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lunes, 26 de noviembre de 2012

Ostras



He pensado mucho acerca de la hospitalidad. Llevo toda mi vida dándole vueltas a la cuestión de dar y recibir. Ese juego extraño y mágico que tiene el ser humano desde antes incluso de erguirse sobre dos piernas. He reflexionado tanto durante mi corta vida sobre ese sustantivo que ahora parece que siempre ha estado ahí, que siempre me ha acompañado. En una sociedad declaradamente abierta como la que vivimos en nuestros días, cada día es una pequeña muestra de solidaridad: a la hora de la comida, a la hora de ir a votar en unas elecciones, en ese pequeño acto de dejar pasar en el metro a aquella persona que no lleva boleto. Es la hospitalidad, al fin de al cabo, lo que mueve al ser humano, tanto si la tiene, tanto como si se ausenta de ella.
Y pienso mucho ahora en todos estos temas. Si buscamos la palabra en la RAE, encontramos una primera acepción bastante curiosa: Virtud que se ejercita con peregrinos, menesterosos y desvalidos, recogiéndolos y prestándoles la debida asistencia en sus necesidades. No podemos más que mirar hacia otros siglos cuando leemos el diccionario por excelencia de la lengua española. La palabra peregrino se desliza en mi imaginación y no tardo mucho en encontrarme en una situación parecida. Hace algunos años, con mi hermano y un buen amigo de la familia, caminando entre piedras, bosques robustos, ríos intratables, pueblos fantasmas y una cordillera que se empeñaban en hacernos el camino mucho más encorvado y bello de lo que podíamos imaginar. Y era cuando más cansados estábamos, cuando sentíamos que nuestras piernas empezaban a lanzarnos mensajes de alerta, cuando encontrábamos un señor mayor, un pueblerino, que nos daba alguna pieza de fruta, un poco de agua, un lugar para descansar. Fue en Bodenalla donde aprendí que se puede dar sin esperar nada a cambio. Eran las ocho de la tarde. El cielo estaba encapotado como una furia de niños pequeños. Llevábamos casi cuarenta kilómetros caminando, y el pueblo de Sala nos había echado de sus calles por culpa de un albergue infame. Llegamos derrotados a una pequeña casa, entramos en ella y encontramos doce peregrinos, de todos los países, de todas la edades, y a un hombre con pinta de ex recluso que nos ofrecía una cama, dos metros cuadrados de suelo, y un plato de pasta y de ensalada para dormir con algo caliente dentro del estómago. Esa noche conocí a Simone de Beauvoir, en forma de anciana francesa que venía caminando desde Montpellier. Leí el primer capítulo de “Diarios de Motocicleta”. Soñé que la hospitalidad era algo real y común a todos los humanos.


Pero la vida sigue otros caminos, muchos más extensos que los que llevan a Santiago. Y aquí nos encontramos con las ostras. Domingo por la mañana. Yo aun dormía, en un colchón rojo en la habitación de mi buen amigo brasileño, Rodrigo, ese pequeño embajador que vive en la ENS, mi antigua universidad. Uno de esos colegas que nunca olvidas. Un superviviente de la amistad. Un gran degustador de vinos y de puros, con quien suelo crear una geografía diversa en un mapamundi lleno de ejércitos y tramas conspirativas. Y sonó su voz desde el piso de abajo. Pepe, me decía, ¿Quieres comer ostras? Ostras, esa palabra desconocida para mí, esa sustancia que siempre me ha dado más aspectos negativos que positivos. Ostras, comidas por mis padres en los días grandes de Navidad, y en los viajes a Normandía. Dormía muy profundamente, y dije un si claro entre mis sueños. Dos horas después, Rodrigo, con esos aires de chef cosmopolita, Istvan, un chico húngaro nacido en algún lugar de la frontera rumana, un genio vestido de filósofo, que sabe tocar el saxo, cocinar, y beber vino con la tranquilidad del que le caben más copas que la noche. Y el cuarto elemento, Daniel, un amigo mexicano, judío en los domingos, que estudia literatura francesa. Otra parte del D.F. que conozco día a día. Los cuatro, con las ostras sobre un cubo vacío y seis piezas de pescado en el horno. En la terraza de la ENS, ese lugar sagrado de las letras francesas, en un día de Noviembre con sol, sin ficción literaria, y bebiendo un vino verde portugués que era suave hasta el punto de cambiarme el humor por décadas. La hospitalidad vino a mí. Entendí de nuevo lo que era la hospitalidad. Encontrarme bien con mis amigos, con gente que quiero, con gente especial por el lugar donde los has encontrado, por las palabras que intervienen, y por el vino que bebemos. Las ostras, con ese sabor a bajamar del Atlántico. Ese sabor salado y frío que te llena la boca de sentimiento. Y la tarde seguía su curso arquitectónico de sol y de vino. La cuenta, reclamé yo. Otro día pagas tú, me dijo Rodrigo, tras dos noches durmiendo a su lado. Hospitalidad, dichosa y bendita palabra.


Pero indagando más en la RAE, encontramos una situación diferente: “Buena acogida y recibimiento que se hace a los extranjeros o visitantes.” Hoy en día todos somos extranjeros. Ya lo postuló Camus, y nadie lo creía. Somos extranjeros hasta en el propio país de nacimiento. Pero es imposible no acordarse de Marruecos, ese país desconocido para los europeos, que piensan aún que la única civilización posible es la de las calles con aceras, los bares dónde la cerveza corre a raudales y las iglesias suenan a cada hora. Fue en Marruecos donde terminé de comprender qué significaba la hospitalidad. En Fes, en Marrakech, en Tanger, en ChefChaouen. En Asilah, donde conocí en un taxi unos ojos que de vez en cuando me observan desde la distancia y no me dejan ni respirar. Fue precisamente en Marrakech, cuando la gente salía de sus casas, algunas humildes como el propio barro y la propia paja, y te invitaban a entrar, a comer de sus alimentos, a hablar con sus hijos, por señas, por lenguas intermedias que ni el aparato fonador conoce. Y fue allí, tras comer en uno de esos puestos callejeros, carne de camello, gallina recién pasada por el acero, cuando esperaba un precio típico para turistas, y solo pude encontrar la sonrisa de aquel carnicero  árabe, que me decía en su idioma que no me preocupara, que pagaba la casa. O la sirviente de un hostal, que me dejaba el desayuno más opulento que he visto en mi vida, con vistas a la Gran Mezquita, sin esperar más que un Sucran, que viene a ser un gracias en árabe. Sus manos, hospitalarias. La miel que derramaba en el pan. Hospitalaria. Todo aquello me enseñó que somos pequeños, y que gente desconocida puede hacerte feliz con lo poco que tienen.
Eso fue Marruecos para mí. Una enseñanza continuada. Pero la hospitalidad no siempre es tan humilde. Muchas veces es una botella de vino, una caja de chocolates, o incluso una sencilla barra de pan. En París, lo compruebo todos los fines de semana. Los viernes, cena en casa de alguien. Botella de vino para celebrar la amistad. La hospitalidad no se mide con la cantidad. Es sencilla. Es bien intencionada.


Pienso en la hospitalidad de Jesús, naciendo en un pesebre, rodeado de animales (aunque el Papa ahora quite la fauna y flora de la imagen) y de pastores, y luego pienso lo que ha hecho el ser humano con ese pesebre, elevándolo a un gran palacio. Del Belén al Vaticano. Pero la hospitalidad no hay que perderla nunca. Centenares de mendigos acorralan las columnas de Bernini, y que yo sepa, las puertas siguen cerradas para cierto tipo de clase social. La hospitalidad, también se viste por su ausencia.
La hospitalidad. Nunca olviden esa palabra tan necesaria. La hospitalidad de mi hermano, trayendo una botella de Larios para celebrar que somos hermanos, y que nos volvemos a ver. La hospitalidad de mis padres, con su transferencia económica de todos los tres de cada mes. La hospitalidad de ese mensaje a media tarde, cuando estoy en clase. La hospitalidad de mi casa, de esos veinte metros cuadrados, de una cocina pequeña, de un baño que está fuera, compartido con mi vecina iraní, oscuro, y en ocasiones sucio, porque las cosas pequeñas y feas también tienen hospitalidad. La hospitalidad de esta entrada, escrita con cariño, con fines puramente antropológicos. La hospitalidad de unas gracias, aunque sean tan silenciosas que no se escuchan. La hospitalidad de la basura sin tirar. La hospitalidad de una cama sin hacer. La hospitalidad de un carricoche. La hospitalidad de la humanidad concentrada en un vaso de leche a medio beber, sin lavar.
  

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