Como un cigarro prendido que nunca
termina de consumirse; así empezó la noche. Era la voz de Juan Rulfo a través de
las ondas de la radio, a través del ordenador, sonando en una habitación
caliente, con tres botellas de cerveza francesa y otra de mezcal que no era Los suicidas pero que nosotros creíamos
que era Los suicidas.
Marcos, el antropólogo mexicano, sacó de
su mochila un vidrio amarrado, un sueño que había venido de no sé qué parte de
Oaxaca y que quemaba la garganta, agarrando el líquido feroz y caliente por las
cuerdas vocales, entrando por el esófago con un recuerdo de sequía, y parando
tranquilamente, como un limón envenenado, al saludar los orificios verticales
del estómago.
Estábamos sentado los tres, ante una
mesa pequeña. Tres vasos pequeños algo sucios. Los cristales empañados de
lluvia. Era una noche de viudas. Jaleo por las calles. Luces en el río. La nuit
blanche. Esa noche la ciudad no durmió. Marcos abrió la botella de mezcal que
no era Los suicidas, pero que
nosotros creíamos que era Los suicidas. Llenó
su vaso. El cigarro medio hecho, aún sin doblar y acoplar la hierba. Me miró
con ojos furtivos, casi cerrados. Eran los ojos del mezcal, pensé durante un
instante. Llenó también mi vaso. Olía a serpientes y a desierto. Íbamos a
morir. Nos lo habían dicho hacía un ratito. Veíamos de cerca la muerte a través
de ese líquido transparente. Nos golpearían las costillas. El otro vaso estaba
vacío. Marcos buscó con esa misma mirada caída y acertó a llenarlo. Julio, el
recién llegado, estaba sentado en la otra punta de la mesa, rozándome las
rodillas con su pie izquierdo doblado. De nuevo sentado a mi lado. De nuevo
esta misma ciudad, tan diferente, tan común a nuestros paseos. La ciudad nos
había visto cinco años atrás caminar en un año que se escondía. La Navidad en
que supimos que nosotros también nos íbamos a morir. La misma ciudad que nos
vio oscurecer el Sena cada día en busca de dos mujeres que nos salvaran la
soledad y las cuentas. Esa misma ciudad. Julio, sentado a mi lado, miraba el
vaso de mezcal como si quisiera escupir fuego dentro de los bolsillos de algún
tipo que pasara por la calle.
Diles
que no me maten.
Alzamos los vasos de mezcal y los bebimos tranquilamente. Se hizo un silencio
en los labios de los tres. No me mates.
Y el mezcal perforaba la melancolía, la felicidad, los veinticinco años que nos
bifurcan a los tres, que estábamos allí, como golpeados, callados, como
esperando una obra de teatro en donde los tres éramos los reos. No tardaré en morirme solito. Y nos
salían lágrimas de los ojos, mientras la voz de Juan Rulfo seguía espirando el
aíre, esparciendo en bocanadas su tristeza, su olor a camino recién hecho, su
semblante de polvo y su olor a alcohol caliente.
El segundo vaso se sirvió solo. Marcos encendió
finalmente el cigarrillo. Afuera llovía con rabia, deprisa, como si llegara
tarde a una cita. El agua, llegando tarde. El agua, compaginando citas. Los
líquidos de los vasos temblaban. Se consumían. Los labios. Diles que lo hagan por caridad. Los labios. Ebrios. La noche
apagada. El río subiendo y bajando, por las mismas aceras que esconden los
caminantes, que manifiestan la necesidad del tiempo en pudrirse. Vacíos. Ya los
vasos estaban vacíos. La Providencia.
Vacíos ya los vasos.
La luz se perdía en algún rincón del
apartamento. No nos acostumbraríamos nunca a la idea de la muerte. Acabaríamos algunos
vasos más por cabeza. Bajaríamos los ciento quince escalones de mi apartamento
y en la calle la lluvia nos llenaría la cara de plomo. Caminaríamos unos
minutos. El mezcal que no era Los
suicidas pero que nosotros creíamos que era Los suicidas nos hablaría tranquilamente desde el interior de la
sangre, haciendo temblar el movimiento de las manos, haciendo parecer al frío
un actor secundario, viendo en cada rostro encontrado por casualidad un remedio
de Ulises Lima.
Y el tercer vaso se llenó con mi pulso
inestable. Un vaho profundo nacía del interior de la garganta de la botella, a
medio camino de su vejez. Qué ganancia
sacará con matarme. Supimos que esa noche llegaríamos a Trocadero,
atravesaríamos por la Place de Varsovie hasta los pies de la Torre Eiffel. Ni siquiera
miraríamos hacia arriba. La media noche como si nos persiguieran perros
hambrientos. Toda la vida huyendo de los perros hambrientos. La voz de Juan
Rulfo como un narcótico en el silencio general de los tres, sumidos en nuestro
mezcal, sumidos en nuestra marcha. Y esa noche giraríamos hacia la izquierda
hasta flanquear el Quai Bradley. Entraríamos en el museo. Buscaríamos la
terraza. Subiríamos una suerte de escaleras que nos parecerían eternas, y
llegaríamos a una explanada donde la ciudad parece un cuadro quieto y
mentiroso. La ciudad iluminada. A nuestros pies la ciudad iluminada. Yo no le he hecho daño a nadie. La ciudad
tranquila, castigada por la lluvia. La ciudad dormida, los habitantes tomándola
desprevenida. La ciudad oscura en las luces del alcohol. Y el río como un cerro
donde se esconden los bandidos y los asesinos desconocidos.
La botella suelta, encima de la mesa,
destapada, hablando por nosotros. Una misma voz. Juan Rulfo como un metal
dormido. La botella como un brazo que se balancea cada quince minutos. Supimos que
esa noche bajaríamos al Sena. Pasaríamos de largo Les Invalides. No miraríamos
la cúpula dorada. Pasaríamos de largo del altar fervoroso y de los huesos
calcinados de Napoleón. Pasaríamos de todo eso. El cristal del Grand Palais,
como una botella de mezcal vacía. Supimos que apenas caminaríamos rectos. Que duraría
más de dos días ese camino que nos llevaría hasta Notre Dame, tan de noche, tan
oscuro todo, por los lugares donde los parisinos mean de cara a las maravillas
de la ciudad.
Julio y yo pagábamos la distancia. Veintisiete
años resumidos en unos vasos de mezcal. En la voz de Juan Rulfo, apaciguada,
narrando una muerte. La madre te quiere más a ti. Eres el mayor. Edipo rey. Edipo en Colono, Complejo de
Edipo. Los siete contra Tebas. Edipo de Séneca. Edipo y la esfinge. Oedipe ou
Le crépuscule des dieux. La madre me quiere más a mí. Soy el pequeño. Y Marcos
contemplaba, como Sófocles, con los ojos entornados, como Esquilo, con los ojos
entornados, como Séneca, con los ojos entornados, como Freud, con los ojos
entornados, como Joséphin Péladan, con los ojos entornados, como Jean-Jacques
Kihm, con los ojos entornados Y ese aíre quemado que salía de nuestra nariz y
que inundaba la habitación de mi apartamento, en silencio, con las ondas de la
voz de Juan Rulfo secando nuestra boca.
Y supimos que llegaríamos a Saint Michel.
Sentados en la mesa, bebiendo ese mezcal que vimos por primera vez en
Salvatierra, supimos que llegaríamos pasada la media noche a Saint Michel, con
las dos torres de la catedral presidiendo la noche que se solapaba por encima
de la lluvia. Los tres sentados en la mesa, bebiendo mezcal. Supimos que nos
separaríamos a eso de la una de la mañana. Los ojos entornados de Marcos
bajarían de nuevo el curso del río hacia un paraíso con pelo largo. Mi hermano
y yo seguiríamos ese camino mojado y humeante que nos marcaba la media noche,
perseguidos por los perros vagabundos, por los perros hambrientos. Supimos en
el último trago que aquella voz que pedía que no le mataran, se tropezó de
lleno con una docena de balas, como una ganado viejo y amarrado, como una
botella de mezcal se suicida en nuestros labios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario