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lunes, 22 de octubre de 2012

Gare de l'Est



Llegamos una mañana fría de Octubre pero los sucesos ocurrieron en otras mañanas diferentes. Con algunas décadas de distancia, entramos mi hermano y yo en la Gare de l’Est, dispuestos a tomar un tren que nos llevara en dirección a Estrasburgo y Alemania. Ligeros de equipaje, la madrugada se colaba por la gran vidriera que daba entrada al viajero. Las pisadas se confundían en el suelo. Las ediciones antiguas de periódicos arrugados. Los vasos de café vacíos. Los avisos de los trenes que parten llenos. Y un susurro de incertidumbre que se perfilaba en cada vagón antes de cerrar sus puertas, antes de arrancar los rotatorios metálicos de las máquinas. Antes de coincidir el gran reloj que pendía del centro de la estación con una hora escrita en tinta negra en el billete correspondiente.


1914. Las calles de París son un hervidero. Se escuchan golpes de tambores. La gente se agolpa en los cafés. Las terrazas se hacen palcos de gala. Todo el mundo tiene la palabra Francia escrita en una manga, en una bandera, en un fusil. El 28 de Julio Alemania le declara la guerra a Rusia. El verano entra directamente por los grandes bulevares de París. Se agitan vientos de cambios. Francia le declara la guerra ese mismo día a la Triple Alianza. Las marchas de soldados franceses se dirigen hacia la Gare de l’Est, la salida hacia la parte oriental de Europa. Muchos cantaban la Marsellesa. Otros guardaban silencio. Nadie había oído hablar de la guerra nunca, salvo a los mayores, en el siglo pasado. La guerra, como un espejismo guardado en un museo arqueológico. Como una pistola colgada en un salón. Un uniforme al que se lo comen las polillas. Una fotografía de los tiempos en los que no había cámaras fotográficas.
Y los trenes partían llenos. Las mujeres despedían a sus hombres eufóricos. Los besaban en la boca. Guardaban el último aliento de la partida en unos labios rojos y frescos. Las madres lloraban. Contenían la respiración. Saben más por madres que el dolor está al otro lado de las vías, al otro lado de las trincheras, donde el frío se hace carne y las balas silban como pájaros asustados.


Aquella generación que partió una mañana hacia el frente, dirección Alemania, se quedó en un valle a escasos kilómetros de París. Su cuerpo, amoratado y sin vida, se llamó Verdún. Ese fue el escenario de sus últimas noches. Kilómetros y kilómetros de trincheras. Días iguales a los laberintos que escarban las hormigas debajo de la tierra. Entre 377.000 y 542.000 fueron las bajas del lado francés. Un número similar las del bando alemán. Meses después, en 1918, los pocos soldados que habían sobrevivido a esos cuatro años de locura, volvían con el casco entre las manos y los abrigos rotos, procedentes de un tren cuyo destino final era la Gare de l’Est. En los andenes, más madres que soldados. Y las calles hicieron memoria de esa vuelta. Y las banderas que colgaban en las calles, con la victoria, se movían recordando las bajas, los desaparecidos, los andenes llenos. Los trenes con billete de ida, pero sin trayecto de vuelta. Un once de noviembre. Un tropiezo antes de la caída final.
Y mi hermano y yo volvíamos a mirar el reloj. Aun faltaba una hora para que saliera nuestro tren. La Gare de l’Est tranquila. Quién diría que fue la madre de todas las batallas de la primera mitad del siglo XX. Mirábamos más allá de los andenes. Si agudizas la vista, me decía mi hermano, puedes encontrar Alemania, a lo lejos. Y yo afilaba la mirada. Dos horas de viaje hacia el este y cambiará el idioma. El país de la redención.


1940. Llevamos un año de guerra. Alemania, en un éxtasis de locura, invadió Polonia. Francia, nuevamente, le vuelve a declarar la guerra. Un año de silencio. Un año de oscuridad. No ha pasa nada. Un año que es un hilo que en cualquier momento se puede cortar. Esas Parcas que controlan la fortuna, que distribuyen la muerte. Que deciden la hora de la partida de los trenes. Las largas colas de militares, uniformados, con un paso irregular, cansados, se aproximan a las inmediaciones de la estación. Veintiséis años desde la última marcha. La vida, como un círculo que se atropella a sí mismo. Como un espejo que se repite y se quema cada vez que lo miras. No hay euforia. No hay cánticos. Muchos de estos soldados también partieron en esos mismos trenes, hacia el este, hacia Alemania, en la I Guerra Mundial, no hacía tanto. Ellos solo fueron unos pocos de los que volvieron. Ahora parten de nuevo. Muchas madres de las de antes ya no están. Pero la vida trajo nuevas madres, nuevas novias. Nuevas necesidades. Nuevos adioses. Y esa música fúnebre que pone el silencio en ciertas despedidas. Esta vez es diferente. Esta guerra huele diferente. Hitler. El nazismo. Años de humillación. Años de incomprensión. La incultura. El racismo. El mirar hacia otro lado. Francia, miraste hacia otro lado. Miraste hacia otro lado mientras otros países se pudrían. Y la máquina motora vuelve a acelerar. Vuelve a expulsar humo de su boca. Los trenes parten llenos. Los trenes son grandes almacenes de carne podrida que aun respira.


Pocos meses después, París es un ejemplar más de la colección personal de Hitler. Un gran desfile militar mancha Champs Elysees. Los nazis hacen suya la ciudad. La bandera francesa cae. Llega la oscuridad. Los años bárbaros. Francia se rinde, se humilla. Se crea la Francia de Vichy, un gobierno títere y aliado de la Alemania Nazi. No se entiende la historia. Los propios franceses culpando a los propios franceses. Los años bárbaros. Empiezan las listas. Esas listas negras con apellidos comunes. Juifs. ¿Tu apellido?  Levi. Strauss. Goldin. Sefarad. Pérez. Todos al vagón. Todos dentro. ¿A dónde vamos? Todos dentro. El vecino es el enemigo. El demonio es el vecino. Un simple vendedor de pan. Enemigo. Juifs. Un escultor. Enemigo. Juifs. Un artesano de joyas. Enemigo. Juifs. Un profesor de literatura. Enemigo. Juifs. Un niño de siete años. Enemigos. Juifs. Todos al vagón. Todos dentro. Si, lo pone en su apellido. Juifs. Hacia la degradación del género humano. ¿Quién iba en esos vagones? Son judíos. Son franceses. Son españoles. Son exiliados. No. Son personas. Juifs. Vagones sin taburetes. Todos de pie. Dos semanas de viaje sin descanso. No hay comida. Juifs. Adelante. Zarpen ya. ¿Cuántos trenes salieron esa mañana de la Gare de l’Est?  Cada persona un tren. Cada tren un holocausto. Juifs. ¿Dónde estábamos cuando sucedió todo esto? ¿Dónde estaba el hombre cuando se despertó la bestia? ¿Dónde estaba Dios? Preguntó un señor de blanco. No. No se confundan. Nosotros fuimos la bestia. Ochenta mil judíos en unos trenes que no tenía retorno. ¿Hacia dónde van? Todos conducíamos esa locomotora, en cierto sentido, todos íbamos en ella, en cierto siento. 1942. El año de la vergüenza. 1943. El año de la vergüenza. Los trenes parten llenos. 1944. El año de los trenes de regreso. ¿Quiénes vuelven? No son personas. Si. Ahora empiezan a ser personas. Les quitaron ese privilegio. No son personas. ¿Y quien se lo ha hecho? Tampoco son personas. 1945. Los trenes vuelven a salir de Gare de l’Est. No nos atrevemos a mirarnos en el espejo. Somos un género de escombros que perdió su camino. Y los trenes cobran su normalidad, sus rutas comerciales. Las ciudades se superan. Los nombres franceses pasan a nombres alemanes, Estrasburgo en medio. Las banquetas vuelven a los vagones. No más paradas forzosas. No más nieve rasa en el filo de las vías. Qué largos fueron esos viajes, Semprún. Qué largas las esperas de los que se quedaron. Qué larga la condena de los que conducían las locomotoras.


Veinte minutos y salimos, me dijo mi hermano desde la otra parte de la banca. A nuestro lado un grupo de turistas rusos esperaba embarcar con destino a Berlín. Una familia francesa, estrictamente vestida, ocupaba nuestro mismo camino. Vagón seis. En dos horas estaremos en Estrasburgo, le dije a mi hermano. La locomotora no era de humo. Los tiempos habían cambiado. El revisor nos miraba con cara de mañana, sin ganas de trabajar. Sus tiques. Todo en orden. Y nos fuimos alejando de París por el Este, atravesando millones de nombres y apellidos, pueblos anónimos, valles verdes y oscuros, que un día, también, vieron en el Este el silencio de unos raíles que se acercaban entre la niebla.
    

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