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domingo, 30 de septiembre de 2012

Caracoles en Sévre-Lecourbe




No importaba el día ni la hora. Agarraba el metro siempre con la misma sensación de incertidumbre. Carteles de publicidad que cambiaban dependiendo de la estación del año. Pasarelas de moda. Descuento en ventas de fruta. Material de deportes extremos. Viajes a la vuelta del planeta, a un preció de vértigo. Conciertos de música globalizada. La depresión de la economía solucionada en un acertijo de cosméticos.
Me sentaba en una de las banquetas del exterior, pegado a la ventana. Crujían los asientos en cada giro del vagón. Siempre con los ojos clavados en el cristal, que reflejaba mi rostro tras la oscuridad, intentaba adivinar qué se encontraba más allá de mi efigie, qué había detrás del vidrio, esas sombras que se encendían en donde se callaban los raíles, las profundidades de París, los laberintos de los residuos y de los secretos, los malhechores. Y cada dos minutos se hacía la luz. La estación de metro, con las necesidades de la gente, sus prisas, sus aires perezosos de turistas, sus caras de lectores empedernidos de periódicos ligeros. Sus cascos donde refugiarse en la música eterna de las pequeñas soledades.


Solían llegar de repente. Nunca con un horario fijo, como los caracoles con la lluvia. Salían de repente. Aparecían por las calles. Nadie los veía entrar. Estaban dentro sin mediar palabra. ¿Quién los había visto? Uno se pasaba media vida dentro de las líneas de metro. Caminaba por ellas como un sonámbulo. Leía mientras caminaba. No le hacía falta mirar hacia delante para no chocarse contra otra persona. Conocía perfectamente dónde estaba cada columna. Las escaleras mecánicas a la izquierda. El atajo a la derecha. Y nunca se les veía entrar. Vivían dentro, dirían algunos. Viven en todos sitios, dirían otros. Son de todos lados, pensaba yo.
Afinaban sus manos. Los pasajeros, acomodados en los asientos, miraban sigilosamente, con disimulo, sabiendo que estaban allí, esperando ese cambio en sus vidas, esas notas de diferencia en el trayecto monótono de cada mañana. Afinaban sus manos. Sacaban de una bolsa manchada de miles descuidos un instrumento. Un acordeón. El clásico instrumento de las migraciones. Ese instrumento que huele a autopista, a área de servicio, a ciudad extranjera, a otoño foráneo, a pasaportes caducados, a pasaportes denegados, visas revisadas, vendavales de permisos, trabajos ocasionales y mal pagados, esas manos afiladas para los acordeones, voz de melodías claras y melancólicas.
Y la gente los estudiaba. Entraba otro chico con gorra. Se ponía serio un  instante. Se ajustaba la gorra a la cabeza, pelada. Se miraban los dos. El recién llegado tenía un violín. Madera al hombro. Ritmo balcánico de fondo. Play accionado. Altavoces a todo volumen. Cinco segundos de ritmo acompasado, y se hace la sinfonía. Canciones que duran dos minutos. La distancia de Trocadero a Bir-Hakein. Un puente sobre el Sena con la Torre Eiffel a la izquierda, con la estatua de la Libertad a la derecha. El vagón que tiembla como un vaso colmado de aceite, en cada desajuste de los raíles, en cada frenazo que anunciaba la llegada de una estación.


Tres paradas, algunas veces cuatro. El más joven se quita la gorra. Deja de tocar el violín. La madera ya no forma parte de su piel. Pasa por el vagón. Maneja perfectamente el desequilibrio de las curvas. Parece que desfila sobre brasas incandescentes. Utiliza la gorra de cuenco vacío. Apenas unas monedas. Mira a una chica. Rubia. Mira sin ver. Intenta sacarle una sonrisa que le saque unas monedas. Unas palabras picaronas. Una sonrisa tímida. Ella busca dos monedas sueltas. Bolsillos vacíos. Los encuentra. Le da los restos de un instante pasajero. Se para el vagón. Se abren las puertas. Se para la música. La gente baja. La gente sube. Desparecen los dos músicos. Con la música a otra parte, piensan unos. Vuelve la normalidad al vagón. Se cierran las puertas. La gente sigue leyendo. Sigue mirando sin ver. Acelera el obús sin fuego y se despide hacia otras direcciones.
Otras veces aparecen en estaciones distintas. Las horas cambian. Tienen rostro de mujer. Los instrumentos difieren. Ella prefiere el viento a la cuerda percutida. Pelo largo que le cae por la espalda como una cascada. Tres paradas de música. Canciones balcánicas. Sonrisas estridentes que se escapan por las ventanas. Cambio de vagón cuando la propina es ajustada.
Y pasan las semanas. El metro sigue siendo tan necesario como la respiración. Es la piel de la ciudad. Salgo de mis asuntos. Me dirijo hacia mi apartamento. Salgo de mi apartamento. Me dirijo a mis asuntos. Un día cualquiera. Martes. Domingo. Después de comer. Antes de dormir. Encuentro las casillas del metro más vacías que nunca. Colas kilométricas. Apenas hay aíre para todos. Leo un libro. Un periódico. Miro sin ver. Miro hacia un lado. Una familia tailandesa. Dos jóvenes besándose. Y encuentro un rostro familiar. Hallo muchos rostros familiares. Esa cara me suena. Esas manos afiladas para el acordeón parecen la de una persona cercana. El pelo largo que cae como una cascada.  Todos juntos. Nunca los había asociado. Todos, un mismo rostro. Es la misma familiaridad de los ojos. La misma piel morena, como de bronce, como de sueño, me dijo un día Lorca. Veo que son los mismos gestos. Por un lado niños pequeños. Silletas oxidadas. Los instrumentos en los asientos de espera. Se saludan. Nunca había conectado tantas vidas a una misma situación, a un mismo árbol genealógico. Mismo pasaporte. Roms.  Es el nombre francés. Aquí los llaman así. Pienso en lo lejos que están de su hogar. Pienso en lo lejos que estoy del mío. Música contra la nostalgia. Luego me río por dentro. Los miro de nuevo. No. Música por la nostalgia. El lenguaje contra la soledad. El lenguaje del hogar. Cada uno de ellos lleva su casa acuestas. Como los caracoles aparecen con las fuertes lluvias. Se enciende el motor. Arranca el vagón. Se cierran las puertas. Los caracoles se quedan en la estación. Me alejo. La velocidad de las despedidas. Agudizo la vista por última vez. Sérvre-Lecourbe, donde duermen los caracoles en París.  


3 comentarios:

  1. Todos los buenos libros se leen fácilmente. Es lo que decía Borges. Pues este blog. Se lee más que fácilmente. Parece que cada una de las palabras te salga espontáneamente, a pesar de que el trabajo de hilarlas haya sido complejo. Y se leen cada una de las entradas con una tremenda facilidad. De uno de mis libros favoritos, “el libro de los abrazos” de Galeano dijeron que “lea una historia por día y será usted feliz la mitad del año. Lea una historia por día y será usted triste la otra mitad”. No sé si quiero que subas al último escalón…si eres tan amable y te detienes en el 114...procura ponerle el punto final lo más tarde posible a esto. Es fantástico!

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    1. Muchas gracias Cristina. El sentido de este blog es hacerlo un poco entre todos, ir descubriendo una ciudad que es inmensa y que es varias ciudades a la vez, a través de su literatura, de sus calles, de sus pequeñas cosas, y también, por qué no, de su pobreza, que la tiene, y que no se esconde.
      Un saludo y espero que nunca llegue el 115 escalón

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  2. y de qué manera la descubres...!! conozco París...tan solo la he visitado en dos ocasiones...y leerte hace que me guste más aún!! que esto dure mucho! aquí una pequeña fan que te seguirá leyendo!

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