Apenas unos vasos vacíos en la barra del
bar. Fueron cervezas hace escasos minutos, y tenían una mano que arrimar y una
garganta que secar, de cuando en cuando. Esa espuma de los días que entra
tranquilamente, fresca, y que revitaliza el espíritu, empezando por el
estómago; serena las ideas, las convierte en acciones sugerentes, en calles
mojadas y atractivas donde no encontrar ni el más mínimo rastro de la duda.
Pero no. Cuando entré en La Reflet, esas
cervezas ya se habían acabado. Ubi sunt?
Qué fue de aquella chica peruana que bebía sin importar el por qué, sobre
pretexto de unos apuntes de filosofía barata, intentado escrutar los ojos de
ese francés tímido y rubio como los aviones de día. Se habían marchado. Eran
una suposición. Solo quedaba el rastro de sus cervezas vacías, cuando yo entré
a La Reflet. Esperemos un final feliz
para los chicos. Si alguien bebe simplemente por beber tiene un problema. La
bebida es parte de la conquista.
Y allí estaba yo. Dejé mi libro sobre “La
brujería en la historia de España” en un lado de la barra, el abrigo en el
suelo, entre los restos de azucarillos manchados, y me acomodé en el taburete.
Miré con tranquilidad el reloj. Quedaba una hora y media para que empezara la
película. Aun tenía tiempo de divagar un rato. La elección del film fue
bastante azarosa. Cinco minutos antes, estaba parado enfrente de la cafetería,
con una lista inmensa de películas, que se abrían a los ojos como cataratas
rabiosas. Y opté por la más discreta. El cartel a pequeña escala. Sobre un
fondo rojo, dos filas enfrentadas de personajes desconocidos. Los de la fila de
la izquierda, vestidos como legionarios romanos. Los de la derecha, como presos
normales de una cárcel cualquiera. Cesar
doit mourir, estaba escrito en pequeñas letras negras, a contra tono del
fondo encarnado. Compré la entrada sin dudar. ¿Cuántas veces habré visto morir
en Julio Cesar en mis veintitrés años de vida? Y aun así, cada vez que llega la
ocasión, ese quince de Marzo, creo en las casualidades, en las fuerzas
ilusorias que mueven los astros, y me convenzo a mí mismo de que esa vez Cesar
no irá al Senado, no se levantará de su cama y se quedará haciéndole el amor a
su mujer, a quién no ama, y se quedará completando su obra historiográfica, o
planeando un nuevo impuesto contra los patricios.
Pedí un café solo. La camarera era la
misma de siempre. Su ropa deportiva detrás de la barra, hiperactiva, andando de
aquí para allá, acariciando al perro, que se escondía en algún punto inexacto dónde
no alcazaba mi mirada; las cervezas que le pedían desde el otro lado de la
cafetería, y que ella respondía con un acento exageradamente amistoso oue Monsieur, con esa e parisina que se queda flotando por el
aire. Y tres minutos después llegó el café esperado. Mientras tanto se habían
quemado unas cuarenta y ocho brujas en diferentes pueblos cercanos a los
Pirineos, todas ellas acusadas de hacer el amor con un macho cabrío,
hambrientas de mal y de carnalidad. Pero en Francia fue peor. Lo decía el libro
que seguía apoyado en la barra del bar, haciéndome señas para que fuera
abierto.
A mi lado había un señor. Tendría unos
cuarenta años. El tipo tenía entre las manos un periódico. Lo abría y lo
cerraba de forma intermitente. No estaba prestando ni la más mínima atención a
las noticias ni a los sucesos que
relataban los periodistas. Eso me dio qué pensar. Hay gente en Siria que se
está jugando la vida para informar sobre la situación, que vive cercado por los
conflictos, durmiendo entre la miseria, para que alguien pase las hojas de su
crónica con la intención suprema de espiar a la camarera. Me dio qué pensar, es
cierto. Pero me pareció incluso hermoso. Ese periodista, cuyo nombre nunca
sabremos, ha facilitado el espionaje y el acecho del macho sobre la hembra, en
una cafetería parisina.
La camarera miraba hacía algún punto
indefinido, más allá de la cristalera, donde los fumadores se amontonaban, y la
cola del cine empezaba a formarse, como si fuera hielo sobre la acera. El
hombre, en cambio, como un detective, a través de sus gafas marrones, dirigía
sus ojos ocultos hacia la cara de la camarera. El tipo llevaba bigote, una
chaqueta de pana marrón, que no se había quitado para entrar, y un jersey de
cuello alto, verde oliva, como si fuera un guerrillero. Pedía con insistencia
una cerveza detrás de otra. La camarera, como si fuera una religión, como si
supiera los movimientos de memoria, buscaba los vasos limpios en el armario,
los ponía en el grifo de cerveza, y sin mirar, con una precisión misteriosa,
cerraba el hilo de cerveza justo a la altura del borde, sin derramar ni una
sola gota al suelo. El hombre le daba las gracias, e intentaba tocar su mano
cuando ella depositaba la cerveza en la barra, como si fuera un gesto fortuito,
como si fuera una casualidad de la carne. Pero nunca llegaba al contacto
directo, lo que obligaba a pedir otra cerveza tras diez minutos.
Sin embargo, yo no era un simple
espectador. Yo jugaba con ventaja. Yo sabía demasiado. Era ella, la camarera de
siempre, la de años atrás. La chica que trabajaba desde hacía más de cinco
años, que vivía a pocas manzanas de allí, y que consideraba su trabajo como un
pasatiempo más. La misma chica que no quiso estudiar nunca porque le aburrían
los libros, y veía la música de las décadas pasadas como una liberación
espiritual. Esa misma chica, la camarera que ponía las cervezas sin mirar a la
cara, se había pasado los últimos meses liada con la chica que atendía en la
taquilla del cine. Aquello era un amor pasional entre los cristales de la La Reflet. En la hora del cigarrillo,
ambas salían y se besaban con la necesidad del humo encontrado en las bocas y
del tiempo perdido. La gente lo sabía en el bar. Miraba el reloj y decían, es
su hora. La hora del encuentro del café y del cine.
Pero el tipo que se sentaba a mi
izquierda no lo sabía. Seguía en la sombra, en un rincón, con el periódico
hecho una baraja. Lanzaba miradas exageradas, cada vez más lascivas. Y llegó
ese sentimiento que tanto detesto y que siempre me hace huir de la condición
humana. Llegó la pena. Ese hombre me daba pena. Solo. En la barra de un bar
cualquiera. Cinco cervezas como delito. Y unas miradas que no tenían
correspondencia. Cómo decirle a ese pobre imbécil que sus intentos eran tan
estériles como contar los peces que había en el mar del Norte. Cómo explicar
que aquello pertenecía a otra liga, que no había nada que pudiera hacer, ni él
ni yo. En realidad, buen señor, no es culpa de su masculinidad. No es para nada
culpable de su hermosura, tanto en un sentido como en otro. El problema, es que
hay carencia de problemas. Usted es un hombre. Ese es el problema.
Pero no. Las cosas no eran así de
fáciles. Pedí la cuenta y busqué entre mi bolsillo la entrada que había
comprado hacía una hora y media. Me gusta ir al cine con tiempo, acomodarme en
la butaca, ver como las parejas se buscan y se encuentran, debajo de la camisa,
con las manos aún heladas, y gritan ante la primera impresión de los dedos y el
contraste de temperatura. Dejé algo de propina. No recuerdo la cantidad. La
camarera ni siquiera mi miró. Me dio las gracias como quien reza en la misa,
dejándose llevar por la costumbre, sin saber lo que está diciendo. Miré por
última vez al hombre. Ahí estaban sus ojos, ignorantes, atrevidos, aun en la
batalla, aun chispeantes de fuego, como si fuera un inquisidor, y la camarera
una bruja que debiera arder en su cuerpo y en sus pantalones de cuarentón
solitario.
Cerré la puerta al marcharme. La calle
se animaba. Todas las salas estaban casi llenas, menos la mía. Al pobre Cesar
lo iban a matar otra vez y cada vez menos gente era partícipe de su asesinato.
Volví la cabeza hacia atrás. Allí seguía el tipo, sin saber, que tarde o
temprano, esa camarera que vestía toga senatorial, iba a encontrarse con la
taquillera del cine de enfrente, también ataviada de blanco, con el vestido
imperial, y en ese beso repetido todas las tardes iban a descubrir las heridas
en la espalda de aquel señor de cuarenta años, que bebía cerveza sin saber que
estábamos a quince de Marzo de no sé qué día de Noviembre.
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