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miércoles, 10 de abril de 2013

Mis pasos perdidos



El primer paso fue el arrepentimiento. Salí a la calle y pisé un charco. Mezcla de agua, mezcla de colillas apagadas. En el momento en  que se cerraba la puerta de la cancela supe que estaba condenado a correr. Ni las mallas largas, que me cubrían las piernas hasta los tobillos, ni el impermeable rojo, reflectante, ajustado al cuerpo, me daban un aire deportista. Uno tiene el cuerpo que tiene, y no lo puedo cambiar. Siempre he pensado que mi pose es más de jugador de ajedrez o de crítico de cine que de corredor de maratones. Pero la vida empezó exactamente a las seis en punto de la tarde.
El primer paso fue doloroso. Las piernas engarrotadas, tras meses avocadas a un único movimiento de subir ciento quince escaleras todos los días. Como viejos óxidos comenzaban a desplazarse sobre el asfalto mojado, y un hormigueo pesimista se concentraba en las rodillas, hasta acabar en el brazo izquierdo. Demasiado patético para morir de un infarto en mitad de la calle, rodeado de paraguas y de embajadas.  
Me dirigía hacia Trocadero, pero la suerte de los semáforos me hizo girar una calle. Atravesé varias plazas. No escuchaba más que el sonido monótono de la suela de mis zapatillas, y mi respiración, ese quejido que ascendía de mis pulmones, de mi estómago, hasta la nariz, para recordarme que el dolor es lo único que podía encontrar en ese simulacro de atleta.


Diez minutos después di el segundo paso. Pero yo aún no lo sabía. Fue hace más o menos un año. Uno de esos sueños que sin saber por qué se quedan almacenados en la memoria. Ni recuerdo lo que había hecho la noche anterior. Dormí plácidamente y cuando desperté en mi antiguo apartamento de la calle Plaza de Castillejos, mi cara expresaba una sonrisa que se escapaba de mi boca conforme me daba cuenta de que aquello había sido un sueño. Elías y yo caminábamos por París, y llegábamos a una explanada repleta de árboles y de césped quemado. Amarillo. Como si fuera trigo corto. Nunca habíamos visto el Bois de Boulogne. En la vida real, habíamos pasado un año en París y nunca nos habíamos acercado a aquella gran extensión de bosque que rodeaba el Oeste de París. Pero en mi sueño estábamos seguros de que era aquel parque. Nos miramos y entramos, sin dar ninguna explicación.
El sueño seguía avanzando. Aparecían caminos que no llevaban a ninguna parte. Caminos de tierra escoltados por árboles con ramas exageradas. Y a lo lejos, unos edificios de corte colonial que bordeaban el parque como si lo estuvieran protegiendo. El sol estaba tibio. Aquella era una luz de siesta amarilla. Una luz, dicha a la manera francesa, d’après midi. Una luz preciosa que aún no he podido arrancar de mi memoria. Y fue solo un sueño. Desperté y ya no supe nada más.
Pero esta vez, cruzando las calles rectas y señoritas del 16 arrondissement, dejando atrás hombres importantes con perros importantes y mujeres importantes, llegué a aquel lugar que creía haber visto en el sueño. Ante mi se expandía un bosque que parecía no tener fin, como si la naturaleza se hubiera revelado en armas contra la ciudad, contra los edificios, contra el tráfico, y se hubiera esforzado por aparecer en un rincón de la urbe y hacerla suya. Es la soledad vegetal, este parque, pensé cuando crucé el último paso de cebra hasta entrar en el recinto.
Y allí la luz se fue abriendo poco a poco. Dejó de llover y algunas nubes se marcharon, dejando grandes claros en el cielo. La claridad avanzaba en el interior de las ramas. Colapsaba las hojas no nacidas de los álamos y de los robles, y pronto dejé de tener contacto con el mundo parisino. Ya no veía los edificios ni olía el humo de los autos  como si fumara una palmera habanera. Los caminos me llevaron hacía dios sabe qué lugar. Una recta kilométrica, vacía, llena de charcos y de sombras, y mis piernas, que se habían olvidado del dolor, y que sólo querían correr y correr, para descubrir, por primera vez, después de tantos meses sin salir apenas a la calle. Y un hombre aparecía de improviso, con un paraguas. Y conforme me acercaba más parecía más extraño. Y escuchaba el ladrido de unos perros lejanos, que avanzaban hacia mí como si olieran mis huellas en la tierra mojada.


Cambié de senda, opte por la oscuridad de unos helechos y las piedras por camino. En la cuneta se deslizaba un riachuelo, con un sonido de agua brava amplificada. A tierra, de rodillas, una chica masturbaba a un hombre. Ambos eran jóvenes. El hombre hacía espasmos con la cintura y un grito apagado lo dejó tumbado en el suelo. A unos quinientos metros más al interior del bosque, un grupo de soldados callejeros fumaban marihuana. El olor dulzón del porro me persiguió unos minutos. Giraba hacia la derecha, y me seguía. Me mojaba la nariz con una rama, y estaba ya en la madera. Fue cuando divisé una casa o lo que parecía que era una casa.
De cerca vi a una negra, en una escalera de madera que daba acceso al portón, sin la parte de abajo del vestido, y un hombre que bailaba una especie de danza primitiva montado en ella. Los dos continuaron su rito sin apenas mirarme. Yo solamente era un pobre aspirante a atleta que pasaba por allí de casualidad. Pero vi más cosas. Vi familias que paseaban a sus perros, a escasos metros de las escenas amorosas. Felaciones mezcladas con clases de literaturas, con apenas algunos árboles de distancia. Vi la soledad del hombre mayor que se sienta en un banco a la espera de las palomas, y vi la soledad de las putas que cuentan su salario mientras las penetran y les dejan un hilo de saliva en el cuello. Vi muchas cosas antes de abandonar el Bois de Boulogne.


La vuelta a casa fue cansada. Demasiadas rotondas. Demasiados restaurantes caros. Demasiadas comisarías y empresas de altos ejecutivos. Las piernas me daban un ultimátum. Se me doblaban cuando tenía que atacar un bordillo, o esquivar a un viandante que aún no había escondido su paraguas. Llegué andando hasta mi casa. Me desnudé y estuve un rato mirándome en el espejo. Eso fue todo.  

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