Lo mismo que hace cinco años, en un Colegio
Mayor de Granada. Mi habitación nada más salir de las escaleras de la primera
planta. La tuya, a cien metros, rodeada de puertas cambiantes, a lo largo del
pasillo, pasado los ventanales de donde nunca colgaban banderas. Por aquellos
tiempos, Holden Caulfield, un chico honesto, se afeitaba en el baño de su
residencia, en New York, pocos minutos antes de machacarle el ojo izquierdo de
un puñetazo a un compañero que pasaba por ahí. Cuántas veces soñamos ir en ese
puño cerrado, en ese puño categórico que devolvía la justicia a los más
débiles, bajando siempre a última hora al comedor, entrando en el cineclub, o
sentados, leyendo el periódico reservado para “rojos” en la sala común.
Y otra vez los de antes. Los suecos que
celebraban las derrotas de la selección española. Los que se emocionaban viendo
la mirada perdida de Iñaki Gabilondo en una habitación vacía, atravesada por
los cuerpos de gimnasio. Los que se ocultaban los nombres de las chicas, por
miedo a ser sustituidos, por miedo a ser desplazados. Los que escribían relatos
nefastos allá por el mes de Febrero. Los de antes, en una noche como esta, en
otra ciudad no tan distinta a las otras. Los hombres más peculiares, esta vez
sin nieve.
Salimos a pasear un poco. Había parado
la lluvia. Ya era completamente de noche. La ciudad encharcada, llena de hojas,
vacía. No teníamos un rumbo fijo. No queríamos sorprendernos, no intentábamos
descubrir nada nuevo. Solamente una hora de paseo antes de que se nos acoplara
el cuerpo al hambre. Bajamos por Avenue Kleber hasta parar en Trocadero. Con un
poco de niebla, la Torre Eiffel parecía menos turística, se hacía menos
evidente, se escondía, volvía a nacer. Hasta nos olvidamos que había
estado siempre allí, que la habíamos visto tantas veces al cruzar el río, al
salir de una calle estrecha, al encender la tele y ver un anuncio de colonias. La
punta de la torre desaparecía. Un haz de luz intercedía entre los chubascos. A veces
caía agua, pausada, triste. Otras veces era la luz la que nos golpeaba la cara.
Trocadero silencioso, como si hubiera llegado ya la madrugada.
Dejamos a un lado el cementerio de
Passy, rebasado por sus altos muros de piedra. El monumento a la primera guerra
mundial se perdía entre las hojas de los árboles, entre las enredaderas que lo
atrapaban. Pensamos que volveríamos a verlo en Primavera, como a los muertos
del cementerio. Los edificios iluminados en su interior. Esas vidas ajenas,
felices, sin problemas, siempre a la hora de la cena. Eran cerca de las nueve. Se
había abierto el comedor, cinco años antes, en el Colegio Mayor, pero a
nosotros nos quedaba una hora aun para cenar, fuera de los gritos de los
colegiales, en la soledad de nuestros parecidos razonables, de nuestra
mitología guerrillera, de nuestras películas eróticas inventadas en la cola del
cine. Y seguíamos caminando con destino a no se sabe qué lugar, por donde nos
llevara la dirección de los semáforos en verde. Benjamin Franklin. Place du
Costa Rica. Y escuchamos el susurro de un río que se derivaba hacia muchos
lados, arrastrando consigo paseantes y barcos que traficarían cocaína por la
noche.
Y allí nos encontramos. Estábamos en
Passy. Bajamos las escaleras y nos resguardamos de la lluvia que empezaba a
caer debajo del puente de Bir-Hakeim. Nos miramos fijamente. En efecto. El mismo
escenario. Los mismos adoquines. Un hombre con abrigo largo, marrón, se tapó
los oídos con las manos. Se apretaba muy fuerte. Su cara era un refugio. Iba a
explotar. El dolor le recorría la piel. El metro estaba pasando por encima. El ajetreo
del metal contra los raíles le estaba enloqueciendo. Y llegó el silencio. Se detuvo
el estruendo. El hombre del abrigo largo y marrón empezó a caminar en dirección
a Passy. Una mujer le adelantó por un lado. Una mujer hermosa y blanca. Terminaron
de pasar el puente y llegaron hasta nosotros. No nos miraron ni siquiera un
instante. No sabían que estábamos allí, a unos metros. Entraron en un edificio
y corrieron las cortinas al llegar a la tercera planta. Una bombilla vieja y
mantequilla en la nevera.
Entonces fuimos nosotros los que
atravesamos el puente en esa ocasión. Juana de Arco con su caballo se debatía
entre la oscuridad. Quería tirarse al Sena, como una loca que no aguantaba más
la soledad ni el frío. Tú te paraste un instante. Escrutaste con la mirada qué
había más allá de ese jardín extranjero que se extendía sobre el centro del
río. Desafiamos a la lluvia. Entramos. Nos protegían los árboles. Mayores,
sabios, mojados. Un pasillo estrecho y largo. El río nos rodeaba por los dos
lados. ¿Al fondo que habrá? Te pregunté. Ni idea, me contestó él. Caminábamos por
el mero vicio de caminar. Esquivábamos los charcos que el agua había dibujado
en las baldosas. No había personas en los bancos. La lluvia empezaba a crecer. La
mitad del tiempo nos hemos ido, pensaba, pensábamos, pero no sabemos a dónde,
no sabemos con quién. La mitad del tiempo hasta llegar hasta aquí. La noche
estaba preciosa. El aire no podía estar más limpio. Pensé en los puñetazos que
nunca me atreví a dar. Las caras que nunca acerté a reventar, dolido,
enrabietado, frente al espejo, en todos esos hoteles llenos de prostitutas en
los que nunca he estado, en las carreteras secundarias que siempre he soñado
conducir y que nunca he tenido la oportunidad de ver, en esos dos asesinos que
mataron a la familia Holcomb, que ahora viven debajo de mi apartamento. Pensaba en
muchas cosas. En ese chico que iba por la ciudad sin tener nada que hacer, sin
miedo, empujado por la indiferencia a hablar con los taxistas, a preguntarse
dónde están los patos cuando se congela el estanque. Pensaba que muchas de las
novelas que nunca había escrito te tenían a ti como protagonista, que estabas a
pocos centímetros de mí, caminando con la mirada puesta en los rascacielos que
nos iluminaban el camino, atravesando un río frío que daba a un océano cercano.
Pensaba que muchos personajes de las novelas que siempre hemos leído juntos
partían de la idea de que tu y yo existíamos en el mundo, y el escritor de
turno se basaba en nuestros pensamientos, en nuestra cobertura mental, en
nuestras ideas agresivas y geniales, para componer universos que conmovían
diariamente a millones de personas, en cientos de lenguas diversas. Pensaba que
no eran muchas las cosas que nos separaban de la mediocridad, pero que, en
cambio, éramos felices siendo nosotros mismos, los dos hermanos, los de antes,
en una noche como esta.
Se acabó la arbolada. La lluvia nos
volvía a golpear en la cara, esta vez más fría que de costumbre. Entre la
niebla, en mitad del río, se diferenciaba una figura gigante, con tonos
azulados. Una mujer de la nada. Fue en ese instante cuando llegamos por primera
vez a Nueva York.
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