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sábado, 27 de octubre de 2012

La noche húngara (I): El apogeo de la serpiente



Nos despertó un golpe seco sobre el cristal. Habíamos perdido la noción del tiempo. Mi hermano controló la hora desde su teléfono móvil. Todavía no eran las tres de la mañana. Todo estaba oscuro a nuestro alrededor. El autobús había parado en una estación de servicio, a las orillas  de una autopista poco iluminada, en dirección a París. La gente salía del autobús y se encendían cigarrillos para combatir el frío y el sueño de un mal viaje. Se situaban en círculo, adentrándose por las formaciones de árboles, que no llegaban a ser bosque, y se perdían unos instantes, hasta que a lo lejos, se veía la marca incandescente del cigarrillo, moverse con el ritmo de los pasos.
Era gente singular. Era gente rara. El autobús no estaba ni mucho menos lleno. Apenas unas plazas ocupadas en la parte de atrás. Rostros sombríos, desconocidos. Anónimos. Escuché años atrás que las líneas de autobuses nocturnas son un hervidero de droga, armas y demás objetos dados al tráfico. Pero lo que mi hermano y yo veíamos en ese instante era gente cansada, gente que no podía ni tenerse en pié. Contamos. Quizá no había ni un solo francés entre los pasajeros. Inmigrantes. Los billetes a buen precio, y kilómetros y kilómetros de carreteras. Aduanas peligrosas y pasaportes incompletos.
Entonces otro golpe seco sobre el cristal nos devolvió al día anterior. Era temprano. La Gare de l’Est nos acogía con la frialdad de los viajeros que no tienen nada que perder. Esperamos una hora en las banquetas y subimos a nuestro tren. El periódico dice que la epidemia también ha llegado a Estrasburgo este verano y que se estima que han muerto dieciseismil almas. Atravesábamos los campos de Francia al ritmo vertiginoso del TGV, esa joya francesa de los medios de transporte, que alcanza los doscientos kilómetros por hora, y que comunica toda Europa en tan solo unas horas. Uno va a Londres y vuelve a París en un solo día. En estos términos, las guerras durarían menos hoy en día.


Llegamos a Estrasburgo poco antes de la hora de comer. Mediodía. Niebla. Cinco grados de diferencia con París. Mi hermano controlaba mentalmente el trayecto del viaje. La que estaba a nuestro lado, me decía, estaba de vértigo. De vértigo, le contesté. En un vagón donde el silencio había sido impuesto por las estrictas normas de la compañía ferroviaria, nos sumergimos ambos a nuestras lecturas. El descubría a Onetti, y yo seguía con el inabarcable “Cambio de Piel”. Curiosamente, durante las dos horas de tren, el relato se centraba en sucesos acaecidos en Estrasburgo, en la Edad Media: En este asunto de la peste los judíos en todo el mundo han sido injuriados y acusados de haberla causado envenenando el agua y los pozos y por esta razón los judíos están siendo quemados del Mediterráneo a Alemania…” y las páginas seguían pasando, como premoniciones de los que nos podía suceder en una ciudad desconocida, nunca vista antes, ni en fotos.
Salimos de la estación central y atravesamos el pequeño canal que aísla el casco antiguo. La ciudad estaba hecha como de arena. Por todos lados encontrábamos carteles escritos en alemán, lengua que nos parecía completamente imposible. Todas las casas eran bajas, y tenían tejados de dos aguas, por donde corría el agua de la lluvia, descendiendo hasta el suelo, arrastrando hojas y trozos de madera viejos. De los ventanales de las casas colgaban banderas de Alsacia y de la Unión Europea. Caminábamos perdidos, sin ningún mapa al que agarrarnos, por la inercia de los pasos que se encuentran, de una plaza llamativa a lo lejos, de unos árboles alineados en dirección a siglos anteriores. Apenas había turistas. Mi hermano llevaba una mochila con nuestras escasas pertenencias, lo justo para unos tres días de viaje. Pensábamos dormir esa noche en Estrasburgo y a la mañana siguiente partir hacia Alemania. Un amigo me habló hace años de una ciudad-balneario muy cerca de la frontera francesa. Se llamaba Baden Baden. Como una ciudad con un enorme espejo delante. Baden Baden. Como París París. Como Berlín Berlín. Queríamos introducirnos un poco en la cultura alemana. Pasar unas horas en la ciudad. Quizá una noche. Debíamos mirar precios. Al día siguiente de llegar a la ciudad alemana, pensábamos que era posible bajar hacia el sur, hasta Suiza. Pasar una noche en Zúrich, intentar ver de lejos las alturas del Mont Blanc, y dar final a nuestro viaje en Milán, donde mi hermano salía el sábado por la tarde. Fin del viaje. Pero no todo iba a ser tan fácil en la ciudad de las dos naciones.
Encontramos una parada de tranvía. La gente esperaba sentada en las banquetas, como si no respiraran. El frío cada vez era más sólido. La ciudad era un misterio. Calles nunca vistas. Nombres nunca oídos. Torres jamás exploradas. Hacia arriba. Esa obsesión humana de conquistar el cielo con la arquitectura. Un timbre seco. El tranvía llegaba. Compramos rápidamente dos billetes en una máquina. Nos montamos. Los ciclistas nos rodeaban. Pasaban rozando el vagón del tranvía. Giros improvisos. La ciudad se giraba como una serpiente que intenta huir de un águila. Sacamos los documentos. La calle del hotel estaba en dirección hacia el oeste de la ciudad. Al lado de una sinagoga y del Palacio del Rhin. Cuando leí ese nombre me sentí estúpido. El Rhin pasa por Estrasburgo. Primera noticia. Miré a mi hermano. No hacía falta preguntarle que él tampoco lo sabía.

Atravesamos un mercado. Sería miércoles. El día del mercado, pensé yo, pero no tenía ni idea. Otra vez giros del tranvía. El sueno oxidados de los raíles partiendo las losas de la calzada. Y un nuevo canal que atravesábamos. Dejábamos el casco antiguo en su isla, en su fortaleza contra la modernidad. Y vimos el palacio del Rhin, quieto, con una bandera francesa ondeando en la parte más alta de su cúpula de cristal. Qué rara se ve esa bandera en esta ciudad, pensaba yo, sabiendo que mi hermano debía pensar lo mismo.
Y el altavoz sonó más ronco que nunca. Dijeron el nombre de nuestra parada. Nos bajamos muy rápidos. Apenas teníamos tiempo de salir cuando las puertas ya se estaban cerrando otra vez. Nos quedamos parados unos minutos. Se veía una gran sinagoga delante de nosotros. Parecía un templo griego de esos que estudiamos en los libros de historia del Arte. Pero era mucho más complicado. Tenía restos orientales. Un gran candelabro de siete brazos colgaba de la pared, justo al lado de la bandera francesa, siempre por todas partes. Detrás de la sinagoga, un parque. Un parque inmenso y denso. Lleno de árboles, de cuervos que buscan insectos por la tierra.


Mi hermano y yo buscamos la dirección exacta del hostal. Y fue en ese momento cuando escuchamos ese estruendo sobre nuestras cabezas. Ese ruido que nos estaba persiguiendo desde que lo vi bajar del autobús, en París, tras un mes y medio sin verlo. Ese estruendo que nos despertaría horas después, de noche, cuando volvíamos en dirección a París, sobre los cristales del autobús. Se paró el día. Alguien rompió el equilibrio entre la ciudad y los ciudadanos. Miramos aturdidos. Un tranvía detenido en mitad de las vías, sin haber podido llegar a su parada. Una bicicleta debajo, metida entre los raíles y las losas partidas. Los pasajeros agolpados a los cristales. Los transeúntes que acudían asustados. El parque que crecía conforme sus árboles se movían, con el viento. Crecía, queriendo apoderarse de toda la ciudad, del tranvía, y del ciclista. Esperemos que no haya nadie debajo, le dije yo a mi hermano, mientras veíamos las ruedas de la bicicleta atrapadas en la serpiente.     


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