Dentro de cada uno, habita una mitología.
No son seres de barro, que caminan de repente gracias a un aliento vital. No son
extrañas fuerzas de la naturaleza, que tienen nombre de mujer, y que descargan
su rabia en poblados chabolistas, ante la atenta mirada de los piadosos. Son
nombres que se han repetido durante los veintitrés años de mi vida. Unos han
llegado antes. Otros después. Figuras de carne y hueso que han ofrecido café y
tertulia, partido de fútbol y lectura compartida, escritorio universitario o
botella de quemarropa bebida a sorbos tranquilos.
Bajé del autobús y en ese momento supe
que había vuelto. En la calle el termómetro debería rondar los tres grados
sobre cero. Porte Maillot sonaba como
siempre: despedidas, y poco más. Era ya de noche. En París, la noche se adelanta
unas horas al resto de ciudades. Las luces de Navidad ya se dejaban ver en lo
alto de las grandes avenidas.
Me despedí de la chica italiana que me
había acompañado durante el transcurso del aeropuerto a la ciudad, y caminé
esquivando el frío, con el peso de la mochila multiplicado por el cansancio y
los recuerdos del viaje que acababa de finalizar. Apenas unas horas antes estaba
en Granada, atravesando las mismas calles que me vieron despertar, cinco años
antes, de esa sombra lejana que parece la infancia.
No fue un acto de melancolía lo que me
obligó a volver. Este verbo se convierte en sagrado cuando uno se traslada al
extranjero. Volver significa leer en castellano. Volver significa estremecerse
ante una fotografía. Volver significa encontrar huecos donde antes creías que
había vacíos. Porque no es lo mismo un hueco que un vacío.
Me resultaban pesadas las calles de
París con mi regreso. Demoraba la subida de los ciento quince escalones, porque
aquello suponía poner punto y final a la marcha. Quedarme parado en los
escaparates, bajo la lluvia, era sinónimo de recordar aquella espera en el aeropuerto
de Málaga, buscando entre una multitud de bancos vacíos el rostro de la niña
Aurora. ¿Cómo sería después de tanto tiempo? ¿Habría cambiado? ¿Era la niña
Aurora la idea que yo tenía de ella, o tan solo era una realidad tangible, como
lo es una manzana madura o como lo es un vaso de agua que uno bebe por
necesidad? Y allí apareció, corriendo entre el retraso y la tormenta que Málaga
había preparado para mí. Lo veía reflejado en el escaparate, parisino, ausente,
cerrado, y también nos veía a nosotros, el primer segundo beso, tras el verano,
el sabor de la saliva que se hace necesario entre los labios, el abrazo que
supera la distancia. De nuevo aquí.
Y seguía con la marcha perezosa. No llevaba
paraguas. El abrigo nuevo, comprado dos días antes, en una tienda de Puerta
Real, justo al lado de donde las canis quedan
los viernes por la tarde, y los padres las despiden con cara de orgullo y de
miedo. Aquel abrigo era por fin la solución a tanto tiempo de frío. Un año de Erasmus
en París con el viejo abrigo de corte alemán, que apenas servía para tapar la
sensación del viento, siempre obligado a entrar en las cafeterías como quien da
un golpe de estado en cada metro. Y allí estaban mis padres y mi hermano. La
calle Navas rebosante, como siempre. El olor de pescado frito que se colaba por
las ventanas de los hoteles, y una procesión de tunas que invadía la ciudad por
todos los costados. El sonido de las guitarras con las canciones antiguas. Las serenatas
en el Santa Fe, siempre buscando rinocerontes tras los cristales, en vez de
bellas damas. La oscuridad de El perro
andaluz, con sus aromas fuertes y sus sonidos duros, ataviados con las
mejores galas, para hermanarnos con lo diametralmente opuesto a nosotros, los
heaves.
Y mis padres aparecieron de repente, con
el chubasco del reencuentro, conteniendo la emoción. Son demasiadas despedidas
en demasiados años y aun así, cada vez que nos vemos de nuevo, es como si nunca
nos hubiéramos separado. Mi padre con la mirada azul plomo, las mismas ganas de
inspeccionar los bares de Granada que hace treinta años, cuando eligió la
ciudad para empezar física, y mi madre, buscando algún tipo de cambio en mi
cara, en mi gesto, en mis andares, la delgadez, que pasa factura, ¿Es que no
comes? ¿Cómo llevas el francés? Y yo intento mentirle un poco, por caridad, y
por vergüenza.
Se acercaba Cimarosa. La misma esquina
oscura. El restaurante pijo en frente. El hotel al lado, vacío, con los
ventanales apagados, salvo los del segundo piso. No podía subir aun los
escalones. Aún era pronto. Como un golpe de luz vinieron a mí nuevas imágenes.
Francesco, regando las plantas por la noche, yo tumbado en el sofá, leyendo una
antología de Pushkin, esos jinetes de la noche que se acercan silenciosos a las
puertas de las iglesias, ciudades terribles sin nombres, y Francesco regando
las plantas, que crecían como los veranos en la enredadera del balcón. Su pose
de aristócrata de siglos pasados, su nariz de ajedrez, su palabra afilada y
precisa. Y los ciento cincuenta escalones que no van a dejarme subir, pensaba
yo, cuando abría la puerta y se me presentaba el correo, con algo de retraso.
Y aquella noche en El bohemia, rodeado de presencias latinas y griegas. El rostro de
Antonio, esos rasgos de tenista echado a perder por la fama, el tertuliano
político que cree en un país mejor, a la salida del cine Gracia, y delante de una hamburguesa de la calle Emperatriz
Eugenia.
Pero los escalones se suben solos,
cuando te lleva la melancolía. Es París donde elegí estar. Es París la ciudad
que corresponde. Ese río que parte el recuerdo por la mitad, que trae el frío
del atlántico y hace más llevadero el transcurso de los trayectos en metro.
Me quedé un rato sentado en el séptimo
escalón, oliendo aún el perfume de Aurora en el cuello, en las muñecas, en la
ropa. Las luces apagadas, y detrás de los cristales, algo que sobresalía por
los tejados. Una Alhambra de hierro, un arlequín de palacio nazarí. La torre
Eiffel con sus destellos de niña presumida.
Granada se convierte en una sombra. No puedes verla, tienes que intuirla. Gran ciudad, testigo de muchas experiencias de tu vida. Siempre deseará que la visites, que vuelvas a pasear por sus calles, que se la descubras a esa pequeña niña, sin duda una chica muy afortunada.
ResponderEliminar