Free counter and web stats

domingo, 21 de abril de 2013

Manhã de Carnaval



Das cordas do meu violao
Que so teu amor procurou

Estaba sonando Manhã de Carnaval pero yo aún no lo sabía. Lo supe días después, casi por azar.  Se trataba de Orfeu Negro, y era la primera vez que escuchaba algo así. Una voz de mujer que venía desde finales de los años cincuenta, en una barriada de favelas en Río de Janeiro. Y pensé en las casualidades. Pensé en una ciudad que para mí eran playas abarrotadas de samba y calles de piedras pequeñas y polvo transitadas por negros descalzos. Vi ese carnaval diario y a miles de mujeres y hombres haciendo el amor en un tendido de verano, con luces de colores y un hombre que se sujetaba el sombrero cuando pasaba delante de un grupo de muchachas. A eso me llevaba la canción que estaba esparciéndose por el aire, a las cinco de la mañana, en un cuarto de París, limitado por las geografías de la pobreza, aunque ninguno éramos pobres.


Todo estaba lleno de humo. Marcos estaba sentado en frente de mí. Fumaba con los ojos fijos en algún lugar de su estantería, a la izquierda de su cama. Me cuesta trabajo recordar a Marcos sin humo alrededor. Sin ese sabor punzante del tabaco rodeando su imagen de escritor perdido en la selva. Apenas hablaba. Nos ofreció una botella de mezcal “Espadín” que yo bebí creyendo que era mezcal “Los suicidas”. La botella representaba un luchador mexicano en tonos azules suaves y rojos. Él siempre se preocupaba de llenar los vasos hasta el final. Acababa de llegar del D.F. Todavía estaba poseído por el insomnio del desvarío horario. Los aeropuertos son como canciones incompletas, me decía. Había estado quince días en su casa. Su casa tiene veinte millones de habitantes, pensé en ese momento, y me imaginaba cómo sería eso de vivir rodeado de veinte millones de personas que respiran, que orinan, que hablan, que gritan, que asesinan, que hacen el amor. Cómo sería eso de estar atrapado en una jaula sin barrotes, donde todavía existen las serpientes con forma de mujer. Tuve la curiosidad de preguntarle que cuántos Marcos existían en el D.F., que como él leían  La Jornada por las mañanas, olían el aire picante de las taquerías cerca de la Colonia Turquesa y antes de que anocheciera, veían el reflejo en el horizonte de algo que se suponía que era el volcán Tláloc. Se encendió otro cigarrillo y siguió mirando hacia alguna parte de su habitación, como si nadie más estuviera sentado en esa mesa.
A mi izquierda estaba Adila. Ella era judía y llevaba toda su vida viviendo en Francia, aunque no era francesa. Había nacido en Israel, supongo que en Haifa o Tel Aviv, aunque no puedo asegurarlo. Se había encendido un cigarro y no soltaba la ceniza hasta que se le caía al suelo, sin mirar la moqueta. Yo la miraba y creía ver en ella algo parecido a una carretera cercada por el desierto, la frontera de dos países en disputa, y una oficina  de una editorial en Jerusalén. Tenía algo así como treinta años. Había trabajado durante algunos años en el festival de cine israelí de París. Ella seleccionaba las películas y contrataba a los artistas para dar conferencias. También escribía en Le Monde los jueves. Sus artículos eran los más temidos para el cine independiente desde hacía más de tres inviernos. La conocí hace algunos años, en una clase sobre Buñuel que a mí me resultó totalmente prescindible, pero que ella consideraba indispensable. Algunas veces quedábamos para tomar café. Nuestras conversaciones eran claras y directas, pero cuando había tercera personas delante nos volvíamos esquivos y muchas veces hacíamos como que no nos conocíamos. Esa noche miraba con frecuencia el reloj. Lo examinaba con preocupación, y tras unos segundos fingía que se trataba solamente de una manía. También estuvo callada esa noche.
A mi derecha estaba Teresa. Ella también estaba fumando. Aspiraba el humo con delicadeza y lo soltaba por encima de nuestras cabezas. Nos hablaba en portugués. Y nosotros entendíamos como si tuviéramos un padre carioca. Era brasileña. Tenía veinticinco años y me lo confesó al poco tiempo de conocerla. Tengo un hijo de seis años, me dijo. Yo le sonreía, intentando comprender que era aquello de tener un hijo, y le quité importancia cambiando de tema. Llevaba algunos años en Francia, pero ella no se acordaba con exactitud. Tenía varios trabajos en mano. Estaba haciendo un documental sobre la prostitución de brasileñas en París. Nos habló de un transexual que se ponía por la rue Saint Denis, muy cerca de nuestra habitación de humo. Nos dijo que con suerte a finales de año podría estrenarlo. Yo quise ver a todas esas vidas que se pasaban las horas en la calle buscando agua sexual para poder comer. A parte de realizadora de documentales, trabajaba en un bar en el que toda la colonia de latinos solíamos ir a menudo. Apenas acabábamos de conocerla. Era la única que hablaba de los cuatro. Había algo de melancolía en su voz. Algo de rabia que no podíamos comprender ni Marcos, ni Adila ni yo. Cuando se acabó el tabaco se levantó y se fue de la habitación.
 Aún no había clareado. El cielo seguía oscuro, en la hora de los acertijos de calles negras. Marcos y yo nos quedamos charlando hasta que se hizo de día. Adila también se había ido. Ni siquiera esperó a que abrieran el metro. Acabamos la botella de mezcal y pusimos de nuevo la canción que había sonado durante tanto tiempo. Las noches cada vez se parecían más a lo que yo había pensado que era París


No hay comentarios:

Publicar un comentario