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lunes, 12 de noviembre de 2012

La noche húngara III: Los troncos iluminados



No era el rumor de la gente lo que nos extrañaba, ni sus vestidos ni sus costumbres, que se presentaban algo rudas y sin formas, sino la claridad de la noche y la rapidez con la que había llegado sobre el cielo de Estrasburgo. No había luz eléctrica. Las antorchas, colocadas en los balcones de los edificios y en todas las puertas de la catedral, apenas aspiraban a matizar algún rostro, a recrear el movimiento confuso de unos pasos que se marchaban entre la oscuridad, y a mitificar esos cuerpos inertes que se erigían sobre el cadalso, atados de pies y manos a un árbol sin ramas, un árbol muerto que actuaba de apoyo al cuerpo, como si fueran una misma cosa, una presencia de ceniza, una profecía de cremación.
Mi hermano me agarraba muy fuerte de la chaqueta. Nadie nos miraba al pasar. Estábamos al inicio de la plaza cuando empezaron a sonar unas trompetas y el sonido seco y penetrante de unos tambores que mandaban callar todas las voces de los allí presentes. Parecía que estábamos asistiendo a una representación teatral, a un Auto Sacramental, de esos que estudiábamos en el instituto, y que tenían como protagonistas a personajes bíblicos y a hombres de edad indeterminada, que siempre se repetían allá por la época de Navidad.


El hombre que había hablado anteriormente volvió a tomar la palabra. Apenas se podía escuchar lo que estaba diciendo. Olía a leña quemada. El frío se metía en nuestras cabezas y no nos dejaba asimilar bien lo que estábamos viviendo. Fue una noche de la cual no nos ha quedado nada claro. Sacamos el libro que estaba leyendo durante el trayecto en tren y pudimos reflejar la realidad que estábamos viviendo con el texto: “El sábado,.. quemaron a los judíos en una plataforma madera…” Las miradas se contuvieron. No queríamos hablar. ¿Qué carajo estaba sucediendo aquella noche? La liturgia seguía lentamente su cauce. El señor que hablaba, ataviado con un ropaje voluminoso y un báculo de brillaba en la oscuridad, aceleró su discurso y se quedo callado. Fue en ese momento cuando la gente rompió a gritar y aplaudir. Muchos tiraban verduras podridas y huevos duros, sino piedras, e intentaban hacer diana contra esos troncos que tenían forma de personas.
Dos hombres subieron. Estaban enmascarados. No hacía falta mucha imaginación en la mente de mi hermano y en la mía para saber lo que estaba por suceder. Ese rostro anónimo dejó caer la antorcha encendida sobre un montón de paja y  se hizo la luz sobre la plaza. Los gritos. Los llantos. El movimiento prohibido de los miembros que empezaban a arder. Las lenguas bárbaras que salían de las bocas de las víctimas. Y sobre todo, el olor. El olor que amenazaba todos rincones de la ciudad. Ese olor que se apoderaba de todo estado de ánimo. El olor de la podredumbre. El olor de la infamia. El olor de la noche concentrado en un centenar de cuerpos quemados.


Intentamos huir despavoridos por la primera calle que se nos abría. La ciudad parecía un laberinto inacabado. Un espacio se abría (y entendíamos que era una plaza) y otro se cerraba con el mismo azar que los minutos que pasaban. Solamente veíamos la torre de la catedral, y una hilera de humo que se propagaba sin descanso por todo el cielo de Estrasburgo. Buscamos el río sin cesar. Los gritos cada vez parecían más lejanos. Nos detuvimos en un rincón a descansar. El frío era sobrenatural. El viaje en general parecía sacado de un mapa inexacto de experiencias surrealistas. Solamente soñábamos con ir a Alemania, decía mi hermano. Yo callaba e intentaba respirar con solvencia. Sacamos de nuevo el libro y continuamos leyendo: “Muchos niños pequeños fueron quitados de la hoguera y se les bautizó contra la voluntad de sus padres y madres.”
A lo lejos, veíamos un extenso campo, ya fuera del casco antiguo de la ciudad. Atravesamos el río. El Rin era un manso camino helado. Ya fuera de la ciudad, ya fuera de esa locura que habíamos visto, nos sentamos en una piedra común, perdida en mitad de un campo deshabitado. Bebimos agua. Y por primera vez, la noche se serenó y pudimos pensar fríamente. No sabíamos lo que habíamos vivido. Está claro que cuando nos juntamos mi hermano y yo la realidad se altera sensiblemente. Así lo percibimos en Londres. Así nos demostró la ciudad de Santiago, cuando, de repente y sin aviso, vimos el entierro de un pastor de cabras al que luego confundirían con el mismísimo Apóstol. Lo vimos también en París, cuando nos llovían piedras con unas décadas pasadas, en el Barrio Latino.  
Al poco tiempo, empezaron a llegar personas. Una señora italiana con una gran maleta de piel marrón, que apenas podía moverla. Después dos estudiantes de derecho alemanes, que conversaban tranquilamente, como si no se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. A lo lejos seguían las grandes hogueras, que ya sobrepasaban los bajos edificios que rodeaban la ciudad. Es el fuego de los siglos, diría algún fervoroso historiador. Pero no, aquello era fuego auténtico, y como tal, quemaba al mirarlo directamente a los ojos. Vimos aparecer de entre la oscuridad un gran autobús que se movía con rapidez. A su vez, más personas entraron en escena y aguardaban con paciencia no se sabía qué momento de sus vidas.


El autobús se paró delante de nosotros. Se abrió la puerta delantera y apareció el hombre nervioso y diminuto que tendría que parar en un área de servicio, horas después, a fumarse un cigarrillo. Comenzó a hacer gestos con las dos manos, sin hablar. Llevaba una chaqueta enorme, que le llegaba casi por las rodillas. Su cabeza era cuadriculada y el pelo entre moreno y canoso. Parecía un vendedor de cuchillos antiguos. Nos montamos en el autobús. Nadie nos dijo nada. Nos alejamos de la ciudad de Estrasburgo, un día que yo creía que era Octubre, de dos mil doce, cuando las llamas ya colapsaban el horizonte y distanciaban el esqueleto arenoso de la catedral de nuestra vista. El hombre diminuto aceleró. Ese hombre que vino de las profundidades de alguna idea inventada de Hungría. Fue en ese momento cuando salimos para siempre de aquella noche que ni sabemos siquiera si fue cierta, o si nos la hemos inventado en un amago de imaginación, una tarde cualquiera, tomando café en un bar de París

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