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lunes, 15 de octubre de 2012

La noche líquida



Como un cigarro prendido que nunca termina de consumirse; así empezó la noche. Era la voz de Juan Rulfo a través de las ondas de la radio, a través del ordenador, sonando en una habitación caliente, con tres botellas de cerveza francesa y otra de mezcal que no era Los suicidas pero que nosotros creíamos que era Los suicidas.
Marcos, el antropólogo mexicano, sacó de su mochila un vidrio amarrado, un sueño que había venido de no sé qué parte de Oaxaca y que quemaba la garganta, agarrando el líquido feroz y caliente por las cuerdas vocales, entrando por el esófago con un recuerdo de sequía, y parando tranquilamente, como un limón envenenado, al saludar los orificios verticales del estómago.
Estábamos sentado los tres, ante una mesa pequeña. Tres vasos pequeños algo sucios. Los cristales empañados de lluvia. Era una noche de viudas. Jaleo por las calles. Luces en el río. La nuit blanche. Esa noche la ciudad no durmió. Marcos abrió la botella de mezcal que no era Los suicidas, pero que nosotros creíamos que era Los suicidas. Llenó su vaso. El cigarro medio hecho, aún sin doblar y acoplar la hierba. Me miró con ojos furtivos, casi cerrados. Eran los ojos del mezcal, pensé durante un instante. Llenó también mi vaso. Olía a serpientes y a desierto. Íbamos a morir. Nos lo habían dicho hacía un ratito. Veíamos de cerca la muerte a través de ese líquido transparente. Nos golpearían las costillas. El otro vaso estaba vacío. Marcos buscó con esa misma mirada caída y acertó a llenarlo. Julio, el recién llegado, estaba sentado en la otra punta de la mesa, rozándome las rodillas con su pie izquierdo doblado. De nuevo sentado a mi lado. De nuevo esta misma ciudad, tan diferente, tan común a nuestros paseos. La ciudad nos había visto cinco años atrás caminar en un año que se escondía. La Navidad en que supimos que nosotros también nos íbamos a morir. La misma ciudad que nos vio oscurecer el Sena cada día en busca de dos mujeres que nos salvaran la soledad y las cuentas. Esa misma ciudad. Julio, sentado a mi lado, miraba el vaso de mezcal como si quisiera escupir fuego dentro de los bolsillos de algún tipo que pasara por la calle.
Diles que no me maten. Alzamos los vasos de mezcal y los bebimos tranquilamente. Se hizo un silencio en los labios de los tres. No me mates. Y el mezcal perforaba la melancolía, la felicidad, los veinticinco años que nos bifurcan a los tres, que estábamos allí, como golpeados, callados, como esperando una obra de teatro en donde los tres éramos los reos. No tardaré en morirme solito. Y nos salían lágrimas de los ojos, mientras la voz de Juan Rulfo seguía espirando el aíre, esparciendo en bocanadas su tristeza, su olor a camino recién hecho, su semblante de polvo y su olor a alcohol caliente.


El segundo vaso se sirvió solo. Marcos encendió finalmente el cigarrillo. Afuera llovía con rabia, deprisa, como si llegara tarde a una cita. El agua, llegando tarde. El agua, compaginando citas. Los líquidos de los vasos temblaban. Se consumían. Los labios. Diles que lo hagan por caridad. Los labios. Ebrios. La noche apagada. El río subiendo y bajando, por las mismas aceras que esconden los caminantes, que manifiestan la necesidad del tiempo en pudrirse. Vacíos. Ya los vasos estaban vacíos. La Providencia. Vacíos ya los vasos.
La luz se perdía en algún rincón del apartamento. No nos acostumbraríamos nunca a la idea de la muerte. Acabaríamos algunos vasos más por cabeza. Bajaríamos los ciento quince escalones de mi apartamento y en la calle la lluvia nos llenaría la cara de plomo. Caminaríamos unos minutos. El mezcal que no era Los suicidas pero que nosotros creíamos que era Los suicidas nos hablaría tranquilamente desde el interior de la sangre, haciendo temblar el movimiento de las manos, haciendo parecer al frío un actor secundario, viendo en cada rostro encontrado por casualidad un remedio de Ulises Lima.
Y el tercer vaso se llenó con mi pulso inestable. Un vaho profundo nacía del interior de la garganta de la botella, a medio camino de su vejez. Qué ganancia sacará con matarme. Supimos que esa noche llegaríamos a Trocadero, atravesaríamos por la Place de Varsovie hasta los pies de la Torre Eiffel. Ni siquiera miraríamos hacia arriba. La media noche como si nos persiguieran perros hambrientos. Toda la vida huyendo de los perros hambrientos. La voz de Juan Rulfo como un narcótico en el silencio general de los tres, sumidos en nuestro mezcal, sumidos en nuestra marcha. Y esa noche giraríamos hacia la izquierda hasta flanquear el Quai Bradley. Entraríamos en el museo. Buscaríamos la terraza. Subiríamos una suerte de escaleras que nos parecerían eternas, y llegaríamos a una explanada donde la ciudad parece un cuadro quieto y mentiroso. La ciudad iluminada. A nuestros pies la ciudad iluminada. Yo no le he hecho daño a nadie. La ciudad tranquila, castigada por la lluvia. La ciudad dormida, los habitantes tomándola desprevenida. La ciudad oscura en las luces del alcohol. Y el río como un cerro donde se esconden los bandidos y los asesinos desconocidos.


La botella suelta, encima de la mesa, destapada, hablando por nosotros. Una misma voz. Juan Rulfo como un metal dormido. La botella como un brazo que se balancea cada quince minutos. Supimos que esa noche bajaríamos al Sena. Pasaríamos de largo Les Invalides. No miraríamos la cúpula dorada. Pasaríamos de largo del altar fervoroso y de los huesos calcinados de Napoleón. Pasaríamos de todo eso. El cristal del Grand Palais, como una botella de mezcal vacía. Supimos que apenas caminaríamos rectos. Que duraría más de dos días ese camino que nos llevaría hasta Notre Dame, tan de noche, tan oscuro todo, por los lugares donde los parisinos mean de cara a las maravillas de la ciudad.
Julio y yo pagábamos la distancia. Veintisiete años resumidos en unos vasos de mezcal. En la voz de Juan Rulfo, apaciguada, narrando una muerte. La madre te quiere más a ti. Eres el mayor. Edipo rey. Edipo en Colono, Complejo de Edipo. Los siete contra Tebas. Edipo de Séneca. Edipo y la esfinge. Oedipe ou Le crépuscule des dieux. La madre me quiere más a mí. Soy el pequeño. Y Marcos contemplaba, como Sófocles, con los ojos entornados, como Esquilo, con los ojos entornados, como Séneca, con los ojos entornados, como Freud, con los ojos entornados, como Joséphin Péladan, con los ojos entornados, como Jean-Jacques Kihm, con los ojos entornados Y ese aíre quemado que salía de nuestra nariz y que inundaba la habitación de mi apartamento, en silencio, con las ondas de la voz de Juan Rulfo secando nuestra boca.


        Y supimos que llegaríamos a Saint Michel. Sentados en la mesa, bebiendo ese mezcal que vimos por primera vez en Salvatierra, supimos que llegaríamos pasada la media noche a Saint Michel, con las dos torres de la catedral presidiendo la noche que se solapaba por encima de la lluvia. Los tres sentados en la mesa, bebiendo mezcal. Supimos que nos separaríamos a eso de la una de la mañana. Los ojos entornados de Marcos bajarían de nuevo el curso del río hacia un paraíso con pelo largo. Mi hermano y yo seguiríamos ese camino mojado y humeante que nos marcaba la media noche, perseguidos por los perros vagabundos, por los perros hambrientos. Supimos en el último trago que aquella voz que pedía que no le mataran, se tropezó de lleno con una docena de balas, como una ganado viejo y amarrado, como una botella de mezcal se suicida en nuestros labios.

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