Fue la noche de la anguria. Fue la noche
de la sandía. La noche, igual que un metal oxidado, rodeado de humo. Fue esa
noche y no fue otra noche. La noche en la que descubrimos una sandía gigante en
el interior de cada uno. En el interior de cada cuerpo. Cada vez más grande. Cada
vez más poderosa. Cada vez más roja. En el centro de la sala, que era gris, y
parecía una tormenta, de ese mismo color que dejan las tormentas. De ese color
que se parece a la lluvia pero que no es la lluvia. Una sandía en el centro que
empezaba a mirarnos a todos y que nos controlaba desde la distancia: en las
botellas de vino, en los tapones de zumo, en la madera del suelo, en el tejido
del sofá, igual que la piel de una rana, en la ventana que, sorprendentemente,
ocultaba el exterior.
La gente iba de un lado para otro. Paseaban
como si estuvieran en un concurso de meditaciones. Si movían hacia la
izquierda, agarraban un vaso, avanzaban unos cuantos pasos hasta una mesa
colocada junto a la puerta, que hacía de barra, y se servían las bebidas
correspondientes. Tras todo este ritual, buscaban un rincón más o menos
predeterminado, y elegían una conversación de entre un saco de posibilidades. Nosotros
llegamos un poco tarde. Yo llegué un poco tarde. Subí las escaleras hasta el
tercero. No recuerdo los escalones que eran, y lo cierto es que una de mis
obsesiones es contarlos. Pararme en cada uno de ellos y darle la importancia de
un número. Un número por cada escalón. Imagino la textura del décimo escalón y
pienso que le viene a la perfección ese número de dos cifras, el primero que
existe con esas dos cifras. Y así, contando, subiendo, se llega hasta la meta. Pero
esa vez no. ¿Había bebido? Lo cierto es que varios vasos de vino polaco habían
rondado mis labios aquella noche. Apenas una cena en Montparnasse con amigos
italianos y con el pibe. El resultado fue un viaje en metro hasta las
profundidades de Belleville. Eso, y ese tercer piso.
Sonaba una música extraña. Un rock
ácido. Ese tipo de melodía que nunca termina de estallar. Una bomba a la que se
le ve el minutero pero nunca explota. La música se mantiene en tensión. Dos perros
que están a punto de destrozarse. Pero no se destrozan. Se miran. Gruñen. Sacan
los dientes. ¿Cuántos dientes tiene un perro? Pero no terminan de morderse. No cae
la bomba. El coche frena a tiempo. El suicida recapacita. La pistola se
encasquilla. La espada se hiela dentro de la funda. El niño no cruza la calle
en ese preciso instante. Así es el rock ácido, y envolvía toda la estancia a
nuestra llegada.
Habría unas veinte personas. Espacio suficiente
para dar varios rodeos sin la necesidad de pararse a hablar con nadie. Mis amigos
tomaron posiciones. Cerca de las ventanas se está más fresco. Buscaba una botella
de vino para ponerle nombre, y la encontré a medias. La música empezó a
animarse, sin saber muy bien qué estilo era. Dos franceses bailaban poseídos
por una fiebre extraña. No era para tanto, chicos. No había que subirse de esa
forma. Busqué a los italianos. Estaban sentados en círculo, en unos asientos
decimonónicos. No tenía ni la menor idea de lo que estaban hablando. Me senté
con ellos. Los temas salían sin dificultad: el diámetro de la ciudad, la
capacidad de sufrimiento de una persona en el metro, los muertos ilustres de
las alcantarillas de París, la llanura Padana, y de repente, apareció.
Encendieron un proyector. Todo estaba
oscuro. Miraba el mundo a través del vaso vidriado rebosante de vino. No era el
vino polaco. Este se podía saborear un poco. Y de repente, apareció. Una chica
acostada en una cama. Completamente desnuda. Era pálida como una mañana del
verano de mil novecientos ochenta. La cama tenía aspecto de gran piscina
radioactiva. Me percaté que los rasgos de la chica eran orientales. Alguien habló.
Alguien dijo. Es una película de culto coreana. El simple hecho de ser una
película de culto ya ponía barreras en mi juicio. ¿Qué es una película de
culto? Entró en la misma habitación donde yacía la chica un hombre. También oriental.
En ese momento todos abrimos la boca con una mueca de sorpresa. La chica no
estaba completamente desnuda. La chica tenía una sandía entre las piernas. Una sandía
abierta por la mitad. Roja y flameante. El chico se abalanzó sobre ella, como
un animal herido, y empezó a comerse la mitad de sandía que descansaba en los
muslos de la chica. La música seguía, más ácida que nunca. La gente se paró en
sus bailes. Nosotros dejamos de hablar. Y la sandía seguía consumiéndose entre
los muslos de la chica oriental, que decían que era coreana. Después de los
labios le tocó el turno a las manos. La cama, blanca, impoluta, como una
piscina radioactiva, tomó tonalidades encarnadas. La chica ponía facetas de
placer. Como si la sandía fuera parte de su cuerpo. Después de diez minutos de
sexo asandinado, el hombre partió un trozo del corazón de la fruta y se lo dio
a comer a la chica, que lloraba de puro goce.
El resto de la película es poco resaltable.
Algunas escenas violentas en un ascensor que nunca terminaba de subir a su piso
fijado, quince minutos en la bañera con una cámara al lado, a una velocidad que
nunca antes había visto en un ser humano. Restaurantes de comida rápida que yo
suponía coreanos y una ciudad iluminada con la artificialidad de los postes de
publicidad que yo suponía Seúl.
Nos despedimos de la fiesta. El rock
ácido siguió sonando. La habitación ya vacía. Las escaleras del tercer piso
firmes. Tampoco las conté. En la calle hacía fresco. De repente. El fresco. Fuimos
por la ciudad buscando una estación de metro. Quince minutos. Nada. Miramos el
reloj. Anguria. Son las tres. Está cerrado el metro. Anguria. Ya pasó el último
metro. Me despedí de los amigos. Hasta más ver. Le dije adiós al pibe. See you.
Busqué una bicicleta. Odio profundamente algunas noches la comida japonesa, la
coreana y todo lo que suene a oriental. Es un odio irracional que se extiende a
muchas otras partes y que algún día se remediará. Anguria. Agarré una
bicicleta. ¿Se pueden saber los kilómetros que me separan de mi casa? ¿Las
sandías partidas por la mitad que me separan de mi habitación? Pasé por bulevares
que nunca antes había visto. No sabía ni la ciudad que me cobijaba. Una hora
después, veía la bandera de las embajadas. Mis vecinos. Apenas sin luces. Y se
acabó lo que se daba. Descubrí a los días que aquella película no era coreana.
Descubrí que la película era taiwanesa,
anguria, y que todo era una gran mentira, que no existe corea, que no existe la
noche ni la bicicleta, ni la ventana, solamente una gran sandía gigante que
quería devorarnos a todos cuando fuéramos viejos.
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