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miércoles, 3 de octubre de 2012

La ermita de San Chupo



Mírame. Mírame directamente a los ojos. ¿Ves mi cara? Es el rostro de la derrota. Es el rostro que va a dictar tu destino durante el próximo año. Son los ojos que van a dirigir tu vida, que te van a dar horas y horas de biblioteca, encerrado a la sombra de una luz amarilla incandescente, una luz de mosquitos y nubarrones. Son los ojos que vas a tener clavados en cada parada de metro, en cada página señalizada, en cada esquina dónde veas un mendigo, un perro orinando, una puerta que se abre. ¿Ves mis ojos? Bonito, cielo, ¿los ves? Desearás que no existan. Desearás que estos ojos no se hubiesen llenado nunca de color ni de recuerdos. El pelo cano, asomándose a la calvicie. Precipitándose a los años de los ascensores y de los años cortos. Te perseguiré. Seré el astuto detective que siempre te encuentra. Seré el aire que te falte en cada fin de semana.

El profesor entra en la clase. Primera de todas. Nervios. Las mesas puestas en fila, como una pradera de trigos asustados. Miro hacia mí alrededor. Estoy sentado en la tercera fila. La primera está vacía. En la segunda hay dos chicas que bajan sus cabezas ante la entrada del profesor. A mi lado se sienta una chica con el pelo castaño. Me suena su cara de verla por algún pasillo. La vi en la segunda planta, hace una semana, pienso, cuando estaba haciendo la inscripción para la matrícula. Nos cruzamos por las escaleras. Yo subía hacía quién sabe qué despacho y ella andaba con prisa para agarrar quién sabe qué autobús. Me pide permiso para sentarse a mi lado. Yo le sonrío y le digo que aun no tengo muchas cosas de mi propiedad en esta ciudad.
El profesor se entretiene en la puerta. Version. Me dicen que esta clase es la de Version. ¿Qué es eso? La chica se vuelve hacia mí y en un español suave, casi perfecto, con un deje traspirenaico, me explica que la clase consiste en traducir textos literarios del español al francés. Es el momento en que el profesor cierra la puerta con algo de brusquedad, sin quererlo. Lo miro a los ojos. Es un hombre tímido. Camina con los hombros desolados, con la vista perdida en la pizarra. No se fija en nadie de los que estamos sentados. Pienso que una clase es un autobús con el conductor vuelto del revés. Esa comparación me ayuda a seguir adelante. No puedo salir. La puerta se ha cerrado. La chica de al lado me mira. Sonríe. Piensa que soy un huracán. Me tranquilizo.


El profesor toma asiento. Intenta acomodarse en la silla. No está hecha para su espalda. Cree que las sillas nunca están hechas para las personas, sino para los muertos, por eso se levanta, se incorpora, invade la primera la fila, que estaba vacía, y se apoya sobre una mesa, cruzando las piernas. Es más o menos alto. No muy esbelto. Lleva un jersey claro, casi azul, casi blanco. Tiene el pelo canoso. Lo miro de reojo. Le hecho cincuenta y cinco años. La posibilidad de su edad me inspira más ternura aún. Saca de su carpeta un taco de folios, que deposita encima de una mesa. Esas hojas contienen una sala de torturas acondicionadas específicamente para amanes de la lengua española y francesa. Le tiemblan un poco las manos. Mira hacia el infinito. Al fondo de la clase unos percheros que nunca se llenan. Las filas retroceden y empiezan a aparecer alumnos. Pasa por la fila de detrás. Me llega a mí. Hay muchos meses entre unas filas y otras. Hay muchos países de diferencia. Escruta con los ojos una cifra. No somos muchos. Yo volteo la cabeza hacia todos lados. El profesor habla. Francés, por supuesto. Quince personas.
El profesor empieza a seleccionar quince hojas y las va repartiendo una a una, deteniéndose en cada rostro, adivinando sus nombres, sus edades, sus nacionalidades. La chica de mi lado se descubre. Sé su edad. Sé su nombre. Sé su país de origen. Sé que su país de origen son dos países. Padre español. Madre francesa. Es una mitad de una historia que nos empeñamos en ocultar. Exploro todos los rostros que encuentro en una ronda pasajera por la clase. Solamente hay chicas. Soy la única voz masculina de todas las mañanas de los miércoles. De repente me llega una hoja del cielo. La examino. El título. Me resulta familiar. Es algo que he leído de niño. Esa prosa que llama a la puerta de mis recuerdos, que grita mi infancia por la ventana, en una facultad parisina, trayéndome un fuerte olor a tierra mojada y a naranjas tristes colgando de los árboles.
El profesor se vuelve a apoyar en la mesa. Comienza con un español medieval a leer el texto. Santa Colomba, parada y fonda. Se le iluminan los ojos. Continúa. En el pueblo todos la conocen como la ermita de San Chupo. Su español se vuelve natural. Se desprende de los arbustos pegajosos que lo colman y las fieras de dientes turbios se espantan. Su lectura hace cambiar la luz del día. Me sumerjo en ello. Golpe a golpe comienza el protagonista a caminar; entra en una venta, le atiende el camarero, pregunta por los lugares más fabulosos del pueblo, hay moscas en el ambiente, las mesas están sucias de vino, huele a manzanas podridas, el polvo se acumula en la puerta, un sacerdote entra, conversan unos minutos, el viajero se quita el sombrero, el acento del profesor adquiere tonalidades murcianas, su rostro se transforma, el viajero pide otro vaso de vino, está sediento, el pelo del profesor se vuelve moreno, le cubre el polvo de un país vecino, el cura saca unos periódicos viejos, explica algo, el profesor tiene una libro entre las manos, su piel es morena, edición octaedro, el viajero toma los papeles, se levanta, se va del bar, cierra la puerta, espanta las moscas, las cambia de lugar, les recuerda el gesto de volar, el profesor cierra el libro, grandes gafas ahumadas, el sacerdote reza, el profesor vuelve a su estado natural, vuelve el pelo cano, vuelve el temblor de las manos, se acaba la lectura, la chica de al lado me mira, sonríe…


El profesor cita el nombre del autor. Julio Llamazares. En este instante soy un chaval de trece años que vuelve corriendo a su casa con un libro entre las manos. Escenas de cine mudo. Cada fotografía, como un fuego en blanco y negro, es un capítulo. El niño lo ha leído. Ahora tiene diecisiete años. Tiene barba que quiere ser más larga, que quiere ser desordenada. Ahora el libro tiene otro nombre. La lluvia amarilla. Lo leí en una tarde, con el afán de quien se enamora solamente una vez y no sabe que no hay solamente una vez. Clases de instituto. Artículos fotocopiados. Ese nombre que suena a literatura familiar.
El profesor me mira de repente. Se aterra. Es inofensivo. Hipocondríaco  Nervioso. No me mires así que vas a gastarme los ojos. Abre la boca. Señor, traduzca usted en francés: Para lo primero, le remiten a la competencia, mismamente a la vuelta de la esquina. Toda la clase me están mirando. El profesor abre los ojos. Espera mi rápida respuesta. Pienso en Julio Llamazares. Pienso en el cine mudo y en los pueblos del norte de España que se están quedando deshabitados, que mueren poco a poco porque la ciudad se lleva a sus hijos. Cierro los ojos, y es cuando escucho el primer párrafo sonando fuerte en mi cabeza, escuchándose por toda la clase, más allá de la ventana, más allá de esta ciudad. Más allá de la ermita de San Chupo.    

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