La ventana está abierta, desencajada. Apenas
unos hilos de luz del exterior. Ya casi de día, los fuegos rojos de la Défense
impactan en el cristal y se distorsionan en el escritorio. El agua aún no ha
alcanzado su temperatura. No está lista. Rondara los sesenta grados. Agustín deja
el libro de Kundera que tiene en la mano. Se levanta de la silla. Se toca las
rodillas para asegurarse que sus manos están perfectamente secas y toca el
agua. Casi listo, pibe. Apenas un minutito y ya. Un ya que se alarga, que se
hace líquido. Un sonido que se extiende por toda la habitación. Ya. Como un
carro armado frenando en seco. Ya.
Inspecciona el mate, ese recipiente
plateado con forma de vasija funeraria que recuerda a culturas precolombinas. Ahí
dentro debió vivir un dios inca, pienso durante un segundo. Cada vez que
alguien prepara mate está invocando una suerte de dios, pienso en el segundo
siguiente. Agustín vuelve a tocar el agua. Lista. Dale. Me dice que llene las
tres cuartas partes del recipiente de yerba. Al principio dudo un poco, pero
mis manos se mueven mecánicamente. Agarro la bolsa y lo veo escrito. “Yerba”. Las
cifras no están muy claras, me dice. La oficialidad habla de siete mil, pero
otras fuentes hablan de treinta mil. ¿Sabés lo que son treinta mil personas? Yo
le doy el mate, cebado, con algo de miedo por haberlo hecho mal. Aprisiona con
los dedos los trocitos de yerba que se han quedado atrás. Los compacta hacia un
lado. El otro tiene que quedar libre, che, me dice, y el agua caliente se debe
verter sobre el otro lado. Cuando el agua caliente entra en el recipiente la
habitación se llena de olores desconocidos para mí. Estoy abriendo una puerta
que nunca antes había visto, le digo. Pibe, es el mate, me dice. Los sucesos
ocurrieron del setenta y seis hasta el ochenta y tres. Siete años de infamias. Qué
se yo. Ocurrieron muchas cosas. La peor parte se la llevaron los estudiantes,
me sigue diciendo, había miedo a entrar en las universidades. Todo estaba
infectado. Y veo en sus ojos esa impotencia del que no ha vivido el momento,
pero del que ha sufrido las consecuencias.
Mete la bombilla dentro del mate. La bombilla.
Curioso nombre, le hago saber. La bombilla, che, es la caña que se utiliza para
sorber el mate, la yerba. Tiene un filtro en la parte exterior, para que las
hojas de yerba no se te queden en la boca. Había casos realmente extraños,
seguía diciendo Agustín, aun de pie, con el mate en la mano, dándole las
primeras chupadas a la bombilla. Gente que salía de su casa y nunca más se
sabía nada de ellos. Un tarde. La mujer se despide de su marido, de su esposo,
y ya nunca más se ven. Una tarde. No había datos. No había explicaciones. Y le
pega otro sorbo al mate. No había justificaciones. Mira hacia la ventana, esas
mismas luces rojas que poco a poco se desvirtúan con el amanecer. Nadie sabía
nada. Pero la gente desaparecía. Apellidos. Nombres. Son miles. No se pueden
memorizar de una vez. Pero es necesario hacerlo.
Se escucha el ruido efervescente de la
bombilla que absorbe el aire. Se acabó el agua. Agustín busca la cacerola del
agua y rellena el mate. Me lo pasa a mí. Yo lo agarro. Está caliente. Siento la
fuerza de un sacrificio entre mis manos. Voy a darle la primera chupada a la
bombilla. Che, cuando alguien te pase el mate, me dice, muy serio, vos debés
decir gracias. Y lo miro fijamente. Sonrío. Gracias pibe, le digo, y sorbo el
agua como quien ha vivido en el desierto durante semanas. No están muertos, me
dice. Están desaparecidos. Eso es lo que dijo Videla. El boludo de Videla. Si,
yo lo recuerdo. Apenas escuchado el nombre, hace unos años, en el instituto. El
Franco argentino, decían. El mate se adentra, muy caliente, por mi boca. Traspasa
la garganta. Noto como se desliza tranquilamente hasta la boca del estómago, y
allí reposa, tibio, dejándome una sensación de somnolencia que antes no había
tenido. No están muertos, continúa. A muchos los subían a aviones. No les
decían nada. Le ataban un peso al tobillo, y simplemente, los tiraban. ¿A
cuántos kilómetros de distancia? No sé. Se perdía su rastro. Nadie volvía a
escuchar su nombre. Su cara era una fotografía en blanco y negro.
La noche de los lápices. Me dice. Se queda
de nuevo callado. La noche de los lápices. Fueron diez, pibe. Diez hombres. ¿Hombres?
Ninguno superaba los dieciocho años. ¿Vos pensabas algo con dieciocho años? Me pregunta.
No espera mi respuesta. Con dieciocho años, continúa, nadie sabe un carajo de
nada. Ni siquiera iban a la universidad. Todos de instituto. Y fueron diez. Sobrevivieron
cuatro. Y los otros seis, le pregunto yo. No sé sabe. Y se Agustín se queda en
silencio, intentando recordar los nombres de esos diez chicos que
desaparecieron.
Le doy otro trago al mate. Me acostumbro
a su textura. Beber mate es tener amigos. Es recordar las raíces. Enseguida la
ciudad se acaba y empieza el río. Para los desaparecidos se acaba la ciudad, me
dice Agustín. Nunca más se supo nada de ellos. No se encontró nada. Y luego
están todas esas madres, con un pañuelo blanco en la cabeza, que esperan cada
día a que vuelvan sus hijos. Mira hacia abajo. La historia argentina es un
caos, pibe, me dice, y yo pienso que la historia en general es un caos, que en
mi país, en España, hay muertos que llevan setenta y cinco años esperando a ser
desenterrados. Muertos que tiene ubicación exacta, en carreteras, en veredas,
en barrancos, que tienen nombre, un nombre sin delito, como los de Argentina,
pero que no tienen cuerpo. Son cruces sin cuerpo. Son nichos sin recuerdo.
Y la bombilla vuelve a hacer ese ruidito
de aire asfixiado. Agustín lo vuelve a rellenar. Bebe tranquilo. En silencio. Veo
en su cara treinta mil nombres que jamás he escuchado. En la calle tiemblan las
primeras luces del día. No están muertos. Se escuchan los primeros autos,
poniendo las calles en su sitio, dándole nombre a los comercios, habitaciones a
las embajadas. Son desaparecidos. Nos quedamos un rato bebiendo mate. Ese ritual
de rellenar el recipiente, pasárnoslo y darnos las gracias como quien pronuncia
una palabra sagrada. Gracias pibe. De nada, che. Cierro la ventana. Empieza a
hacer frío. La yerba quema su sabor. Apenas sabe ya. Se acabó, me dice Agustín.
Ya no da para más la noche. Nos quedamos callados. Esperamos a que las luces
inunden el sexto piso. Callados. Sin nombre. Callados.
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