Subí las escaleras más rápido que nunca.
Necesitaba llegar al apartamento. Tenía conectado el aparato de música en su
máxima potencia. Mis piernas se movían con un impulso de Franz Ferdinand, con
un torrente de voz de Brandon Flowers, con el aspaviento hipnótico de la
guitarra de Geoff Bradford, con el bajo sublime y resistente de George Harrison,
con la batería de John Densmore, esa percusión ancestral que recopila los
sonidos más minerales del planeta. Y seguía subiendo, sin contar los escalones,
hecho significativo en mí. Perdí el conocimiento de la realidad. No sabía si
estaba en el tercero o en el cuarto. No sabía si eran peldaños los que escalaba
o si eran pequeñas rocas de granito que me conducirían a un altar psicodélico. La
cabeza baja, absorbiendo cada nota como si fuera necesaria. Las puertas de
atrás de las casas cerradas, donde duermen los perros. Oh Jacqueline, sigue subiendo,
sigue subiendo conmigo, si, Jacqueline was seventeen, working on a desk. Y
apenas me enteraba del esfuerzo físico que suponía ir cantando y a la vez
reptando por la madera hasta mi apartamento. Cantando cada vez más alto. Ni siquiera me escuchaba. Said, come on kick
me again. Said, I'm so drunk. I don't mind if you kill me.
Y de repente, se acabaron las escaleras.
No tenía un plan estudiado. No sabía que tenía que hacer cuando se acabaran las
escaleras. No se estudian esas cosas en la escuela de la vida. Se supone que
tendría que sacar la llave de mi bolsillo. Buscar la incansable cerradura de mi
puerta y hacerla girar como un disco de vinilo hasta que hiciera el mejor de
los sonidos, ese click, ese signo de que el vinilo se ha acabado, dale la
vuelta al vinilo, que se ha acabado, dásela Julio, que quiero escuchar la cara
B.
Recorrí el pasillo. La música seguía
entrando en mí como una droga alucinógena. Que se entierren los ricos. Yo tengo
la música y tengo mis ritmos. Viva la soledad.
Qué bueno es vivir solo. That's why we only work when we need the money.
Y entonces, ocurrió. Inevitable. Silenciosa.
Pasajera. Sorprendente. Atemorizada. Escondida. Inesperada. Estaba apoyada en
mi puerta. Le vi primero los pies, esa extraña manía de caminar mirando hacia
el suelo, como los girasoles de noche. Me detuve de golpe. No entraba en mis
esquemas. No entraba en ningún punto de mi orden del día. Un ser parado en mi
puerta, descalzo. Lancé un grito de sorpresa. Un grito que salió de mi
garganta, que pretendía ser una exclamación francesa, y que se quedó en un
órgano femenino castellano, un verbo que incita a la cópula vulgar, o el santo
cuerpo de nuestro señor. Me detuve. Alcé la cabeza. La música se fraccionó en
ese mismo instante. Estaba demás en mis oídos. Ya no entraba en mi cuerpo. Había
algo que la repelía. Fui alzando los ojos lentamente. Los pies descalzos. Las rodillas
huesudas. La piel morena, quemada, color miel fuerte. Los muslos delgados. Seguí
subiendo. ¿Cuándo empezaba la ropa? Aceleré la supervisión de ese desconocido
ser que ocupaba mi puerta. No llevaba pantalones. Unas ligeras bragas de seda
era todo lo que la diferenciaba de Eva en el paraíso. Color azul con encaje. Ya
basta.
Seguí subiendo. El vientre plano,
queriéndose ocultar detrás de unas manos afiladas. ¿Qué es esto? Intenté recordar
la fecha exacta, con la hora incluida. Una broma de mis amigos. Pero si apenas
tengo amigos en París. No puede ser. Llevará la parte de arriba, eso seguro. ¿Llevará
la parte de arriba? Caminó mi mirada hacia arriba, sin querer resultar
demasiado grosero. En efecto. Un sujetador a juego con las bragas. Azul intenso.
Los auriculares pendían sobre mi mano. Seguían con su música, la banda sonora
de esa visión. Una música que había dejado de escuchar. Las manos del ser
extraño seguían moviéndose nerviosas, intentando ocultar la mayor superficie
posible del cuerpo.
Y llegó su cara. La boca nerviosa, entre
la sonrisa y la pena. Los dientes que se mostraban inquietos. La nariz se
contraía. Los ojos: dos grandes noches oscuras en medio de un campo de algodón.
El cabello largo. Si. Te conozco. Eres mi vecina. La chica iraní con la que
comparto el baño. Mi francés nunca había sufrido una prueba tan dura como está.
¿Sucede algo? Empezó a hablarme rápidamente. Estaba nerviosa. Estaba temblando.
Frío. Quizá no es el mejor día para pasearse en estas condiciones por un
pasillo sin calefacción. Me habló. Estaba colorada. En efecto. Lo entendí. Compartimos
baño, en el corredor. Fuera de las habitaciones. Había ido al baño, dejando la
puerta entreabierta, sin las llaves. Un golpe de viento cerró su puerta,
dejándola en paños menores por el
pasillo. Tras tres horas de espera, había llegado yo. When the
face they peer upon. Well, you know that face as I do.
La invité a pasar. Estaba muerta de
frío. Giré la cerradura y entramos en mi apartamento. Se sentó rápidamente en
la primera silla que encontró, dándome la espalda, intentando ocultar su cuerpo
moreno y semidesnudo de mis ojos. Fui a mi armario. Agarré unos pantalones
largos y un jersey de invierno. Se lo puse encima de la mesa. Me di la vuelta y
provoqué una tos artificial para hacerle comprender que podía cambiarse. Escuché
la necesidad de sus pasos mientras yo miraba a la pared, como castigado en un
colegio de provincias. Los pantalones adhiriéndose a la piel. El suéter
modulándose y tomando la forma de los senos. Ella me dijo que ya podía mirar. Ahora
se encontraba mejor. Hice café para dos. Me dijo que venía de Irán. Vivió en
Teherán durante dieciocho años y se marchó a París a estudiar derecho. Llevaba cinco
años en la ciudad. Si. Lo confirmamos. Teníamos la misma edad. Teherán. Esa ciudad
desconocida que me sonaba a revoluciones y cúpulas ovaladas con la media luna
rascando el cielo. La ciudad de las guerras cruentas. La ciudad persa,
milenaria, de los aromas de jazmín. Me acordé de Marjane Satrapi. Eran realmente
parecidas. Los mismos ojos. Los mismos labios formados en curva. La misma
cabellera morena haciendo curvas al deslizarse por las mejillas. Esa misma
búsqueda de occidente lamentando la distancia de la tierra.
Estuvimos un rato hablando. Ella estaba
más tranquila. Hizo unas llamadas. Me contó cómo era la vida en Teherán. Las universidades.
Los parques. La vida cotidiana. La música. No tan distinta a la nuestra. Tan diferente
a la nuestra. No sabía que pensar. No sé qué pensar en estos momentos. Una hora
después llamaron al teléfono de casa. Contestó ella. Yo apenas recibo llamadas
a esa hora de la tarde. Habló en persa durante unos minutos. Qué bien sonaba
ese idioma. Se levantó. Me dio las gracias en francés. Me tendió la mano. Supongo
que ya éramos amigos, aparte de vecinos. Se marchó caminando por el pasillo,
vestida de mí, en una versión femenina. Ese yo estético que se marcha por el
pasillo a cinco metros de distancia. Cerré la puerta del apartamento. Se escuchaba
un susurro extraño en alguna parte de mi apartamento. Lo había olvidado. En los
auriculares alguien seguía cantando: I'm alive I'm alive I'm alive
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