En ningún momento pensamos que nos podía
pasar algo así. El conductor del autobús abrió la puerta y comenzó a hablar en
un lenguaje extraño, diferente de cualquier lengua latina, y que mi hermano y
yo resumimos en llamar húngaro. Se paseaba por el pasillo y mascullaba
palabras. Se tocaba la mejilla izquierda, infiriendo un gesto de dolor, e
intentaba hablar cada vez más alto, pero nadie le entendía. Serían las tres de
la mañana, y los pasajeros volvían lentamente a sus asientos. Nos disponíamos a
partir. El autobús había salido la mañana anterior desde Múnich, y no llevaba
relevo de conductor. Unos dos mil kilómetros para una misma persona. Ese pequeño
ser hiperactivo que nosotros llamábamos “el húngaro”. Así que nos acomodamos al
asiento e intentamos dormir un poco, antes de llegar a París, bien temprano.
Y esa luz del día anterior volvió a
nosotros. El ciclista estaba tirado en el suelo, en el interior de un laberinto
de hierros y raíles. La gente se agolpaba y pedía auxilio. Nadie sabía muy bien
por qué había ocurrido aquella tragedia. Un cuerpo tendido en el suelo, inerte.
El frío, que se recogía y se movía, en un escorzo de dolor, y el cielo de la
ciudad, que se volvía cada vez más oscuro, más gris, como si tuviera un
regimiento militar de cascos de plomo sobre nosotros.
Nos alejamos del lugar. Habíamos visto
suficiente. Ya no podíamos hacer nada. Nos adentramos en el barrio en busca del
hotel. Dejamos atrás la sinagoga y el parque, los ciclistas intrépidos y los
reptiles carnívoros. La arquitectura de la ciudad cambió de repente. Las calles
pasaron a ser menos matemáticas, menos residenciales. Los edificios adquirían
tonalidades terrosas. Estuvimos perdidos durante casi una hora buscando el
hotel. La calle estaba casi desierta. De vez en cuando nos cruzábamos con
alguna familia: abuelos que llevaban a sus nietos al colegio, mujeres que
hacían la cola para comprar el pan, pocos restaurantes que aun no habían
abierto. Pero lo que nos llamó poderosamente la atención por encima de todo era
que todas esas personas tenían algo en común. Los hombres llevaban Kipá, desde
los niños hasta los ancianos. Este hecho no nos resultó para nada increíble, viendo
la tópica general del día, pero sin darnos cuenta, nos íbamos introduciendo en
un ambiente que jamás pensábamos que pudiera existir.
Ahí estaba la puerta. Un gran andamio en
la entrada, impidiéndonos el paso. Una cascada de agua sucia caía desde el
tejado. Mi hermano y yo nos miramos. No podía ser verdad que nuestro hotel
fuera ese. Hemos estado en auténticos infiernos. En Roma compartimos habitación
con un polaco beato que se flagelaba por las noches; en Londres, con un extraño
individuo que se levantaba a media noche a espiar a dos chicas brasileñas con
malas intenciones; y en un albergue del Camino de Santiago con dos especies de
osos asturianos que se pasaron toda la noche olfateando nuestras cabezas. Pero aquella
entrada era diferente. Nos cubrimos las cabezas y aceleramos el paso, dando
saltos, para intentar mojarnos lo menos posible. La recepción estaba vacía. Detrás
del mostrador, una chica menuda se presentó en francés y nos dio las llaves de
la habitación. Esta vez iba a ser para nosotros dos solos. Antes de marcharnos,
nos dijo que tuviéramos cuidado con la escalera, sobre todo al bajar, pero que
nunca agarráramos el ascensor bajo ningún concepto, porque estaba medio roto.
Fue su tono el que nos hizo dislocarnos.
La sonrisa, encerrada entre los dientes y aflojada con las palabras. Cuidado
con las escaleras. Y la cara de mi hermano, sin entender muy bien el mensaje, y
mi cara, mirándola fijamente a los ojos, esos ojos de lince que escondían algo.
Subimos hasta un cuarto piso. Las escaleras no presentaban en principio ninguna
complicación. Eran de madera recia y estaban enmoquetadas. Una vez en la
habitación dejamos las maletas, como quien deja un cuerpo muerto, y nos
tumbamos en la cama a esperar el hambre.
No recuerdo el tiempo exacto que pasó. Abría
los ojos de vez en cuando y confundía los dos momentos. El autobús iba a una
velocidad vertiginosa, y yo temía, con un ojo abierto, entre la vigilia y el
sueño, que nos estrelláramos contra un árbol. Y a la misma vez veía el cuarto
del hotel, limpio, con dos pastillas de caramelo como bienvenida. Y en la
ventana, el mismo edificio con andamio que nos había rechazado la entrada.
Nos echamos agua en la cara. Teníamos
que despertarnos. Bajamos las escaleras con absoluta tranquilidad, como si
esperáramos a un asesino al otro lado de la esquina, y por fin, salimos a la
calle. Fue ahí cuando todo cambió. En ningún momento pensamos que nos podía
pasar algo así. La calle estaba distinta, toda llena de hojas muertas en el
suelo, como si fuera una gran alfombra. Los edificios parecían diferentes,
mucho más pequeños que cuando llegamos a la ciudad. Si antes el ambiente en la
calle era desierto, ahora multitudes se agolpaban en las aceras. Había desaparecido
el pavimento. La calle era de arena, que con la fina lluvia que estaba cayendo,
se convertía en barro.
Seguimos el curso natural de los
acontecimientos. No nos hacíamos preguntas, como cabía esperar dada la situación. La gente caminaba hacía un
mismo punto, que nosotros desconocíamos. Nos costaba trabajo reconocer las
calles. Parecía que habíamos cambiado de ciudad. La luz que entraba por los
tejados era diferente. Solo se veía, a lo lejos, como un gran esqueleto de
arena, la catedral, sobreponiéndose con la majestuosidad del tiempo, como un
gran molusco, a todo lo demás.
Atravesamos el Rin por el mismo lado que
antes, con el tranvía, pero las vías habían desaparecido. Las aguas parecían
más bravas, más libres, y mucho más limpias que cuando llegamos a la ciudad. Cada
vez veíamos a más personas, vestidos con trajes de otras épocas. Trece millones
de telas expuestas, cruzando las riberas del río, hacía acá y hacia allá.
Sin percatarnos, llegamos a la gran
plaza de la catedral. El esqueleto tomaba forma de alambre. La gente toma sus
asientos. La plaza estaba abarrotada. Se daba comienzo al juicio. “1349, año de nuestro Señor. Para salvar al
mundo de la herejía…” La plataforma de madera que se encontraba en el
centro de la plaza empezó a albergar cada vez más gente. Doscientas personas
encima, rodeadas de antorchas y de guardias con piquetas. “Culpables de no procesar la ley sagrada de
nuestro Señor…” Y nacía un murmullo de nuestro interior, cuando mi hermano
sacaba de la mochila el libro que yo estaba leyendo en el tren, esas fechas que
bailaban en la cabeza, 1349, 1368, el conductor húngaro, el cuentakilómetros
que se subía como un alpinista ansioso, y el silencio sepulcral de la plaza
roto por el paso temeroso contra la madera del cadalso.
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