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miércoles, 14 de noviembre de 2012

Séptimo escalón



Dentro de cada uno, habita una mitología. No son seres de barro, que caminan de repente gracias a un aliento vital. No son extrañas fuerzas de la naturaleza, que tienen nombre de mujer, y que descargan su rabia en poblados chabolistas, ante la atenta mirada de los piadosos. Son nombres que se han repetido durante los veintitrés años de mi vida. Unos han llegado antes. Otros después. Figuras de carne y hueso que han ofrecido café y tertulia, partido de fútbol y lectura compartida, escritorio universitario o botella de quemarropa bebida a sorbos tranquilos.
Bajé del autobús y en ese momento supe que había vuelto. En la calle el termómetro debería rondar los tres grados sobre cero. Porte Maillot  sonaba como siempre: despedidas, y poco más. Era ya de noche. En París, la noche se adelanta unas horas al resto de ciudades. Las luces de Navidad ya se dejaban ver en lo alto de las grandes avenidas.
Me despedí de la chica italiana que me había acompañado durante el transcurso del aeropuerto a la ciudad, y caminé esquivando el frío, con el peso de la mochila multiplicado por el cansancio y los recuerdos del viaje que acababa de finalizar. Apenas unas horas antes estaba en Granada, atravesando las mismas calles que me vieron despertar, cinco años antes, de esa sombra lejana que parece la infancia.


No fue un acto de melancolía lo que me obligó a volver. Este verbo se convierte en sagrado cuando uno se traslada al extranjero. Volver significa leer en castellano. Volver significa estremecerse ante una fotografía. Volver significa encontrar huecos donde antes creías que había vacíos. Porque no es lo mismo un hueco que un vacío.
Me resultaban pesadas las calles de París con mi regreso. Demoraba la subida de los ciento quince escalones, porque aquello suponía poner punto y final a la marcha. Quedarme parado en los escaparates, bajo la lluvia, era sinónimo de recordar aquella espera en el aeropuerto de Málaga, buscando entre una multitud de bancos vacíos el rostro de la niña Aurora. ¿Cómo sería después de tanto tiempo? ¿Habría cambiado? ¿Era la niña Aurora la idea que yo tenía de ella, o tan solo era una realidad tangible, como lo es una manzana madura o como lo es un vaso de agua que uno bebe por necesidad? Y allí apareció, corriendo entre el retraso y la tormenta que Málaga había preparado para mí. Lo veía reflejado en el escaparate, parisino, ausente, cerrado, y también nos veía a nosotros, el primer segundo beso, tras el verano, el sabor de la saliva que se hace necesario entre los labios, el abrazo que supera la distancia. De nuevo aquí.


Y seguía con la marcha perezosa. No llevaba paraguas. El abrigo nuevo, comprado dos días antes, en una tienda de Puerta Real, justo al lado de donde las canis quedan los viernes por la tarde, y los padres las despiden con cara de orgullo y de miedo. Aquel abrigo era por fin la solución a tanto tiempo de frío. Un año de Erasmus en París con el viejo abrigo de corte alemán, que apenas servía para tapar la sensación del viento, siempre obligado a entrar en las cafeterías como quien da un golpe de estado en cada metro. Y allí estaban mis padres y mi hermano. La calle Navas rebosante, como siempre. El olor de pescado frito que se colaba por las ventanas de los hoteles, y una procesión de tunas que invadía la ciudad por todos los costados. El sonido de las guitarras con las canciones antiguas. Las serenatas en el Santa Fe, siempre buscando rinocerontes tras los cristales, en vez de bellas damas. La oscuridad de El perro andaluz, con sus aromas fuertes y sus sonidos duros, ataviados con las mejores galas, para hermanarnos con lo diametralmente opuesto a nosotros, los heaves.
Y mis padres aparecieron de repente, con el chubasco del reencuentro, conteniendo la emoción. Son demasiadas despedidas en demasiados años y aun así, cada vez que nos vemos de nuevo, es como si nunca nos hubiéramos separado. Mi padre con la mirada azul plomo, las mismas ganas de inspeccionar los bares de Granada que hace treinta años, cuando eligió la ciudad para empezar física, y mi madre, buscando algún tipo de cambio en mi cara, en mi gesto, en mis andares, la delgadez, que pasa factura, ¿Es que no comes? ¿Cómo llevas el francés? Y yo intento mentirle un poco, por caridad, y por vergüenza.


Se acercaba Cimarosa. La misma esquina oscura. El restaurante pijo en frente. El hotel al lado, vacío, con los ventanales apagados, salvo los del segundo piso. No podía subir aun los escalones. Aún era pronto. Como un golpe de luz vinieron a mí nuevas imágenes. Francesco, regando las plantas por la noche, yo tumbado en el sofá, leyendo una antología de Pushkin, esos jinetes de la noche que se acercan silenciosos a las puertas de las iglesias, ciudades terribles sin nombres, y Francesco regando las plantas, que crecían como los veranos en la enredadera del balcón. Su pose de aristócrata de siglos pasados, su nariz de ajedrez, su palabra afilada y precisa. Y los ciento cincuenta escalones que no van a dejarme subir, pensaba yo, cuando abría la puerta y se me presentaba el correo, con algo de retraso.
Y aquella noche en El bohemia, rodeado de presencias latinas y griegas. El rostro de Antonio, esos rasgos de tenista echado a perder por la fama, el tertuliano político que cree en un país mejor, a la salida del cine Gracia, y delante de una hamburguesa de la calle Emperatriz Eugenia.


Pero los escalones se suben solos, cuando te lleva la melancolía. Es París donde elegí estar. Es París la ciudad que corresponde. Ese río que parte el recuerdo por la mitad, que trae el frío del atlántico y hace más llevadero el transcurso de los trayectos en metro.
Me quedé un rato sentado en el séptimo escalón, oliendo aún el perfume de Aurora en el cuello, en las muñecas, en la ropa. Las luces apagadas, y detrás de los cristales, algo que sobresalía por los tejados. Una Alhambra de hierro, un arlequín de palacio nazarí. La torre Eiffel con sus destellos de niña presumida. 


1 comentario:

  1. Granada se convierte en una sombra. No puedes verla, tienes que intuirla. Gran ciudad, testigo de muchas experiencias de tu vida. Siempre deseará que la visites, que vuelvas a pasear por sus calles, que se la descubras a esa pequeña niña, sin duda una chica muy afortunada.

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