Busca la llave. Juega
con la cerradura. Acierta tras varios segundos. Gira a la izquierda, luego a la
derecha, y la puerta se abrió. Vio dos habitaciones muy luminosas. En la
primera, una nota de bienvenida, escrita en un español perfecto. Te esperamos
con cariño. La ventana hablaba por sí sola. Se asomó. Era verdaderamente un
tejado de zinc, aunque nunca había visto exactamente lo que era el zinc. Se le
antojo que aquello podía ser zinc. La Défense rayaba el cielo encapotado de
París. El Arc de la Défense, abierto perpendicularmente a sus ojos, y más
cercana la Place Victor Hugo, donde Iker, ese mexicano de Bilbao, iba a comprar
el pan todos los días para ver a la dependienta. Y miraba hacia la izquierda, y
alcanzaba a ver Trocadero, y tenía grabada en su mente aquella foto de Hitler,
posando sonriente, con la Tour Eiffel de fondo, después de tomar la ciudad; y a
lo lejos Passy y el viaducto que une las dos orillas, donde Marlon Brando
follaba todos los días con la joven Maria Schneider, mientras este velaba el cadáver
de su mujer, una suicida pecaminosa. No demasiado lejos de donde Jules, Jim, y
Jean Moreau corrían hacia la eternidad, atravesando un puente que los llevaría
directos al corazón de la felicidad.
Y se separó de
la ventana como si necesitara de su visión para seguir respirando. Siguió
examinando el apartamento. Una ducha escondida tras una mampara. Otra ventana
escondida. Pensó que su nuevo apartamento tenía mil ojos hacia Parías, mil ojos
que espían, aunque los mil ojos en realidad eran cuatro. Y a través de esa
segunda ventana se veía el Sacre Coeur, muy a lo lejos, como si fuera un templo
oriental, imponiéndose sobre la colina de Montmatre. Se despegó finalmente de
esta segunda visión, y busca una tercera, encima de su cama, un ventanal de ojo
de buey, donde ver el cielo nocturno, sin estrellas, con globos de hidrógeno,
la última visión antes de cerrar los ojos y despedir el día. Y la última
ventana, en el pasillo, fuera del apartamento, al fondo, donde se veían los
intestinos del edificio, lo que nadie quiere ver, y la Tour Eiffel cortada por
la mitad, apenas las últimas decenas de metros sobre su cabeza.
Volvió al apartamento, se acostó en la cama para pensar, para creérselo. Se dio cuenta que aquel edificio no acababa en el sexto. Tenía un piso más. Había un séptimo piso, donde acudir por las noches, con la tranquilidad del silencio, del trabajo realizado, del metro cerrado a la una, donde acudir a charlar, a estar en silencio, esa chica del séptimo que le abrazaba en el escritorio donde organizaba sus papeles, donde preparaba las clases de español a los chicos del quinto. Se sentía conmovido por la chica del séptimo, una huésped que nadie más que él sabía que existía en ese edificio.
Abrió los ojos. Ni
siquiera sabía la dirección de su nuevo apartamento. La buscó en alguna factura
de la luz antigua, del antiguo inquilino. Cimarosa, al lado de la embajada
Argentina. Se sentó de nuevo. Rue Cimarosa. Lo repitió varias veces, sintiendo
que los ciento quince escalones le pesaban en la parte trasera de las piernas.
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