¿De qué hablan las calles de París
cuando nadie está escuchando? Me hago esta pregunta mientras contemplo este
cuaderno que tengo entre las manos. No sé las vicisitudes que han sido
necesarias para encontrarme en esta situación, ni los caminos que han sido
malogrados y las casualidades aisladas que han provocado, oh dichosa fortuna,
que pueda apreciar el tacto plastificado y el color burdeos de la portada. No es
un libro. Es una de esas libretas de visita, donde uno apunta al vuelo las
principales ideas que pasan por la cabeza. Alguien me dijo que es también una
forma de descubrirse, una forma de desnudarse ante la escritura. Escribir lo
primero que sale de la tinta. Y entre mis manos la tengo.
La historia nació en Roma. Cuando la
chica se subió al avión con destino a París, semanas atrás, nunca imaginó que
compondría este cuaderno para mí. Ni siquiera sabíamos de nuestra existencia,
salvo por nombres vagos dichos rápidamente en un pasillo de la facultad,
conectados por una amiga común.
Abro la primera página y me encuentro de
lleno con una instantánea de la Place Dauphine. El cielo gris, augurando frío,
ocupando un tercio de la fotografía. En el centro, la plaza se desliza con la
profundidad de los espacios deshabitados. Algunos castaños impide que pueda ver
el edifico que se encuentra en el fondo, el Palacio de Justicia. Un hombre y
una mujer están parados, frente a un banco, mirando con detenimiento un mapa
con algún tipo de instrucciones. Hacia la parte de debajo de la fotografía, la
calle sin coches, los adoquines desnudos, aun sin hojas. Es otoño. La foto fue
tomada en Noviembre. Recuerdo ese día, y sin embargo, yo no estuve presente. Una
farola, aún sin encender, reclama el epicentro de la imagen. Se respira paz
dentro de ella. Me gustaría estar sentado en uno de esos bancos, que se
desplazan hacia los lados, allá donde Patrick Sunskin daba de comer a las palomas.
La siguiente fotografía me hace avanzar
unos metros. Hay mucha más claridad. Por lo que puedo intuir, la foto fue
echada desde Place du Chatelet. En un primer plano se ve una bicicleta negra,
aparcada, sin dueño que montar. Algunos coches, algo más lejos, avanzan hacia
la izquierda. El semáforo está en verde. Eso me dice la instantánea. Tras los
autos, un abismo, un vacío. El Sena, pasando majestuoso, tranquilo. Partiendo en
dos mitades el corazón de París, y la Isla de la Cité al fondo. El palacio de Justicia, está vez desde otra
perspectiva, y el reloj más antiguo de la ciudad, de 1370. La punta de la Saint
Chapelle se deshace con la tarde naranja. Un cielo que quiere explotar. Un cielo
que no quiere ser noviembre, que tiene las horas contadas. Y la bicicleta en un
primer plano, buscando pedaladas, quieta. Imagino a la chica haciendo la
fotografía, pensando que esa foto nunca iba a parar a mis manos, pensando que las
bicicletas paradas son más hermosas que los palacios del siglo XIV.
Paso la página y la realidad me devuelve
un instante a la oblicuidad de la tarde. Aparecen los rostros humanos. Aparecen
las costumbres que nos convierten en diferentes. Aparece la música. Callada. La
música a través de las imágenes. Una pareja sentada bajo un árbol, en una zona
de obras de lo que intuyo puede ser el 4º arrondissement. Un hombre, con una
gabardina gris, con una boina negra ligeramente inclinada hacia la izquierda,
toca su violín. La escena va dirigida hacia la izquierda también. Ambos miran a
un punto indeterminado. El estuche del violín está abierto, pero no se
distinguen monedas en su interior. A su lado, una señora mayor, con gorro, hace
sonar el acordeón. Puedo oír el contraste de notas de ambos instrumentos. La señora
está sentada en una silla de camping. Es evidente la diferencia entre ambos. La
elegancia del señor y sus aires de vieja Europa, y la serenidad de la señora,
con su cara del Este, la serenidad que da la pobreza sobre las calles de París.
Y la lucha de los instrumentos. Son dos mundos los que suenan en este trozo
arrancado de ciudad. Son las mismas notas las que suenan en el espacio
rectangular de esta fotografía.
La siguiente es de una belleza suprema. Habla
más que cualquier otra. Habla más que una novela. No se puede retener este
momento con palabras. Un señor, bastante avanzado en edad, saca un violín de su
estuche. Lleva un traje tradicional árabe, y un gorro blanco. Esta foto está en
blanco y negro. Son los colores del pensamiento. Son los colores del recuerdo. El
hombre se sienta sobre un saco de piel. No se le puede ver la cara. Su
instrumento tapa su rostro, que nunca conoceré, que solamente conoce una
persona. Miro fijamente la fotografía. Racimos de gente pasan a su lado y este
instante no ha querido que nadie lo miré. Este hombre tiene otro lenguaje. Lo
suyo es la música. En unos momentos nos traerá una porción de Túnez, una
esquina de Marruecos, un pequeño pueblo del Líbano, una colina con vistas al
mar en Oran, un barrio popular en El Cairo, donde los taxis no llegan más allá
de las ocho de la tarde. Veo muchas ciudades en su gesto inquieto de abrazar el
violín. Veo un viaje, hace cuarenta años, en un barco, con destino a Marsella. Veo
una tienda de comestibles árabes en Bellleville. Unos niños educados con la exquisita
reverencia francesa. Facturas de metro. Escaleras que niegan los ascensores en
el norte de la ciudad, que es como un gran bazar. Veo una lucha contra el
tiempo, el frío, y el olvido. Veo un violín que siempre le ha acompañado.
Pero la siguiente imagen vuelve a
estremecerme. No puedo afirmar exactamente nada de lo que veo en este momento. No
sé si el ser humano tiene fe o tiene miedo. No sé absolutamente nada de los
principios que han regido toda mi vida en estos veintitrés años. Tampoco puedo
distinguir si se trata de un hombre o de una mujer. Pero está sentado en una
silla de madera, junto a otras sillas de esparto, vacías. El sol, que debe
entrar desde alguna ventana, solamente ilumina el suelo, dejando ver el polvo
de los visitantes que entran a menudo. Pero la sala está vacía. Esa persona
está encogida, con los hombros hacia adelante, como si quisiera volver al
vientre de su madre, donde un día tuvo que salir para darle partida a esto de
la vida. Me fijo bien. Esta persona es voluminosa. Apenas cabe en la silla. Lleva
un jersey negro, algo sucio, y unos pantalones que se componen de un conjunto
irregular de trozos de tela, mal cosidos. Esta persona está rezando. No. Me equivoco.
Me equivoco siempre que vuelvo a mirarla. Esta persona no está rezando. Esta persona
tiene hambre. Esta persona está reclamando su derecho a comer. Su derecho a ser
feliz. Su derecho a salir de esa enfermedad. Su derecho a volver a no tener que
rezar. ¿A quién le está reclamando? El sol golpea su espalda de lleno, formando
una geografía inventada de sombras y de líneas que convergen en su cabeza. Esta
fotografía es el mayor silencio que he encontrado en esta ciudad, en los tres
meses que llevo en ella.
La página vuelve a caerse, y aparece
otra, como si fuera un camino de sal que cambiara con el viento. Una terraza de
un café cualquiera, en un lugar que mi mente enfoca como el Jardín de
Luxemburgo. En un primer plano hay tres mesas. La primera habitada por una
pareja. Dos cafés y un vaso de agua. La segunda por un hombre que lee un libro,
cuyo título ha condenado al anonimato la distancia. Una taza de té y una
tetera. La tercera la ocupa una mujer que habla por teléfono y que parece mirar
a la cámara. Solamente un cenicero. En el interior de la cafetería, el ritmo de
la vida consumiendo los vasos de vino, los cafés, las conversaciones, los
periódicos que ahora son de ayer, y un camarero que enseña sus dientes blancos
ante la propina de un hombre que nos da la espalda. El suelo es un huerto de
cerillas apagadas, cigarros humeantes y bolsos de mujer adornan el asfalto.
Las demás fotos que completan el
cuaderno son fotos conscientes. Es decir, son fotos consentidas, conocidas. En una
salgo con Giulia, de espaldas a Notre Dame, haciendo cómo si posáramos cuando
en realidad no estábamos posando. En otra aparezco yo con una tarta de
cumpleaños, en aquella noche en que las dos chicas italianas me hicieron una
fiesta sorpresa, en alguna casa perdida en Montparnasse. El cuaderno avanza
entre velas de cumpleaños y torres católicas que se pierden a lo lejos. Hasta que
llego a la última foto. Algo sonado. Algo que he visto muchas veces. En efecto,
ese pájaro que ha pasado tantas veces inadvertido para mis ojos. Un pájaro rojo
con una leyenda a su alrededor: Yo soy un
pájaro libre, instantánea tomada en el Albayzin, años atrás, en un viaje
que la chica italiana hizo para captar más mundos a través de su cámara.
Llega el final del cuaderno. Reviso las
fotos como si fueran historias por completar, como si fueran esa parte de la
ciudad que hacemos nuestra, ese pequeño mundo de sombras y de luz que se forma
cuando sale el flash de la cámara. El ojo anónimo. El mundo detenido en un fósforo.
Ese mundo que solamente pueden ver algunos. En efecto, lo recuerdo, recuerdo
sus palabras, en un italiano pulcro y campesino. Si, con su cámara al cuello,
sin apenas conocernos de nada. El fotógrafo siempre debe ver lo que nadie ha
visto y tiene delante. Esta es una ciudad de ojos anónimos, Frappi, pienso
mientras busco alguna cara conocida entre la multitud de las instantáneas.
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