¿Acaso fue fácil para Odiseo? La chica
estaba sentada a pocas banquetas de mí. La luz del cristal entraba de lleno con
la potencia de la caída libre y le iluminaba la nariz, la comisura de los
labios, los mofletes ligeramente maquillados, y hasta la luz se dejaba deslizar
por su cuello, envuelto en un pañuelo de colores. A su lado, un viejo leía un
periódico, arrugado, como si fueran una extensión de sus manos, también
arrugadas, y de ellas nacía un temblor hasta
las muñecas y que esparcían sus ojos
hacia todos los puntos del papel. Justo delante de mi asiento, se encontraba un
chico con gafas, pelo medio caído por los hombros, uno de esos tipos que tienen
pinta de pasarse la vida en juegos de ordenador para conquistar el mundo en un
mapa del siglo XV. Vi sus ojos de repente, y eran los ojos de uno de esos
asesinos que abren fuego cuando terminan las clases en Denver, en Carolina, o
en Detroit. Por lo demás, gente anónima que busca su asiento: rubias
despeinadas contra la lluvia, madres de familia con los carricoches repletos de
hipotecas, y profesores de universidad con cara de huérfanos intelectuales.
Y el bus arrancó. El número 38 salió de
la parada de la Sorbona, en rue des Ecoles, y giró hacia la derecha para dar la
espalda al Sena, hasta alcanzar el jardín de Luxemburgo. El destino final era
Porte de la Muette, pero mi parada estaba unos metros antes, en Iena, cerca de
Trocadero. El conductor aceleraba. Apuraba hasta el máximo para saltar los
semáforos, y solo cuando era estrictamente necesario, frenaba en seco dejando
un olor a neumático en el ambiente.
París había despertado a la primavera. Los
días venían siendo calurosos, pero estábamos en el entretiempo maldito en el
que la ropa sigue siendo invernal. Los abrigos nos daban un aspecto de esquimal
aburrido, dentro del bus, y el conductor creyó coherente dejar activada la
calefacción. Pronto se condensaron gotas de sudor en el techo del vehículo y
caían de vez en cuando, frías, como bombas de sal afiladas.
A los pocos minutos, el bus paró en una
estación y se bajaron algunos pasajeros. Una mujer entró también. Tenía el pelo
endemoniado, negro y cano, como un piano, y se sentó a escasos metros de mí. Yo
conversaba con Sarita, que había estado ausente algún tiempo de París, y venía
a contarme con todo detalle los días pasados en Berlín con su fuertote novio
alemán. La mujer de enfrente sintió el acento cantarín de Sarita, y no se
inmuto. Ese acento de la costa peruana. Limeño. Pero luego sintió el mío, con
un castellano que cortaba los finales de palabra y que dejaba escapar el aire
en las vocales. Y en ese momento empezó a mirarme de una forma obsesiva. Yo sabía
que la mujer me estaba mirando. Pero vaya forma de mirar. Se reía. Sacaba sus
dientes manchados de tantos cigarrillos y tanto café y me miraba. Sus ojos eran
dos pistolas que me apuntaban. Sarita se dio cuenta y me tocó con el codo, diciéndome
que esa vieja estaba medio loca, y yo seguían sin prestarle atención. Varios meses
en París bastan para no alterarse ante las apariencias extrañas.
La mujer habló al fin. Perdona, tú eres
español, verdad, y yo tuve que mirarla por primera vez. Me enfrenté a sus ojos
de loca y vi en ellos millones de complejos y de problemas matemáticos. Un universo
extraño en el que no quería entrar. Sí, le dije, y ella preguntó con rapidez, y
de dónde, y se reía mucho, con la boca abierta, y los ojos que se le salían de
las cuencas. Yo le dije que de Granada, por simplificar, para no sentir la
obligación de explicar todo aquello de Murcia, al lado de la playa, pueblo de
los terremotos, pero bueno, al fin del cabo, cinco años en Granada. Y fue
cuando ella empezó a hablar.
Marché a Granada hace unos años, para
hacer unos cursos de filosofía, empezó a hablar. Subía a Cartuja, que cuesta,
joder, no terminaba nunca, y seguía riendo sin parar, y mirando como si fuera
una víctima, que cuesta joder, filosofía, tuve unos cursos muy interesantes,
sobre Hegel, el del gato, bueno, no sé, y siempre iba, porque eran buenos,
aunque yo no los recuerdo. Luego me fui a Gran Canaria, a una de esas islas,
pero no recuerdo cuales, porque todas las islas me resultan iguales, y estuve
varios años allí, mira tengo el moreno todavía en la piel, lo ves, es increíble,
joder, eres de España, que gracioso, y Sarita me daba con el codo, diciendo
entre dientes que nos fuéramos.
El bus llegó al Sena. Marchaba lento
entre los atascos y los cordones policiales. La mujer seguía en su misma posé. Yo
no la miraba. El río estaba embravecido. De vez en cuando algún barco con
mercancías lo surcaba, y yo estiraba el cuello para intentar ver su nombre. Algunos
tienen nombres de mujer, y me resulta atractivo al pensamiento leerlos. Luego ella
empezó a chocar su pie contra el mío. Al principio creía que se trataba de algo
accidental. Una mera casualidad de cuerpos en el espacio reducido del bus. Pero
la segunda vez empecé a sospechar. A la tercera la miré fijamente, con ojos de
ditirambos. Y ella me pidió disculpas, riéndose, haciéndose un cigarrillo de
liar, y diciéndome que ella tenía un hombre que la esperaba, que no me
preocupara, porque no se trataba de un flirteo, que le gustaba pasársela así,
mirando a la gente. Yo volví a mis miradas perdidas y vagas, pero seguía
escuchando como sonido ambiente su risa. Miré hacia la izquierda. La chica
linda había desaparecido y yo no siquiera la había visto marchar. El viejo del
periódico seguía leyendo. El bus seguía dando sus tumbos habituales. Un avión
cruzaba el cielo. Otro lo reflejaba. ¿Cuántos años llevaba ya remando en esta
barca de marineros tatuados?
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