Otra vez la misma mirada. Estábamos sentados
todos. Nadie se atrevía a levantar la cabeza más allá de la línea imaginaria
que empezaba con el propio hombro, y terminaba con el hombro del vecino. Los ojos
fijos en el papel en blanco. Lo que pudiera suceder a continuación no era más
que una decisión del azar para todas las personas que estaban en la sala. Temprano.
La mañana aun perezosa. Serían las ocho y media, con su frío y con su sensación
de lluvia en los cristales y en los abrigos. Y nadie sabía su destino. Nadie. Menos
yo.
Entró el profesor. Aquel que vi por
primera vez, un mes atrás, y supe que estaba condenado al más temido y duro de
los suspensos. Caminaba con su inconfundible paso, un taco de folios en la mano
derecha, abiertos, frescos, rabiosos, como si fueran la sentencia de un juicio
sumarísimo. En la otra mano llevaba una cartera. Sus gafas redondas le caían
por un hilo, sobre el pecho. La mirada perdida al fondo de la clase. Se acababa
de despertar el pobre hombre. Tomó asiento rápido. Se quedó unos segundos con
las manos cruzadas, como si esperara un aliento vital, una alarma, un mensaje
que diera paso a la respiración, al inicio de los actos requeridos.
Y ese momento llegó. Ocho y treinta y
cinco de la mañana. Un miércoles perdido de Noviembre. El profesor se levantó
con el taco de folios en la mano. Los movió con alevosía, disfrutando de la
sangre que producían las hojas al chocar con la mesa, al bailar con el aire. A pesar
de todo, y lo sé, y lo sabía, era un buen hombre. Yo me lo decía, para mis
adentros, susurrando, para que lo escucharan en España, todos mis antiguos
profesores, en quienes pensaba con cariño y humildad. Era un buen hombre. La culpa
era de la lengua. La lengua, que nos trata mal.
Y el profesor repartió las hojas. Una a
una. Como en un partido de fútbol cuando el encuentro está aburrido y los
espectadores hacen la ola, así veía yo las cabezas levantarse, quitándose la
presión inicial de la espera, soltar el aire y adelgazar unos gramos, antes de
volver a bajar las cabezas, esta vez con el bolígrafo en mano, y empezar a
sumergirse en un mundo de letras emborronadas, palabras en dos idiomas, dudas
existenciales sobre las formas del verbo ser, conocer, estrangular, y alguna
preposición que otra, que son como pequeñas hormigas que van manchando
lentamente el papel.
Fue entonces cuando llegó a mí. Sus mismos
ojos. Los ojos de Octubre. En otro tiempo ese flamante puesto hubiera sido
ocupado por una hermosa chica, sentada en una cafetería, leyendo un libro de
Pirandello, pero esta vez no. Los ojos del profesor. La cara tierna, como si
estuviera viendo a un familiar, un árbol que ha crecido contigo, un retrato del
siglo pasado, pero era él, un ser desconocido, que traducía en clase con la
tranquilidad y la entonación de una obra de teatro. La voz francesa que debió
tener Miguel Delibes, Larra, Pérez de Ayala, Varela, y tantos otros textos que
habíamos traducido previamente en clase.
Me tiró la hoja del examen en la mesa. Ni
siquiera me miró. Y pasó de largo hacia otra víctima, como un huracán que
destroza las casas de un poblado y se dirigiera hacia una gran ciudad. Rascacielos,
guaridas de seguridad. Todo bajo control. Pero la pobre barriada de chabolas
está aún temblando.
Tienen ustedes tres horas para hacer el
examen, dijo su voz sabia y melancólica, y se sentó a leer el periódico, con
las dos páginas abiertas a lo grande, como si fuera un detective de otros
tiempos. El examen consistía en traducir del español al francés un texto de
Martínez de Pisón, sobre un paseo por Barcelona. Imagen idílica de la Barcelona
franquista. Las avenidas anchas y limpias, el cursor de la vida que pasa por Les Rambles, y una revuelta policial
contra un grupo de seminaristas que iban a protestar contra el arresto de unos
estudiantes. Me hubiera quedado la vida entera atrapado en sus líneas. El culmen
de la obra llega cuando los dos amigos bajan hacia la playa de la Barceloneta, y contemplan el mar, en
un verano tranquilo y caluroso. Ahí estaba yo, dentro de la narración, con
Elías, haciendo una pausa del festival de música que estábamos viendo durante
toda la semana. Éramos los dos, los de siempre, en el mes de Mayo, la mañana
anterior al gran concierto de Beirut,
bajando, como perdidos, por el Barrio Gótico,
atravesando el puerto, el Mare Nostrum,
la estatua de Colón, y llegando, como si hubiera estado esperando durante años,
la radiosa playa, con las chicas en biquini, los jugadores profesionales de vóley-playa,
los bañistas atrevidos que desafían las cremalleras, las cafeterías deliciosas
frente al mar, y el año noventa y dos mirándonos directamente a los ojos. Que grande
eres Barcelona. Cuántas vidas me quedan por vivir en tus calles, pensaba. La chica
que quería ser directora de cine. Nuestras “últimas
tarde con Belcebú”. El hostal de Passeig
di Gracia, con quince camas por habitación y unas vistas de vértigo bajo el
Tibidabo. El encuentro, borrachos,
con el cantante de Love of Lesbian…
Les queda a ustedes una hora y media de
examen, dijo la voz del profesor, que seguía en la sección de conflictos
internacionales del periódico. Una hora y media. El examen podía haber durado
cinco minutos si él hubiera querido. Pero había olvidado que estábamos ante una
dura de traducción, y que mi francés, era, cuanto menos, dudoso. Así que leí
con atención la primera línea del texto: Había
que ver lo mal que se movía el pobre…” ¿Han tenido ustedes esa sensación de
dejar la mente en blanco, de recurrir al lenguaje que nos han enseñado desde
niños y no encontrar más que cajas vacías y laberintos fatigosos e infinitos? Esa
fue la sensación que me embargó durante todo el examen.
Evidentemente, había palabras que nunca
hubiera traducido, bajo ningún concepto, en esa lucha entre la lengua francesa
y yo. Armado solamente con un bolígrafo Bic, empezó la guerra, perdida de
antemano. Pero pensaba yo, en mi inocencia, que no se lo íbamos a dejar tan
fácil, que había que pelear. Y así, más o menos, fue. Ante la palabra porrazos
(golpe del policía con la porra), mi traducción fue algo más o menos como “golpes
que el policía aplica con su arma
reglamentaria”. Ante la palabra “sotana”, mi interpretación de los hecho
fue sencilla, “vestimenta típica de los
que practican el oficio de sacerdotes”. Y llegó el apogeo, la culminación
de los elementos. Ante la palabra “grillo”, ante esa concentración de poesía en
seis letras, me quedé pensando unos veinte minutos. ¿Cómo definir esa palabra
en francés? Hubiera sido todo más fácil si hubiera encontrado la exacta en el
otro idioma, pero no estaba mi cabeza para esas facilidades. Opté por
concentrar mis experiencias personales y el más bello de los recuerdos para
definirla. ¿Qué es sino un grillo para mí? Apreté con fuerza el bolígrafo y me
lancé: “pequeño insecto que ameniza las
veladas nocturnas en los periodos calurosos y estivales”.
Entregué el examen al profesor,
orgulloso, con la cabeza bien alta. Señor, le dije, he cometido un atentado
continuado contra la lengua francesa. El hombre, relajado, solo pudo reírse y
decir que estuviera tranquilo, que solo era el principio. Salí por la puerta,
con la agradable sensación de ser algo parecido a un Lazarillo moderno.
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