fuera una víctima, que cuesta joder, filosofía, tuve unos cursos muy interesantes, sobre Hegel, el del gato, bueno, no sé, y siempre iba, porque eran buenos, aunque yo no los recuerdo. Luego me fui a Gran Canaria, a una de esas islas, pero no recuerdo cuales, porque todas las islas me resultan iguales, y estuve varios años allí, mira tengo el moreno todavía en la piel, lo ves, es increíble, joder, eres de España, que gracioso, y Sarita me daba con el codo, diciendo entre dientes que nos fuéramos.


El bus llegó al Sena. Marchaba lento entre los atascos y los cordones policiales. La mujer seguía en su misma posé. Yo no la miraba. El río estaba embravecido. De vez en cuando algún barco con mercancías lo surcaba, y yo estiraba el cuello para intentar ver su nombre. Algunos tienen nombres de mujer, y me resulta atractivo al pensamiento leerlos. Luego ella empezó a chocar su pie contra el mío. Al principio creía que se trataba de algo accidental. Una mera casualidad de cuerpos en el espacio reducido del bus. Pero la segunda vez empecé a sospechar. A la tercera la miré fijamente, con ojos de ditirambos. Y ella me pidió disculpas, riéndose, haciéndose un cigarrillo de liar, y diciéndome que ella tenía un hombre que la esperaba, que no me preocupara, porque no se trataba de un flirteo, que le gustaba pasársela así, mirando a la gente. Yo volví a mis miradas perdidas y vagas, pero seguía escuchando como sonido ambiente su risa. Miré hacia la izquierda. La chica linda había desaparecido y yo no siquiera la había visto marchar. El viejo del periódico seguía leyendo. El bus seguía dando sus tumbos habituales. Un avión cruzaba el cielo. Otro lo reflejaba. ¿Cuántos años llevaba ya remando en esta barca de marineros tatuados? 

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