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martes, 20 de noviembre de 2012

Octavo escalón



¿De qué hablan las calles de París cuando nadie está escuchando? Me hago esta pregunta mientras contemplo este cuaderno que tengo entre las manos. No sé las vicisitudes que han sido necesarias para encontrarme en esta situación, ni los caminos que han sido malogrados y las casualidades aisladas que han provocado, oh dichosa fortuna, que pueda apreciar el tacto plastificado y el color burdeos de la portada. No es un libro. Es una de esas libretas de visita, donde uno apunta al vuelo las principales ideas que pasan por la cabeza. Alguien me dijo que es también una forma de descubrirse, una forma de desnudarse ante la escritura. Escribir lo primero que sale de la tinta. Y entre mis manos la tengo.
La historia nació en Roma. Cuando la chica se subió al avión con destino a París, semanas atrás, nunca imaginó que compondría este cuaderno para mí. Ni siquiera sabíamos de nuestra existencia, salvo por nombres vagos dichos rápidamente en un pasillo de la facultad, conectados por una amiga común.
Abro la primera página y me encuentro de lleno con una instantánea de la Place Dauphine. El cielo gris, augurando frío, ocupando un tercio de la fotografía. En el centro, la plaza se desliza con la profundidad de los espacios deshabitados. Algunos castaños impide que pueda ver el edifico que se encuentra en el fondo, el Palacio de Justicia. Un hombre y una mujer están parados, frente a un banco, mirando con detenimiento un mapa con algún tipo de instrucciones. Hacia la parte de debajo de la fotografía, la calle sin coches, los adoquines desnudos, aun sin hojas. Es otoño. La foto fue tomada en Noviembre. Recuerdo ese día, y sin embargo, yo no estuve presente. Una farola, aún sin encender, reclama el epicentro de la imagen. Se respira paz dentro de ella. Me gustaría estar sentado en uno de esos bancos, que se desplazan hacia los lados, allá donde Patrick Sunskin daba de comer a las palomas.
La siguiente fotografía me hace avanzar unos metros. Hay mucha más claridad. Por lo que puedo intuir, la foto fue echada desde Place du Chatelet. En un primer plano se ve una bicicleta negra, aparcada, sin dueño que montar. Algunos coches, algo más lejos, avanzan hacia la izquierda. El semáforo está en verde. Eso me dice la instantánea. Tras los autos, un abismo, un vacío. El Sena, pasando majestuoso, tranquilo. Partiendo en dos mitades el corazón de París, y la Isla de la Cité al fondo.  El palacio de Justicia, está vez desde otra perspectiva, y el reloj más antiguo de la ciudad, de 1370. La punta de la Saint Chapelle se deshace con la tarde naranja. Un cielo que quiere explotar. Un cielo que no quiere ser noviembre, que tiene las horas contadas. Y la bicicleta en un primer plano, buscando pedaladas, quieta. Imagino a la chica haciendo la fotografía, pensando que esa foto nunca iba a parar a mis manos, pensando que las bicicletas paradas son más hermosas que los palacios del siglo XIV.
Paso la página y la realidad me devuelve un instante a la oblicuidad de la tarde. Aparecen los rostros humanos. Aparecen las costumbres que nos convierten en diferentes. Aparece la música. Callada. La música a través de las imágenes. Una pareja sentada bajo un árbol, en una zona de obras de lo que intuyo puede ser el 4º arrondissement. Un hombre, con una gabardina gris, con una boina negra ligeramente inclinada hacia la izquierda, toca su violín. La escena va dirigida hacia la izquierda también. Ambos miran a un punto indeterminado. El estuche del violín está abierto, pero no se distinguen monedas en su interior. A su lado, una señora mayor, con gorro, hace sonar el acordeón. Puedo oír el contraste de notas de ambos instrumentos. La señora está sentada en una silla de camping. Es evidente la diferencia entre ambos. La elegancia del señor y sus aires de vieja Europa, y la serenidad de la señora, con su cara del Este, la serenidad que da la pobreza sobre las calles de París. Y la lucha de los instrumentos. Son dos mundos los que suenan en este trozo arrancado de ciudad. Son las mismas notas las que suenan en el espacio rectangular de esta fotografía.
La siguiente es de una belleza suprema. Habla más que cualquier otra. Habla más que una novela. No se puede retener este momento con palabras. Un señor, bastante avanzado en edad, saca un violín de su estuche. Lleva un traje tradicional árabe, y un gorro blanco. Esta foto está en blanco y negro. Son los colores del pensamiento. Son los colores del recuerdo. El hombre se sienta sobre un saco de piel. No se le puede ver la cara. Su instrumento tapa su rostro, que nunca conoceré, que solamente conoce una persona. Miro fijamente la fotografía. Racimos de gente pasan a su lado y este instante no ha querido que nadie lo miré. Este hombre tiene otro lenguaje. Lo suyo es la música. En unos momentos nos traerá una porción de Túnez, una esquina de Marruecos, un pequeño pueblo del Líbano, una colina con vistas al mar en Oran, un barrio popular en El Cairo, donde los taxis no llegan más allá de las ocho de la tarde. Veo muchas ciudades en su gesto inquieto de abrazar el violín. Veo un viaje, hace cuarenta años, en un barco, con destino a Marsella. Veo una tienda de comestibles árabes en Bellleville. Unos niños educados con la exquisita reverencia francesa. Facturas de metro. Escaleras que niegan los ascensores en el norte de la ciudad, que es como un gran bazar. Veo una lucha contra el tiempo, el frío, y el olvido. Veo un violín que siempre le ha acompañado.
Pero la siguiente imagen vuelve a estremecerme. No puedo afirmar exactamente nada de lo que veo en este momento. No sé si el ser humano tiene fe o tiene miedo. No sé absolutamente nada de los principios que han regido toda mi vida en estos veintitrés años. Tampoco puedo distinguir si se trata de un hombre o de una mujer. Pero está sentado en una silla de madera, junto a otras sillas de esparto, vacías. El sol, que debe entrar desde alguna ventana, solamente ilumina el suelo, dejando ver el polvo de los visitantes que entran a menudo. Pero la sala está vacía. Esa persona está encogida, con los hombros hacia adelante, como si quisiera volver al vientre de su madre, donde un día tuvo que salir para darle partida a esto de la vida. Me fijo bien. Esta persona es voluminosa. Apenas cabe en la silla. Lleva un jersey negro, algo sucio, y unos pantalones que se componen de un conjunto irregular de trozos de tela, mal cosidos. Esta persona está rezando. No. Me equivoco. Me equivoco siempre que vuelvo a mirarla. Esta persona no está rezando. Esta persona tiene hambre. Esta persona está reclamando su derecho a comer. Su derecho a ser feliz. Su derecho a salir de esa enfermedad. Su derecho a volver a no tener que rezar. ¿A quién le está reclamando? El sol golpea su espalda de lleno, formando una geografía inventada de sombras y de líneas que convergen en su cabeza. Esta fotografía es el mayor silencio que he encontrado en esta ciudad, en los tres meses que llevo en ella.
La página vuelve a caerse, y aparece otra, como si fuera un camino de sal que cambiara con el viento. Una terraza de un café cualquiera, en un lugar que mi mente enfoca como el Jardín de Luxemburgo. En un primer plano hay tres mesas. La primera habitada por una pareja. Dos cafés y un vaso de agua. La segunda por un hombre que lee un libro, cuyo título ha condenado al anonimato la distancia. Una taza de té y una tetera. La tercera la ocupa una mujer que habla por teléfono y que parece mirar a la cámara. Solamente un cenicero. En el interior de la cafetería, el ritmo de la vida consumiendo los vasos de vino, los cafés, las conversaciones, los periódicos que ahora son de ayer, y un camarero que enseña sus dientes blancos ante la propina de un hombre que nos da la espalda. El suelo es un huerto de cerillas apagadas, cigarros humeantes y bolsos de mujer adornan el asfalto.
Las demás fotos que completan el cuaderno son fotos conscientes. Es decir, son fotos consentidas, conocidas. En una salgo con Giulia, de espaldas a Notre Dame, haciendo cómo si posáramos cuando en realidad no estábamos posando. En otra aparezco yo con una tarta de cumpleaños, en aquella noche en que las dos chicas italianas me hicieron una fiesta sorpresa, en alguna casa perdida en Montparnasse. El cuaderno avanza entre velas de cumpleaños y torres católicas que se pierden a lo lejos. Hasta que llego a la última foto. Algo sonado. Algo que he visto muchas veces. En efecto, ese pájaro que ha pasado tantas veces inadvertido para mis ojos. Un pájaro rojo con una leyenda a su alrededor: Yo soy un pájaro libre, instantánea tomada en el Albayzin, años atrás, en un viaje que la chica italiana hizo para captar más mundos a través de su cámara.
Llega el final del cuaderno. Reviso las fotos como si fueran historias por completar, como si fueran esa parte de la ciudad que hacemos nuestra, ese pequeño mundo de sombras y de luz que se forma cuando sale el flash de la cámara. El ojo anónimo. El mundo detenido en un fósforo. Ese mundo que solamente pueden ver algunos. En efecto, lo recuerdo, recuerdo sus palabras, en un italiano pulcro y campesino. Si, con su cámara al cuello, sin apenas conocernos de nada. El fotógrafo siempre debe ver lo que nadie ha visto y tiene delante. Esta es una ciudad de ojos anónimos, Frappi, pienso mientras busco alguna cara conocida entre la multitud de las instantáneas.

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