Free counter and web stats

jueves, 1 de noviembre de 2012

La noche húngara II: La ciudad del molusco sobre nuestras cabezas


En ningún momento pensamos que nos podía pasar algo así. El conductor del autobús abrió la puerta y comenzó a hablar en un lenguaje extraño, diferente de cualquier lengua latina, y que mi hermano y yo resumimos en llamar húngaro. Se paseaba por el pasillo y mascullaba palabras. Se tocaba la mejilla izquierda, infiriendo un gesto de dolor, e intentaba hablar cada vez más alto, pero nadie le entendía. Serían las tres de la mañana, y los pasajeros volvían lentamente a sus asientos. Nos disponíamos a partir. El autobús había salido la mañana anterior desde Múnich, y no llevaba relevo de conductor. Unos dos mil kilómetros para una misma persona. Ese pequeño ser hiperactivo que nosotros llamábamos “el húngaro”. Así que nos acomodamos al asiento e intentamos dormir un poco, antes de llegar a París, bien temprano.
Y esa luz del día anterior volvió a nosotros. El ciclista estaba tirado en el suelo, en el interior de un laberinto de hierros y raíles. La gente se agolpaba y pedía auxilio. Nadie sabía muy bien por qué había ocurrido aquella tragedia. Un cuerpo tendido en el suelo, inerte. El frío, que se recogía y se movía, en un escorzo de dolor, y el cielo de la ciudad, que se volvía cada vez más oscuro, más gris, como si tuviera un regimiento militar de cascos de plomo sobre nosotros.
Nos alejamos del lugar. Habíamos visto suficiente. Ya no podíamos hacer nada. Nos adentramos en el barrio en busca del hotel. Dejamos atrás la sinagoga y el parque, los ciclistas intrépidos y los reptiles carnívoros. La arquitectura de la ciudad cambió de repente. Las calles pasaron a ser menos matemáticas, menos residenciales. Los edificios adquirían tonalidades terrosas. Estuvimos perdidos durante casi una hora buscando el hotel. La calle estaba casi desierta. De vez en cuando nos cruzábamos con alguna familia: abuelos que llevaban a sus nietos al colegio, mujeres que hacían la cola para comprar el pan, pocos restaurantes que aun no habían abierto. Pero lo que nos llamó poderosamente la atención por encima de todo era que todas esas personas tenían algo en común. Los hombres llevaban Kipá, desde los niños hasta los ancianos. Este hecho no nos resultó para nada increíble, viendo la tópica general del día, pero sin darnos cuenta, nos íbamos introduciendo en un ambiente que jamás pensábamos que pudiera existir.


Ahí estaba la puerta. Un gran andamio en la entrada, impidiéndonos el paso. Una cascada de agua sucia caía desde el tejado. Mi hermano y yo nos miramos. No podía ser verdad que nuestro hotel fuera ese. Hemos estado en auténticos infiernos. En Roma compartimos habitación con un polaco beato que se flagelaba por las noches; en Londres, con un extraño individuo que se levantaba a media noche a espiar a dos chicas brasileñas con malas intenciones; y en un albergue del Camino de Santiago con dos especies de osos asturianos que se pasaron toda la noche olfateando nuestras cabezas. Pero aquella entrada era diferente. Nos cubrimos las cabezas y aceleramos el paso, dando saltos, para intentar mojarnos lo menos posible. La recepción estaba vacía. Detrás del mostrador, una chica menuda se presentó en francés y nos dio las llaves de la habitación. Esta vez iba a ser para nosotros dos solos. Antes de marcharnos, nos dijo que tuviéramos cuidado con la escalera, sobre todo al bajar, pero que nunca agarráramos el ascensor bajo ningún concepto, porque estaba medio roto.
Fue su tono el que nos hizo dislocarnos. La sonrisa, encerrada entre los dientes y aflojada con las palabras. Cuidado con las escaleras. Y la cara de mi hermano, sin entender muy bien el mensaje, y mi cara, mirándola fijamente a los ojos, esos ojos de lince que escondían algo. Subimos hasta un cuarto piso. Las escaleras no presentaban en principio ninguna complicación. Eran de madera recia y estaban enmoquetadas. Una vez en la habitación dejamos las maletas, como quien deja un cuerpo muerto, y nos tumbamos en la cama a esperar el hambre.


No recuerdo el tiempo exacto que pasó. Abría los ojos de vez en cuando y confundía los dos momentos. El autobús iba a una velocidad vertiginosa, y yo temía, con un ojo abierto, entre la vigilia y el sueño, que nos estrelláramos contra un árbol. Y a la misma vez veía el cuarto del hotel, limpio, con dos pastillas de caramelo como bienvenida. Y en la ventana, el mismo edificio con andamio que nos había rechazado la entrada.
Nos echamos agua en la cara. Teníamos que despertarnos. Bajamos las escaleras con absoluta tranquilidad, como si esperáramos a un asesino al otro lado de la esquina, y por fin, salimos a la calle. Fue ahí cuando todo cambió. En ningún momento pensamos que nos podía pasar algo así. La calle estaba distinta, toda llena de hojas muertas en el suelo, como si fuera una gran alfombra. Los edificios parecían diferentes, mucho más pequeños que cuando llegamos a la ciudad. Si antes el ambiente en la calle era desierto, ahora multitudes se agolpaban en las aceras. Había desaparecido el pavimento. La calle era de arena, que con la fina lluvia que estaba cayendo, se convertía en barro.
Seguimos el curso natural de los acontecimientos. No nos hacíamos preguntas, como cabía esperar  dada la situación. La gente caminaba hacía un mismo punto, que nosotros desconocíamos. Nos costaba trabajo reconocer las calles. Parecía que habíamos cambiado de ciudad. La luz que entraba por los tejados era diferente. Solo se veía, a lo lejos, como un gran esqueleto de arena, la catedral, sobreponiéndose con la majestuosidad del tiempo, como un gran molusco, a todo lo demás.



Atravesamos el Rin por el mismo lado que antes, con el tranvía, pero las vías habían desaparecido. Las aguas parecían más bravas, más libres, y mucho más limpias que cuando llegamos a la ciudad. Cada vez veíamos a más personas, vestidos con trajes de otras épocas. Trece millones de telas expuestas, cruzando las riberas del río, hacía acá y hacia allá.
Sin percatarnos, llegamos a la gran plaza de la catedral. El esqueleto tomaba forma de alambre. La gente toma sus asientos. La plaza estaba abarrotada. Se daba comienzo al juicio. “1349, año de nuestro Señor. Para salvar al mundo de la herejía…” La plataforma de madera que se encontraba en el centro de la plaza empezó a albergar cada vez más gente. Doscientas personas encima, rodeadas de antorchas y de guardias con piquetas. “Culpables de no procesar la ley sagrada de nuestro Señor…” Y nacía un murmullo de nuestro interior, cuando mi hermano sacaba de la mochila el libro que yo estaba leyendo en el tren, esas fechas que bailaban en la cabeza, 1349, 1368, el conductor húngaro, el cuentakilómetros que se subía como un alpinista ansioso, y el silencio sepulcral de la plaza roto por el paso temeroso contra la madera del cadalso.   
   

No hay comentarios:

Publicar un comentario