El primer paso fue el arrepentimiento. Salí
a la calle y pisé un charco. Mezcla de agua, mezcla de colillas apagadas. En el
momento en que se cerraba la puerta de
la cancela supe que estaba condenado a correr. Ni las mallas largas, que me
cubrían las piernas hasta los tobillos, ni el impermeable rojo, reflectante,
ajustado al cuerpo, me daban un aire deportista. Uno tiene el cuerpo que tiene,
y no lo puedo cambiar. Siempre he pensado que mi pose es más de jugador de
ajedrez o de crítico de cine que de corredor de maratones. Pero la vida empezó
exactamente a las seis en punto de la tarde.
El primer paso fue doloroso. Las piernas
engarrotadas, tras meses avocadas a un único movimiento de subir ciento quince
escaleras todos los días. Como viejos óxidos comenzaban a desplazarse sobre el
asfalto mojado, y un hormigueo pesimista se concentraba en las rodillas, hasta
acabar en el brazo izquierdo. Demasiado patético para morir de un infarto en
mitad de la calle, rodeado de paraguas y de embajadas.
Me dirigía hacia Trocadero, pero la
suerte de los semáforos me hizo girar una calle. Atravesé varias plazas. No escuchaba
más que el sonido monótono de la suela de mis zapatillas, y mi respiración, ese
quejido que ascendía de mis pulmones, de mi estómago, hasta la nariz, para
recordarme que el dolor es lo único que podía encontrar en ese simulacro de
atleta.
Diez minutos después di el segundo paso.
Pero yo aún no lo sabía. Fue hace más o menos un año. Uno de esos sueños que
sin saber por qué se quedan almacenados en la memoria. Ni recuerdo lo que había
hecho la noche anterior. Dormí plácidamente y cuando desperté en mi antiguo
apartamento de la calle Plaza de Castillejos, mi cara expresaba una sonrisa que
se escapaba de mi boca conforme me daba cuenta de que aquello había sido un
sueño. Elías y yo caminábamos por París, y llegábamos a una explanada repleta
de árboles y de césped quemado. Amarillo. Como si fuera trigo corto. Nunca
habíamos visto el Bois de Boulogne. En la vida real, habíamos pasado un año en
París y nunca nos habíamos acercado a aquella gran extensión de bosque que
rodeaba el Oeste de París. Pero en mi sueño estábamos seguros de que era aquel
parque. Nos miramos y entramos, sin dar ninguna explicación.
El sueño seguía avanzando. Aparecían caminos
que no llevaban a ninguna parte. Caminos de tierra escoltados por árboles con
ramas exageradas. Y a lo lejos, unos edificios de corte colonial que bordeaban
el parque como si lo estuvieran protegiendo. El sol estaba tibio. Aquella era
una luz de siesta amarilla. Una luz, dicha a la manera francesa, d’après midi. Una luz preciosa que aún
no he podido arrancar de mi memoria. Y fue solo un sueño. Desperté y ya no supe
nada más.
Pero esta vez, cruzando las calles
rectas y señoritas del 16 arrondissement, dejando atrás hombres importantes con
perros importantes y mujeres importantes, llegué a aquel lugar que creía haber visto
en el sueño. Ante mi se expandía un bosque que parecía no tener fin, como si la
naturaleza se hubiera revelado en armas contra la ciudad, contra los edificios,
contra el tráfico, y se hubiera esforzado por aparecer en un rincón de la urbe
y hacerla suya. Es la soledad vegetal, este parque, pensé cuando crucé el
último paso de cebra hasta entrar en el recinto.
Y allí la luz se fue abriendo poco a
poco. Dejó de llover y algunas nubes se marcharon, dejando grandes claros en el
cielo. La claridad avanzaba en el interior de las ramas. Colapsaba las hojas no
nacidas de los álamos y de los robles, y pronto dejé de tener contacto con el
mundo parisino. Ya no veía los edificios ni olía el humo de los autos como si fumara una palmera habanera. Los caminos
me llevaron hacía dios sabe qué lugar. Una recta kilométrica, vacía, llena de
charcos y de sombras, y mis piernas, que se habían olvidado del dolor, y que sólo
querían correr y correr, para descubrir, por primera vez, después de tantos
meses sin salir apenas a la calle. Y un hombre aparecía de improviso, con un
paraguas. Y conforme me acercaba más parecía más extraño. Y escuchaba el
ladrido de unos perros lejanos, que avanzaban hacia mí como si olieran mis
huellas en la tierra mojada.
Cambié de senda, opte por la oscuridad
de unos helechos y las piedras por camino. En la cuneta se deslizaba un
riachuelo, con un sonido de agua brava amplificada. A tierra, de rodillas, una
chica masturbaba a un hombre. Ambos eran jóvenes. El hombre hacía espasmos con
la cintura y un grito apagado lo dejó tumbado en el suelo. A unos quinientos
metros más al interior del bosque, un grupo de soldados callejeros fumaban
marihuana. El olor dulzón del porro me persiguió unos minutos. Giraba hacia la
derecha, y me seguía. Me mojaba la nariz con una rama, y estaba ya en la
madera. Fue cuando divisé una casa o lo que parecía que era una casa.
De cerca vi a una negra, en una escalera
de madera que daba acceso al portón, sin la parte de abajo del vestido, y un hombre
que bailaba una especie de danza primitiva montado en ella. Los dos continuaron
su rito sin apenas mirarme. Yo solamente era un pobre aspirante a atleta que
pasaba por allí de casualidad. Pero vi más cosas. Vi familias que paseaban a
sus perros, a escasos metros de las escenas amorosas. Felaciones mezcladas con
clases de literaturas, con apenas algunos árboles de distancia. Vi la soledad
del hombre mayor que se sienta en un banco a la espera de las palomas, y vi la
soledad de las putas que cuentan su salario mientras las penetran y les dejan un
hilo de saliva en el cuello. Vi muchas cosas antes de abandonar el Bois de
Boulogne.
La vuelta a casa fue cansada. Demasiadas
rotondas. Demasiados restaurantes caros. Demasiadas comisarías y empresas de
altos ejecutivos. Las piernas me daban un ultimátum. Se me doblaban cuando
tenía que atacar un bordillo, o esquivar a un viandante que aún no había
escondido su paraguas. Llegué andando hasta mi casa. Me desnudé y estuve un
rato mirándome en el espejo. Eso fue todo.
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