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miércoles, 5 de septiembre de 2012

Primer escalón



El portón oscuro. No alcanza a descubrir dónde está el interruptor de la luz. Tantea con las manos las paredes. Son lisas. Percibe que detrás de la puerta principal hay otra puerta, cerrada, con un código para desbloquearla. Espera, sentado en el suelo, un suelo de mármol, a encontrar la clave entre los bolsillos de los pantalones y los millones de documentos que lleva bajo el brazo. La tiene. Un número mágico. La combinación exacta de la felicidad. Está dentro. Intenta recordar qué pasó en el año que coincide con el código, pero es imposible. Demasiados pocos dígitos para que sucedieran cosas interesantes. Está dentro. Se ilumina la estancia. Un gran espejo le obliga a mirarse. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que un espejo parisino te miró? Baja los ojos, busca la puerta que le indicaron en el mapa y la abre. Se presenta un camino tortuoso, lleno de fregonas, contenedores de basura verdes y habitaciones donde se acumula el polvo y las aficiones inútiles. Y es entonces, en ese mismo momento, en ese preciso y valioso momento, cuando lo entiende todo. Entiende por qué ha llegado hasta aquí, cobran sentido las noches en vela, esperando noticias, esperando una carta que no llegaba, cobran sentido las fotos que se adherían a la nostalgia como un ictus venenoso, las mañanas de melancolía, ese no sé qué que le agarraba de tanto en cuanto. Y lo ve. Está preparado. Cree estar preparado. Una escalera de caracol viejo, de caracol derrotado y anciano, que se desliza en vertical, que quiere subir hacia el cielo y se desfonda en cada rincón para hacer más llana la ascensión. Encuentra una escalera, de madera, un caracol hecho madera, un caracol indígena, una escalera secreta, a la que solo él tiene acceso, porque todos los habitantes del edificio tienen ascensor; el hombre del tercero, escultor renombrado que sale en las primerísimas revistas de arte contemporáneo, la familia iraní del cuarto, las dos muchachas que pasean al perro siempre a la misma hora, a las once de la mañana, y que llenan el segundo de perfume y olor a cosmético, el hogar del quinto, misterioso y fascinante, donde entra cada tarde a darle lecciones de español a sus hijos. Una escalera solo para él. Cuenta los escalones.  Cree confundirse entre los jadeos de la respiración y las luces que provienen de las ventanas, cada vez más altas, cada vez más expresivas. Se marea. Está fatigado. Cien escalones, tal vez más. Cien escalones hasta el quinto, pero él vivirá uno más arriba, en el sexto, en el sexto paraíso, en el sexto infierno. El sol es más potente desde un sexto piso, la niebla es más acusada desde un sexto piso. Llega. Se seca el sudor. Ciento quinte escalones. Recuerda que fue el número que le obligaron a llevar tatuado en el colegio, en su infancia, en el instituto. El ciento quince, siempre esperándolo, siempre al otro lado de la esquina, en una cafetería, en una chica, siempre el ciento quince, y ahora sentía por dentro que había encontrado el sentido a ese número indescifrable.


Busca la llave. Juega con la cerradura. Acierta tras varios segundos. Gira a la izquierda, luego a la derecha, y la puerta se abrió. Vio dos habitaciones muy luminosas. En la primera, una nota de bienvenida, escrita en un español perfecto. Te esperamos con cariño. La ventana hablaba por sí sola. Se asomó. Era verdaderamente un tejado de zinc, aunque nunca había visto exactamente lo que era el zinc. Se le antojo que aquello podía ser zinc. La Défense rayaba el cielo encapotado de París. El Arc de la Défense, abierto perpendicularmente a sus ojos, y más cercana la Place Victor Hugo, donde Iker, ese mexicano de Bilbao, iba a comprar el pan todos los días para ver a la dependienta. Y miraba hacia la izquierda, y alcanzaba a ver Trocadero, y tenía grabada en su mente aquella foto de Hitler, posando sonriente, con la Tour Eiffel de fondo, después de tomar la ciudad; y a lo lejos Passy y el viaducto que une las dos orillas, donde Marlon Brando follaba todos los días con la joven Maria Schneider, mientras este velaba el cadáver de su mujer, una suicida pecaminosa. No demasiado lejos de donde Jules, Jim, y Jean Moreau corrían hacia la eternidad, atravesando un puente que los llevaría directos al corazón de la felicidad.
Y se separó de la ventana como si necesitara de su visión para seguir respirando. Siguió examinando el apartamento. Una ducha escondida tras una mampara. Otra ventana escondida. Pensó que su nuevo apartamento tenía mil ojos hacia Parías, mil ojos que espían, aunque los mil ojos en realidad eran cuatro. Y a través de esa segunda ventana se veía el Sacre Coeur, muy a lo lejos, como si fuera un templo oriental, imponiéndose sobre la colina de Montmatre. Se despegó finalmente de esta segunda visión, y busca una tercera, encima de su cama, un ventanal de ojo de buey, donde ver el cielo nocturno, sin estrellas, con globos de hidrógeno, la última visión antes de cerrar los ojos y despedir el día. Y la última ventana, en el pasillo, fuera del apartamento, al fondo, donde se veían los intestinos del edificio, lo que nadie quiere ver, y la Tour Eiffel cortada por la mitad, apenas las últimas decenas de metros sobre su cabeza.


Volvió al apartamento, se acostó en la cama para pensar, para creérselo. Se dio cuenta que aquel edificio no acababa en el sexto. Tenía un piso más. Había un séptimo piso, donde acudir por las noches, con la tranquilidad del silencio, del trabajo realizado, del metro cerrado a la una, donde acudir a charlar, a estar en silencio, esa chica del séptimo que le abrazaba en el escritorio donde organizaba sus papeles, donde preparaba las clases de español a los chicos del quinto. Se sentía conmovido por la chica del séptimo, una huésped que nadie más que él sabía que existía en ese edificio.
Abrió los ojos. Ni siquiera sabía la dirección de su nuevo apartamento. La buscó en alguna factura de la luz antigua, del antiguo inquilino. Cimarosa, al lado de la embajada Argentina. Se sentó de nuevo. Rue Cimarosa. Lo repitió varias veces, sintiendo que los ciento quince escalones le pesaban en la parte trasera de las piernas.   

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