Mírame. Mírame directamente a los ojos.
¿Ves mi cara? Es el rostro de la derrota. Es el rostro que va a dictar tu
destino durante el próximo año. Son los ojos que van a dirigir tu vida, que te
van a dar horas y horas de biblioteca, encerrado a la sombra de una luz
amarilla incandescente, una luz de mosquitos y nubarrones. Son los ojos que vas
a tener clavados en cada parada de metro, en cada página señalizada, en cada
esquina dónde veas un mendigo, un perro orinando, una puerta que se abre. ¿Ves
mis ojos? Bonito, cielo, ¿los ves? Desearás que no existan. Desearás que estos
ojos no se hubiesen llenado nunca de color ni de recuerdos. El pelo cano,
asomándose a la calvicie. Precipitándose a los años de los ascensores y de los
años cortos. Te perseguiré. Seré el astuto detective que siempre te encuentra. Seré
el aire que te falte en cada fin de semana.
El profesor entra en la clase. Primera de
todas. Nervios. Las mesas puestas en fila, como una pradera de trigos asustados.
Miro hacia mí alrededor. Estoy sentado en la tercera fila. La primera está
vacía. En la segunda hay dos chicas que bajan sus cabezas ante la entrada del
profesor. A mi lado se sienta una chica con el pelo castaño. Me suena su cara
de verla por algún pasillo. La vi en la segunda planta, hace una semana,
pienso, cuando estaba haciendo la inscripción para la matrícula. Nos cruzamos
por las escaleras. Yo subía hacía quién sabe qué despacho y ella andaba con
prisa para agarrar quién sabe qué autobús. Me pide permiso para sentarse a mi
lado. Yo le sonrío y le digo que aun no tengo muchas cosas de mi propiedad en
esta ciudad.
El profesor se entretiene en la puerta.
Version. Me dicen que esta clase es la de Version. ¿Qué es eso? La chica se
vuelve hacia mí y en un español suave, casi perfecto, con un deje traspirenaico,
me explica que la clase consiste en traducir textos literarios del español al
francés. Es el momento en que el profesor cierra la puerta con algo de
brusquedad, sin quererlo. Lo miro a los ojos. Es un hombre tímido. Camina con
los hombros desolados, con la vista perdida en la pizarra. No se fija en nadie
de los que estamos sentados. Pienso que una clase es un autobús con el
conductor vuelto del revés. Esa comparación me ayuda a seguir adelante. No puedo
salir. La puerta se ha cerrado. La chica de al lado me mira. Sonríe. Piensa que
soy un huracán. Me tranquilizo.
El profesor toma asiento. Intenta acomodarse
en la silla. No está hecha para su espalda. Cree que las sillas nunca están
hechas para las personas, sino para los muertos, por eso se levanta, se
incorpora, invade la primera la fila, que estaba vacía, y se apoya sobre una
mesa, cruzando las piernas. Es más o menos alto. No muy esbelto. Lleva un
jersey claro, casi azul, casi blanco. Tiene el pelo canoso. Lo miro de reojo. Le
hecho cincuenta y cinco años. La posibilidad de su edad me inspira más ternura
aún. Saca de su carpeta un taco de folios, que deposita encima de una mesa. Esas
hojas contienen una sala de torturas acondicionadas específicamente para amanes
de la lengua española y francesa. Le tiemblan un poco las manos. Mira hacia el
infinito. Al fondo de la clase unos percheros que nunca se llenan. Las filas
retroceden y empiezan a aparecer alumnos. Pasa por la fila de detrás. Me llega
a mí. Hay muchos meses entre unas filas y otras. Hay muchos países de
diferencia. Escruta con los ojos una cifra. No somos muchos. Yo volteo la
cabeza hacia todos lados. El profesor habla. Francés, por supuesto. Quince
personas.
El profesor empieza a seleccionar quince
hojas y las va repartiendo una a una, deteniéndose en cada rostro, adivinando
sus nombres, sus edades, sus nacionalidades. La chica de mi lado se descubre. Sé
su edad. Sé su nombre. Sé su país de origen. Sé que su país de origen son dos
países. Padre español. Madre francesa. Es una mitad de una historia que nos
empeñamos en ocultar. Exploro todos los rostros que encuentro en una ronda
pasajera por la clase. Solamente hay chicas. Soy la única voz masculina de
todas las mañanas de los miércoles. De repente me llega una hoja del cielo. La examino.
El título. Me resulta familiar. Es algo que he leído de niño. Esa prosa que
llama a la puerta de mis recuerdos, que grita mi infancia por la ventana, en
una facultad parisina, trayéndome un fuerte olor a tierra mojada y a naranjas
tristes colgando de los árboles.
El profesor se vuelve a apoyar en la
mesa. Comienza con un español medieval a leer el texto. Santa Colomba, parada y fonda. Se le iluminan los ojos. Continúa. En el pueblo todos la conocen como la ermita
de San Chupo. Su español se vuelve natural. Se desprende de los arbustos
pegajosos que lo colman y las fieras de dientes turbios se espantan. Su lectura
hace cambiar la luz del día. Me sumerjo en ello. Golpe a golpe comienza el protagonista a caminar; entra en una
venta, le atiende el camarero, pregunta por los lugares más fabulosos del
pueblo, hay moscas en el ambiente, las mesas están sucias de vino, huele a
manzanas podridas, el polvo se acumula en la puerta, un sacerdote entra,
conversan unos minutos, el viajero se quita el sombrero, el acento del profesor
adquiere tonalidades murcianas, su rostro se transforma, el viajero pide otro
vaso de vino, está sediento, el pelo del profesor se vuelve moreno, le cubre el polvo de un país vecino, el
cura saca unos periódicos viejos, explica algo, el profesor tiene una libro
entre las manos, su piel es morena, edición octaedro, el viajero toma los
papeles, se levanta, se va del bar, cierra la puerta, espanta las moscas, las
cambia de lugar, les recuerda el gesto de volar, el profesor cierra el libro,
grandes gafas ahumadas, el sacerdote reza, el profesor vuelve a su estado
natural, vuelve el pelo cano, vuelve el temblor de las manos, se acaba la
lectura, la chica de al lado me mira, sonríe…
El profesor cita el nombre del autor. Julio
Llamazares. En este instante soy un chaval de trece años que vuelve corriendo a
su casa con un libro entre las manos. Escenas
de cine mudo. Cada fotografía, como un fuego en blanco y negro, es un
capítulo. El niño lo ha leído. Ahora tiene diecisiete años. Tiene barba que
quiere ser más larga, que quiere ser desordenada. Ahora el libro tiene otro
nombre. La lluvia amarilla. Lo leí en
una tarde, con el afán de quien se enamora solamente una vez y no sabe que no
hay solamente una vez. Clases de instituto. Artículos fotocopiados. Ese nombre
que suena a literatura familiar.
El profesor me mira de repente. Se aterra.
Es inofensivo. Hipocondríaco Nervioso. No me mires así que vas a gastarme los
ojos. Abre la boca. Señor, traduzca usted en francés: Para lo primero, le remiten a la competencia, mismamente a la vuelta de
la esquina. Toda la clase me están mirando. El profesor abre los ojos. Espera
mi rápida respuesta. Pienso en Julio Llamazares. Pienso en el cine mudo y en
los pueblos del norte de España que se están quedando deshabitados, que mueren
poco a poco porque la ciudad se lleva a sus hijos. Cierro los ojos, y es cuando
escucho el primer párrafo sonando fuerte en mi cabeza, escuchándose por toda la
clase, más allá de la ventana, más allá de esta ciudad. Más allá de la ermita
de San Chupo.
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