Ese frío oscuro que empieza a colarse
entre los dedos, subiendo por las piernas, pegado a los pantalones, atascando
la tela en el borde del banco de madera. Los zapatos formados como una estatua,
pronunciamientos del mármol antes de tocar el suelo, distancias recorridas por
la sangre que se transforman en insalvables, barro escondido entre las
baldosas, queriendo escalar hasta tu rostro. Ese es el frío. Por lo demás, la
tarde mágica, desvelando cada hoja que cae lentamente sobre los sombreros
estáticos, sobre la publicidad del metro, sobre la noria que dejó de girar hace
horas.
La Place des Abbesses, melancólica de
otros fríos, triste de otras nieves, otros inviernos que se fueron, esas
premoniciones que son los otoños. Viene el frío. Los árboles se aprietan. Los árboles
se desnudan. Dejan sus vidas por los rincones, dejan sus huellas encima de los
bancos, y en uno de ellos espero yo. Los transeúntes toman la plaza con su
anonimato. Apellidos que se pierden, bocacalles que se desvían hacia otros
barrios, esas vidas que nunca conocimos, esas historias que apasionan desde el
primer momento en que no las podemos conocer. La boca de metro abierta. La gente
sale. La gente entra. Algunas farolas iluminan lo poco que ha dejado el sol. Se
vacía la plaza. Se va llenando. Es un reloj de arena que cambia según el rey
que está por morir.
Estaba esperando. No la conozco. Me digo
a mí mismo, no la conoces. Su rostro es una incógnita. Su edad también. Una superviviente.
El agua que se cuela por los rincones y que vuelve a salir con fuerza, años
después, detrás de una puerta, al abrir una ventana, en un vaso roto. Una superviviente,
eso es todo.
Quizá una despistada. No sabe mi nombre.
Solamente tiene como datos mi primer apellido. Común como las ambulancias
nocturnas. Ese sonido que vuela hasta los balcones, que se cuela en las camas,
entre las sábanas, buscando un nombre que no queremos conocer. Diez minutos de
retraso. No sé cómo voy a reconocerla. No tengo ni una foto suya, solamente su
nombre. Y ella tiene el mío. Cada rostro es un enigma. Cada mirada es
sospechosa, es familiar, es extranjera. Pensaba en el azufre de la distancia,
que oscurece el mar, que escandaliza las relaciones humanas, que sucumbe al
olvido, a la dejadez. Estoy aquí, pienso, y quiero verla, porque es esa parte
de mí que nunca he conocido.
Entre la multitud la mayor de las
soledades. Alguien mira de reojo. La noria sigue quieta. Los niños se bajaron
hace décadas. Nos detenemos en ese espacio en donde la plaza se paraliza, en
donde no existe nadie más a nuestro alrededor. Pelo largo, gafas de pasta,
mirada nerviosa, tez serena, ojos resbalados en mi cara. Las manos gesticulan
un saludo. Algo más de cincuenta años. Nos saludamos como si nos conociéramos de
toda la vida. Los salmones siempre eligen cómo lugar para morir el mismo río
donde nacieron.
Tenemos mucho de qué hablar. Llevamos tres
generaciones de retraso. Un hombre que trabajaba en un negocio, tal vez una
panadería, tal vez. Un sueldo religioso, tantos duros al mes y un kilo de pan
para alimentar a la familia. Años cuarenta. Esa posguerra tan cruenta que nos
llevo a abandonar a miles y miles de
salmones en ríos extranjeros, ríos con nombre de mujer, ríos que se conjugan en
femenino, ríos de frío, que se hielan en los inviernos, en las guerras entre
europeos. Esos ríos del alma que dan vida y dan melancolía.
Ella parece feliz. Yo estoy algo
aturdido. No sé quién es. Me anuncia que dentro de poco vendrá su hijo. Espero la
bienvenida sentado en el mismo banco de madera. Sus padres españoles, nacidos
en Lorca, esa ciudad con pies de barro, a pocas calles de la mía, a pocos
silbidos del silbido del policía municipal que dirige el tráfico en el barrio
donde nació mi padre. Algunos nombres confundidos. Uno que coincide. Uno que
coincide por encima de todos. Santos Pérez-Muelas. Ese apellido que recorre mis
vértebras. El hermano de mi abuelo. Esa composición de nombres que forma la textura
de mi piel, el color de mis recuerdos, el rostro claro de mis muertos por la
mañana, la estufa de gas de mi abuela, trabajando a destajo para cuidar a mi
padre y a mi tío. Ese apellido que regresa fugitivo, que nunca se fue, que
coincide exactamente con los datos que me reclama la señora de la cita. Nos miramos
fijamente. Pérez-Muelas. Sonreímos. Todo cobra sentido.
Sus padres, inmigrantes. España de
hambre y de brazos en alto. Los salmones remontan el río, sacan la cabeza
escamoteada por encima de la espuma y vuelven a la meterla hasta el fondo. Escapan
de las profundidades. Aprenden a vivir solos. Francia los acogió, como a tantos
otros exiliados, como a tantos otros inmigrantes. Los españoles somos un pueblo
que se convierte en otros pueblos cuando pasa la frontera. La señora que está
sentada delante de mí es francesa. ¿Es española? Me mira. Sus ojos son mi
ciudad. Sus ojos son una casualidad de nacimiento. Comprendo que uno no es de
donde nace, sino de donde están sus muertos.
Saca de su bolso una hoja de papel. La mira.
La dobla. La vuelve a mirar. Me mira nerviosa. Me la entrega. Son fotos. Escenas
de cine mudo que me hablan a gritos. Rostros. Familiares. Identidades. Son personas
que jamás he conocido. Una chica guapa, joven, rubia, con la cara quemada por
la diapositiva. Recién llegada de Argentina, me dice. Imagino su boca. Imagino su
vida. Cantante. Actriz. Era guapa como una actriz. Al lado otra mujer, más
mayor. Está viva. ¿Está viva? Mi abuela la debe conocer. Vive en Granada. Pero no,
en realidad vive en Córdoba. Y el salmón vuelve a retomar su marcha. No puede
más. Se quiere quedar. No puede más. Muchos años. Muchos kilómetros.
Señora. ¿Usted quiere volver? ¿Qué
significa volver? La pregunta me deja helado. Volver no es agarrar un avión. Volver
es escuchar un disco de flamenco, de Morente, un baile a los pies de un tablao.
Volver es mirar de frente viendo el pasado siempre, constante, transparente,
celoso. Me mira. Quiero volver a Lorca. Los míos son de allí. Los míos
aprendieron a ser allí. Aquí. Allí. Simples adverbios de lugar. Juego impreciso
de pasaportes y de himnos.
Nos levantamos. Salimos de la place des
Abbesses. Se queda sola. Las hojas que el otoño le otorga. Esa cotidianidad del
paso del tiempo. Su hijo acaba de llegar. Nos abrazamos. Nunca nos hemos visto.
No compartimos nombre ni apellido, pero si una historia de barrio en el sur de
España. El salmón que mide sus fuerzas, que da media vuelta y busca entre las
aguas bravas el lugar exacto donde conoció a su madre, dónde frotó la tierra
contra su piel. Caminamos los tres calle abajo, pensando que la noche tiene
forma de casa vieja de pueblo, que cada transeúnte que nos dirige la mirada,
distraída, casual, es un hombre que lleva treinta y siete años muerto, es una
enfermedad que se extiende en el recuerdo, es un hombre con gabardina que
fumaba cigarrillos en una pitillera que llegó de pequeño a mis manos, un hombre
que tiene el nombre de mi hermano pero que no es mi hermano, un hombre que
tiene la bondad de mi padre pero que no es mi padre, un hombre que adivina
palabras en mi voz pero que no es mi voz. Caminamos pensando que hay salmones
que vuelven a su hogar, aunque nacieran en un río distinto. Caminamos sabiendo
que estar lejos es, en cierta medida, convivir con las sombras de los que
siempre te acompañaron
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