Llegamos una mañana fría de Octubre pero
los sucesos ocurrieron en otras mañanas diferentes. Con algunas décadas de
distancia, entramos mi hermano y yo en la Gare de l’Est, dispuestos a tomar un
tren que nos llevara en dirección a Estrasburgo y Alemania. Ligeros de
equipaje, la madrugada se colaba por la gran vidriera que daba entrada al
viajero. Las pisadas se confundían en el suelo. Las ediciones antiguas de
periódicos arrugados. Los vasos de café vacíos. Los avisos de los trenes que
parten llenos. Y un susurro de incertidumbre que se perfilaba en cada vagón
antes de cerrar sus puertas, antes de arrancar los rotatorios metálicos de las
máquinas. Antes de coincidir el gran reloj que pendía del centro de la estación
con una hora escrita en tinta negra en el billete correspondiente.
1914. Las calles de París son un
hervidero. Se escuchan golpes de tambores. La gente se agolpa en los cafés. Las
terrazas se hacen palcos de gala. Todo el mundo tiene la palabra Francia
escrita en una manga, en una bandera, en un fusil. El 28 de Julio Alemania le
declara la guerra a Rusia. El verano entra directamente por los grandes bulevares de París. Se agitan vientos de cambios. Francia le declara la guerra ese mismo día
a la Triple Alianza. Las marchas de soldados franceses se dirigen hacia la Gare
de l’Est, la salida hacia la parte oriental de Europa. Muchos cantaban la Marsellesa.
Otros guardaban silencio. Nadie había oído hablar de la guerra nunca, salvo a
los mayores, en el siglo pasado. La guerra, como un espejismo guardado en un
museo arqueológico. Como una pistola colgada en un salón. Un uniforme al que se
lo comen las polillas. Una fotografía de los tiempos en los que no había cámaras
fotográficas.
Y los trenes partían llenos. Las mujeres
despedían a sus hombres eufóricos. Los besaban en la boca. Guardaban el último
aliento de la partida en unos labios rojos y frescos. Las madres lloraban. Contenían
la respiración. Saben más por madres que el dolor está al otro lado de las
vías, al otro lado de las trincheras, donde el frío se hace carne y las balas
silban como pájaros asustados.
Aquella generación que partió una mañana
hacia el frente, dirección Alemania, se quedó en un valle a escasos kilómetros
de París. Su cuerpo, amoratado y sin vida, se llamó Verdún. Ese fue el
escenario de sus últimas noches. Kilómetros y kilómetros de trincheras. Días iguales
a los laberintos que escarban las hormigas debajo de la tierra. Entre 377.000 y
542.000 fueron las bajas del lado francés. Un número similar las del bando
alemán. Meses después, en 1918, los pocos soldados que habían sobrevivido a
esos cuatro años de locura, volvían con el casco entre las manos y los abrigos
rotos, procedentes de un tren cuyo destino final era la Gare de l’Est. En los
andenes, más madres que soldados. Y las calles hicieron memoria de esa vuelta. Y
las banderas que colgaban en las calles, con la victoria, se movían recordando
las bajas, los desaparecidos, los andenes llenos. Los trenes con billete de
ida, pero sin trayecto de vuelta. Un once de noviembre. Un tropiezo antes de la
caída final.
Y mi hermano y yo volvíamos a mirar el
reloj. Aun faltaba una hora para que saliera nuestro tren. La Gare de l’Est
tranquila. Quién diría que fue la madre de todas las batallas de la primera
mitad del siglo XX. Mirábamos más allá de los andenes. Si agudizas la vista, me
decía mi hermano, puedes encontrar Alemania, a lo lejos. Y yo afilaba la
mirada. Dos horas de viaje hacia el este y cambiará el idioma. El país de la redención.
1940. Llevamos un año de guerra.
Alemania, en un éxtasis de locura, invadió Polonia. Francia, nuevamente, le
vuelve a declarar la guerra. Un año de silencio. Un año de oscuridad. No ha
pasa nada. Un año que es un hilo que en cualquier momento se puede cortar. Esas
Parcas que controlan la fortuna, que distribuyen la muerte. Que deciden la hora
de la partida de los trenes. Las largas colas de militares, uniformados, con un
paso irregular, cansados, se aproximan a las inmediaciones de la estación. Veintiséis
años desde la última marcha. La vida, como un círculo que se atropella a sí
mismo. Como un espejo que se repite y se quema cada vez que lo miras. No hay euforia.
No hay cánticos. Muchos de estos soldados también partieron en esos mismos
trenes, hacia el este, hacia Alemania, en la I Guerra Mundial, no hacía tanto. Ellos
solo fueron unos pocos de los que volvieron. Ahora parten de nuevo. Muchas madres
de las de antes ya no están. Pero la vida trajo nuevas madres, nuevas novias. Nuevas
necesidades. Nuevos adioses. Y esa música fúnebre que pone el silencio en
ciertas despedidas. Esta vez es diferente. Esta guerra huele diferente. Hitler.
El nazismo. Años de humillación. Años de incomprensión. La incultura. El racismo.
El mirar hacia otro lado. Francia, miraste hacia otro lado. Miraste hacia otro
lado mientras otros países se pudrían. Y la máquina motora vuelve a acelerar. Vuelve
a expulsar humo de su boca. Los trenes parten llenos. Los trenes son grandes
almacenes de carne podrida que aun respira.
Pocos meses después, París es un
ejemplar más de la colección personal de Hitler. Un gran desfile militar mancha
Champs Elysees. Los nazis hacen suya la ciudad. La bandera francesa cae. Llega la
oscuridad. Los años bárbaros. Francia se rinde, se humilla. Se crea la Francia
de Vichy, un gobierno títere y aliado de la Alemania Nazi. No se entiende la
historia. Los propios franceses culpando a los propios franceses. Los años
bárbaros. Empiezan las listas. Esas listas negras con apellidos comunes. Juifs.
¿Tu apellido? Levi. Strauss. Goldin.
Sefarad. Pérez. Todos al vagón. Todos dentro. ¿A dónde vamos? Todos dentro. El
vecino es el enemigo. El demonio es el vecino. Un simple vendedor de pan. Enemigo.
Juifs. Un escultor. Enemigo. Juifs. Un artesano de joyas. Enemigo. Juifs. Un profesor
de literatura. Enemigo. Juifs. Un niño de siete años. Enemigos. Juifs. Todos al
vagón. Todos dentro. Si, lo pone en su apellido. Juifs. Hacia la degradación
del género humano. ¿Quién iba en esos vagones? Son judíos. Son franceses. Son españoles.
Son exiliados. No. Son personas. Juifs. Vagones sin taburetes. Todos de pie. Dos
semanas de viaje sin descanso. No hay comida. Juifs. Adelante. Zarpen ya.
¿Cuántos trenes salieron esa mañana de la Gare de l’Est? Cada persona un tren. Cada tren un
holocausto. Juifs. ¿Dónde estábamos cuando sucedió todo esto? ¿Dónde estaba el
hombre cuando se despertó la bestia? ¿Dónde estaba Dios? Preguntó un señor de
blanco. No. No se confundan. Nosotros fuimos la bestia. Ochenta mil judíos en
unos trenes que no tenía retorno. ¿Hacia dónde van? Todos conducíamos esa
locomotora, en cierto sentido, todos íbamos en ella, en cierto siento. 1942. El
año de la vergüenza. 1943. El año de la vergüenza. Los trenes parten llenos.
1944. El año de los trenes de regreso. ¿Quiénes vuelven? No son personas. Si. Ahora
empiezan a ser personas. Les quitaron ese privilegio. No son personas. ¿Y quien
se lo ha hecho? Tampoco son personas. 1945. Los trenes vuelven a salir de Gare
de l’Est. No nos atrevemos a mirarnos en el espejo. Somos un género de
escombros que perdió su camino. Y los trenes cobran su normalidad, sus rutas
comerciales. Las ciudades se superan. Los nombres franceses pasan a nombres
alemanes, Estrasburgo en medio. Las banquetas vuelven a los vagones. No más paradas
forzosas. No más nieve rasa en el filo de las vías. Qué largos fueron esos
viajes, Semprún. Qué largas las esperas de los que se quedaron. Qué larga la
condena de los que conducían las locomotoras.
Veinte minutos y salimos, me dijo mi
hermano desde la otra parte de la banca. A nuestro lado un grupo de turistas
rusos esperaba embarcar con destino a Berlín. Una familia francesa,
estrictamente vestida, ocupaba nuestro mismo camino. Vagón seis. En dos horas
estaremos en Estrasburgo, le dije a mi hermano. La locomotora no era de humo. Los
tiempos habían cambiado. El revisor nos miraba con cara de mañana, sin ganas de
trabajar. Sus tiques. Todo en orden. Y nos fuimos alejando de París por el Este,
atravesando millones de nombres y apellidos, pueblos anónimos, valles verdes y
oscuros, que un día, también, vieron en el Este el silencio de unos raíles que
se acercaban entre la niebla.
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