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sábado, 13 de octubre de 2012

Salmones del río de Abbesses



Ese frío oscuro que empieza a colarse entre los dedos, subiendo por las piernas, pegado a los pantalones, atascando la tela en el borde del banco de madera. Los zapatos formados como una estatua, pronunciamientos del mármol antes de tocar el suelo, distancias recorridas por la sangre que se transforman en insalvables, barro escondido entre las baldosas, queriendo escalar hasta tu rostro. Ese es el frío. Por lo demás, la tarde mágica, desvelando cada hoja que cae lentamente sobre los sombreros estáticos, sobre la publicidad del metro, sobre la noria que dejó de girar hace horas.
La Place des Abbesses, melancólica de otros fríos, triste de otras nieves, otros inviernos que se fueron, esas premoniciones que son los otoños. Viene el frío. Los árboles se aprietan. Los árboles se desnudan. Dejan sus vidas por los rincones, dejan sus huellas encima de los bancos, y en uno de ellos espero yo. Los transeúntes toman la plaza con su anonimato. Apellidos que se pierden, bocacalles que se desvían hacia otros barrios, esas vidas que nunca conocimos, esas historias que apasionan desde el primer momento en que no las podemos conocer. La boca de metro abierta. La gente sale. La gente entra. Algunas farolas iluminan lo poco que ha dejado el sol. Se vacía la plaza. Se va llenando. Es un reloj de arena que cambia según el rey que está por morir.
Estaba esperando. No la conozco. Me digo a mí mismo, no la conoces. Su rostro es una incógnita. Su edad también. Una superviviente. El agua que se cuela por los rincones y que vuelve a salir con fuerza, años después, detrás de una puerta, al abrir una ventana, en un vaso roto. Una superviviente, eso es todo.


Quizá una despistada. No sabe mi nombre. Solamente tiene como datos mi primer apellido. Común como las ambulancias nocturnas. Ese sonido que vuela hasta los balcones, que se cuela en las camas, entre las sábanas, buscando un nombre que no queremos conocer. Diez minutos de retraso. No sé cómo voy a reconocerla. No tengo ni una foto suya, solamente su nombre. Y ella tiene el mío. Cada rostro es un enigma. Cada mirada es sospechosa, es familiar, es extranjera. Pensaba en el azufre de la distancia, que oscurece el mar, que escandaliza las relaciones humanas, que sucumbe al olvido, a la dejadez. Estoy aquí, pienso, y quiero verla, porque es esa parte de mí que nunca he conocido.
Entre la multitud la mayor de las soledades. Alguien mira de reojo. La noria sigue quieta. Los niños se bajaron hace décadas. Nos detenemos en ese espacio en donde la plaza se paraliza, en donde no existe nadie más a nuestro alrededor. Pelo largo, gafas de pasta, mirada nerviosa, tez serena, ojos resbalados en mi cara. Las manos gesticulan un saludo. Algo más de cincuenta años. Nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida. Los salmones siempre eligen cómo lugar para morir el mismo río donde nacieron.
Tenemos mucho de qué hablar. Llevamos tres generaciones de retraso. Un hombre que trabajaba en un negocio, tal vez una panadería, tal vez. Un sueldo religioso, tantos duros al mes y un kilo de pan para alimentar a la familia. Años cuarenta. Esa posguerra tan cruenta que nos llevo a abandonar a  miles y miles de salmones en ríos extranjeros, ríos con nombre de mujer, ríos que se conjugan en femenino, ríos de frío, que se hielan en los inviernos, en las guerras entre europeos. Esos ríos del alma que dan vida y dan melancolía.
Ella parece feliz. Yo estoy algo aturdido. No sé quién es. Me anuncia que dentro de poco vendrá su hijo. Espero la bienvenida sentado en el mismo banco de madera. Sus padres españoles, nacidos en Lorca, esa ciudad con pies de barro, a pocas calles de la mía, a pocos silbidos del silbido del policía municipal que dirige el tráfico en el barrio donde nació mi padre. Algunos nombres confundidos. Uno que coincide. Uno que coincide por encima de todos. Santos Pérez-Muelas. Ese apellido que recorre mis vértebras. El hermano de mi abuelo. Esa composición de nombres que forma la textura de mi piel, el color de mis recuerdos, el rostro claro de mis muertos por la mañana, la estufa de gas de mi abuela, trabajando a destajo para cuidar a mi padre y a mi tío. Ese apellido que regresa fugitivo, que nunca se fue, que coincide exactamente con los datos que me reclama la señora de la cita. Nos miramos fijamente. Pérez-Muelas. Sonreímos. Todo cobra sentido.


Sus padres, inmigrantes. España de hambre y de brazos en alto. Los salmones remontan el río, sacan la cabeza escamoteada por encima de la espuma y vuelven a la meterla hasta el fondo. Escapan de las profundidades. Aprenden a vivir solos. Francia los acogió, como a tantos otros exiliados, como a tantos otros inmigrantes. Los españoles somos un pueblo que se convierte en otros pueblos cuando pasa la frontera. La señora que está sentada delante de mí es francesa. ¿Es española? Me mira. Sus ojos son mi ciudad. Sus ojos son una casualidad de nacimiento. Comprendo que uno no es de donde nace, sino de donde están sus muertos.
Saca de su bolso una hoja de papel. La mira. La dobla. La vuelve a mirar. Me mira nerviosa. Me la entrega. Son fotos. Escenas de cine mudo que me hablan a gritos. Rostros. Familiares. Identidades. Son personas que jamás he conocido. Una chica guapa, joven, rubia, con la cara quemada por la diapositiva. Recién llegada de Argentina, me dice. Imagino su boca. Imagino su vida. Cantante. Actriz. Era guapa como una actriz. Al lado otra mujer, más mayor. Está viva. ¿Está viva? Mi abuela la debe conocer. Vive en Granada. Pero no, en realidad vive en Córdoba. Y el salmón vuelve a retomar su marcha. No puede más. Se quiere quedar. No puede más. Muchos años. Muchos kilómetros.
Señora. ¿Usted quiere volver? ¿Qué significa volver? La pregunta me deja helado. Volver no es agarrar un avión. Volver es escuchar un disco de flamenco, de Morente, un baile a los pies de un tablao. Volver es mirar de frente viendo el pasado siempre, constante, transparente, celoso. Me mira. Quiero volver a Lorca. Los míos son de allí. Los míos aprendieron a ser allí. Aquí. Allí. Simples adverbios de lugar. Juego impreciso de pasaportes y de himnos.
Nos levantamos. Salimos de la place des Abbesses. Se queda sola. Las hojas que el otoño le otorga. Esa cotidianidad del paso del tiempo. Su hijo acaba de llegar. Nos abrazamos. Nunca nos hemos visto. No compartimos nombre ni apellido, pero si una historia de barrio en el sur de España. El salmón que mide sus fuerzas, que da media vuelta y busca entre las aguas bravas el lugar exacto donde conoció a su madre, dónde frotó la tierra contra su piel. Caminamos los tres calle abajo, pensando que la noche tiene forma de casa vieja de pueblo, que cada transeúnte que nos dirige la mirada, distraída, casual, es un hombre que lleva treinta y siete años muerto, es una enfermedad que se extiende en el recuerdo, es un hombre con gabardina que fumaba cigarrillos en una pitillera que llegó de pequeño a mis manos, un hombre que tiene el nombre de mi hermano pero que no es mi hermano, un hombre que tiene la bondad de mi padre pero que no es mi padre, un hombre que adivina palabras en mi voz pero que no es mi voz. Caminamos pensando que hay salmones que vuelven a su hogar, aunque nacieran en un río distinto. Caminamos sabiendo que estar lejos es, en cierta medida, convivir con las sombras de los que siempre te acompañaron

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