Como en las películas de náufragos, como
en las grandes guerras europeas, en los museos de arte contemporáneo, en los
aparcamientos de las multinacionales, como en las salas de cine independiente,
en las librerías de los centros comerciales, como en las largas colas para
comprar el pan, los personajes van desapareciendo poco a poco, en silencio, sin
hacer grandes aspavientos, lentamente, unos se marchan, otros se esconden,
aquellos siente el terror de volver, estos cierran puertas, y al final se
recoge lo que el azar ha querido dejarnos desprendido por la calle.
Descendí del metro. Agarré la línea seis
e hice un trasbordo en la línea diez. Cambié el color turquesa por el amarillo.
El vagón descubierto por el túnel oscuro y maloliente. Cambié los edificios
uniformados, la arquitectura de los siglos gloriosos por un rincón de sombras y
sonidos metálicos peleándose entre ellos. Bajé en Cluny-Sorbonne, pocos minutos
antes de que dieran las cinco de la tarde. ¿Afuera llovía? Afuera no llovía,
pero en cualquier momento podía hacerlo. Uno de esos días donde la diferencia
entre el paraguas y la manga corta es más bien aguda. Subí por Saint-Michel.
Dejé atrás los quioscos de prensa, las postales de segunda mano y las ruinas de
un templo romano. Giré por rue des Écoles para inmediatamente volver a girar
por rue Champollion. La calle, como dos años atrás, en cuesta, con los cines en
el lado izquierdo, pasando películas francesas antiguas, en blanco y negro,
donde se fumaba más cigarrillos que en las apuestas, y a la izquierda, el café
Le Reflet, donde solíamos jugar al ajedrez de tarde en tarde, donde nadie
consiguió ganarme, imbatido en treinta y cinco partidas que fueron treinta y
cinco cafés y setenta cervezas. Percibí
desde fuera que ponían una canción de Bob Dylan. Hay cosas que no cambian,
pensé. Pero hay cosas que si, pienso ahora.
Llegué a Place de la Sorbonne. Las
fuentes con su misma agua, las terrazas con los mismos turistas. Las librerías
de filosofía y derecho, tan juntas, tan diferentes, y la cúpula de la capilla
vieja como si hubiera sido construida antes que la propia ciudad, como si
existiera antes que la palabra libro y la liquidez del agua. A lo lejos, entre
los árboles y los masajistas chinos, el pibe se acerca. Se acerca el pibe y
Erico. El pibe, viejo amigo, compañero de obsesiones, compañero de curriculum,
lo que luego llamaremos uno de los grandes. Erico, italiano, rubio como la
espuma de la cerveza. ¿Cuántas veces hemos hablado? Una de esas conversaciones
tenidas hace dos años, en una fiesta. Tu cara me suena. Vives cerca de aquí.
Encantado. Y cuando nos saludamos en la tarde, frente a la universidad, parece
que hemos sido mejores amigos durante dos años, que nos hemos escrito para los
aniversarios, que hemos seguido el transcurso de nuestras vidas. Pero no.
Fuimos perfectos desconocidos. Un placer verlos a los dos.
Paseamos. Entramos en los mismos bares
que solíamos entrar. Los camareros han cambiado. Reformaron el baño, la entrada
ahora es más ancha, la música es diferente. Aquí solían poner Sympathy for the devil de vez en cuando.
El melocotón, donde sirven la cerveza
más barata de París, cerca del Panteón, con la bandera del País Vasco en la
entrada. Me siento en la misma banqueta de madera que hace dos años. Me viene a
la memoria Marcos, el mexicano, el antropólogo. Él también está por aquí. Él
también sobrevivió. Otros no. Otros se perdieron. O quizá fuimos nosotros, que
no supimos escapar de esta ciudad. Atrás quedaron los otros mexicanos. Ahora lo
recuerdo con nitidez. Camino por la Cité Universitaire. La Pelouse, con la
misma hierba que hace dos años. Miró para las residencias. En la de España
nunca me dejaron entrar. Uno no es profeta en su tierra. La gente hace picnic
en el prado. Veo las ventanas encendidas de otras residencias. Por la parte del
fondo solían vivir grandes amigos míos, grandes amigos que escaparon y se
hicieron colonos, colones que trabajan construyendo puentes en la Guayana. Se
marcharon de la ciudad. No volvieron. Y quedamos unos cuantos cenando sobre la
hierba, quemada por el verano. A algunos nunca los vi. Con otros apenas hablé
cinco palabras, una noche de invierno, hace dos años. Todos se alegran de
verme. Yo me siento feliz con su supervivencia, porque sé que es la mía
también.
Sobrevivir. Sobrevivir es saber que nunca
más entrarás en el 13 del Boulevard Saint Germain. Sobrevivir es olvidar el
código de una puerta, no recordar que la de Vincenzo era el año de la Primera
Guerra Mundial, no agarrar ciertas líneas de metro más, que te llevaban a ciertos
lugares, lugares deshabitados tras dos años. Sobrevivir es empezar de nuevo,
con personas que no elegiste, con renuncias que no se plantearon. Sobrevivir.
Sobrevivir también es continuar vidas. Pasar de Porte d’Orleans al segundo
arrondissement, de un piso solitario, a uno compartido. Sobrevivir es volver a
la ENS, y comprobar que los puros siguen ahí, quietos, fumables, y los carteles
de Cuba también, aunque hayan cambiado de habitación. Sobrevivir. Mirar con
pesar, que la librería hispanoamericana a la que ibas cada semana ha cambiado
de dueño, y ahora venden libros en portugués, en esa misma librería donde te
preguntaron sobre Roberto Arlt. Esas tardes donde aun no sabía que volver
significaba perder lugares comunes.
No volvieron pero volveremos. A tu piso
ResponderEliminarTraed la tapa del Water
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