Das
cordas do meu violao
Que
so teu amor procurou
Estaba sonando Manhã de Carnaval pero yo aún no lo sabía. Lo supe días después,
casi por azar. Se trataba de Orfeu
Negro, y era la primera vez que escuchaba algo así. Una voz de mujer que venía
desde finales de los años cincuenta, en una barriada de favelas en Río de
Janeiro. Y pensé en las casualidades. Pensé en una ciudad que para mí eran
playas abarrotadas de samba y calles de piedras pequeñas y polvo transitadas
por negros descalzos. Vi ese carnaval diario y a miles de mujeres y hombres
haciendo el amor en un tendido de verano, con luces de colores y un hombre que
se sujetaba el sombrero cuando pasaba delante de un grupo de muchachas. A eso
me llevaba la canción que estaba esparciéndose por el aire, a las cinco de la
mañana, en un cuarto de París, limitado por las geografías de la pobreza,
aunque ninguno éramos pobres.
Todo estaba lleno de humo. Marcos estaba
sentado en frente de mí. Fumaba con los ojos fijos en algún lugar de su
estantería, a la izquierda de su cama. Me cuesta trabajo recordar a Marcos sin
humo alrededor. Sin ese sabor punzante del tabaco rodeando su imagen de
escritor perdido en la selva. Apenas hablaba. Nos ofreció una botella de mezcal
“Espadín” que yo bebí creyendo que era mezcal “Los suicidas”. La botella
representaba un luchador mexicano en tonos azules suaves y rojos. Él siempre se
preocupaba de llenar los vasos hasta el final. Acababa de llegar del D.F.
Todavía estaba poseído por el insomnio del desvarío horario. Los aeropuertos
son como canciones incompletas, me decía. Había estado quince días en su casa.
Su casa tiene veinte millones de habitantes, pensé en ese momento, y me
imaginaba cómo sería eso de vivir rodeado de veinte millones de personas que
respiran, que orinan, que hablan, que gritan, que asesinan, que hacen el amor.
Cómo sería eso de estar atrapado en una jaula sin barrotes, donde todavía
existen las serpientes con forma de mujer. Tuve la curiosidad de preguntarle
que cuántos Marcos existían en el D.F., que como él leían La
Jornada por las mañanas, olían el aire picante de las taquerías cerca de la
Colonia Turquesa y antes de que anocheciera, veían el reflejo en el horizonte
de algo que se suponía que era el volcán Tláloc. Se encendió otro cigarrillo y
siguió mirando hacia alguna parte de su habitación, como si nadie más estuviera
sentado en esa mesa.
A mi izquierda estaba Adila. Ella era
judía y llevaba toda su vida viviendo en Francia, aunque no era francesa. Había
nacido en Israel, supongo que en Haifa o Tel Aviv, aunque no puedo asegurarlo.
Se había encendido un cigarro y no soltaba la ceniza hasta que se le caía al
suelo, sin mirar la moqueta. Yo la miraba y creía ver en ella algo parecido a
una carretera cercada por el desierto, la frontera de dos países en disputa, y
una oficina de una editorial en
Jerusalén. Tenía algo así como treinta años. Había trabajado durante algunos
años en el festival de cine israelí de París. Ella seleccionaba las películas y
contrataba a los artistas para dar conferencias. También escribía en Le Monde los jueves. Sus artículos eran
los más temidos para el cine independiente desde hacía más de tres inviernos.
La conocí hace algunos años, en una clase sobre Buñuel que a mí me resultó
totalmente prescindible, pero que ella consideraba indispensable. Algunas veces
quedábamos para tomar café. Nuestras conversaciones eran claras y directas,
pero cuando había tercera personas delante nos volvíamos esquivos y muchas
veces hacíamos como que no nos conocíamos. Esa noche miraba con frecuencia el
reloj. Lo examinaba con preocupación, y tras unos segundos fingía que se
trataba solamente de una manía. También estuvo callada esa noche.
A mi derecha estaba Teresa. Ella también
estaba fumando. Aspiraba el humo con delicadeza y lo soltaba por encima de
nuestras cabezas. Nos hablaba en portugués. Y nosotros entendíamos como si
tuviéramos un padre carioca. Era brasileña. Tenía veinticinco años y me lo
confesó al poco tiempo de conocerla. Tengo un hijo de seis años, me dijo. Yo le
sonreía, intentando comprender que era aquello de tener un hijo, y le quité
importancia cambiando de tema. Llevaba algunos años en Francia, pero ella no se
acordaba con exactitud. Tenía varios trabajos en mano. Estaba haciendo un
documental sobre la prostitución de brasileñas en París. Nos habló de un
transexual que se ponía por la rue Saint Denis, muy cerca de nuestra habitación
de humo. Nos dijo que con suerte a finales de año podría estrenarlo. Yo quise
ver a todas esas vidas que se pasaban las horas en la calle buscando agua
sexual para poder comer. A parte de realizadora de documentales, trabajaba en
un bar en el que toda la colonia de latinos solíamos ir a menudo. Apenas
acabábamos de conocerla. Era la única que hablaba de los cuatro. Había algo de
melancolía en su voz. Algo de rabia que no podíamos comprender ni Marcos, ni
Adila ni yo. Cuando se acabó el tabaco se levantó y se fue de la habitación.
Aún no había clareado. El cielo seguía oscuro,
en la hora de los acertijos de calles negras. Marcos y yo nos quedamos
charlando hasta que se hizo de día. Adila también se había ido. Ni siquiera
esperó a que abrieran el metro. Acabamos la botella de mezcal y pusimos de
nuevo la canción que había sonado durante tanto tiempo. Las noches cada vez se
parecían más a lo que yo había pensado que era París
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