Había sentido rumores días atrás: sobre
la cama, aún sin horarios, cuando la vida era un puzle sin piezas, mirando
fijamente la ventana de ojo de buey que se abre sobre mi cabeza, intentando
adivinar tras el cristal alguna forma de nube. Había sentido rumores también
mientras comía: dejaba el grifo del agua correr, tranquilamente, como quien ha
descubierto un gran lago limpio sin final, sin límites para surcarlo; dejaba el
agua correr, y tras unos pocos segundos, el agua me devolvía un recuerdo de
años pasados, se agrupaba con espumas y crecía hacía mí. Era en ese instante
cuando tenía que cortar el agua. Y supongo que debía acostumbrarme. ¿Cómo sería
la vida sin agua? Iba en dirección a la ducha subscribiendo una vieja canción,
como si recitará una suerte de himno, enmarcando el momento en un recital
contra la mala suerte. Encendía el grifo de la ducha. Miraba fijamente el Sacre
Coeur, por encima de la niebla, por encima de los edificios, por encima de las
chimeneas que emanaban ceniza y fotografías viejas, y seguía mirando, hasta que
escuchaba un ruido de piedras estrellándose contra el océano. También. Pensé,
también. La ducha no funcionaba. Qué dicha más
grandes estar en París, pensaba siempre. Y en esos momentos también.
Aquellos rumores de días atrás vinieron
a confirmar mis terribles sospechas. Las tuberías estaban atascadas. Las venas
de mi apartamento sufrían de una enfermedad común, tratándose de un último
piso. Algo normal, me decían los más expertos de la ciudad. Le pasa a todo el
mundo. Andaba por la calle maltrecho. Tuberías atascadas. Sonaba terriblemente
espantoso. ¿Tenía cura? Bajaba del Barrio Latino con las manos inmersas en mi
chaqueta, como quien anda en una película de Godard, transeúnte entre
transeúntes, humo entre cigarrillos, y pensaba mucho en mi tristeza, en mis
tuberías, que eran mías desde hacía apenas dos semanas, pero que estaban
tocadas de muerte. Heridas. Pensaba, tal vez. Heridas.
Y cada vez que volvía a mi apartamento,
el mismo ritual. Insertaba el código para entrar en la hacienda. Revisaba mi
buzón del correo. El coronel seguía sin tener quien le escribiera. Miraba hacia
arriba, delante de los seis pisos, frente a los ciento quince escalones,
algunos días como Himalayas, otros como paraísos mecánicos, y cuando abría la
puerta, veía de nuevo (olvidado quizá durante el transcurso del día) el agua
estancada de noches y platos sucios. Me animaban mis amigos. No te deprimas. Es
algo rápido. Doloroso. Pero rápido. Empezaba a cambiar el olor de mi
departamento. Tomaba tonalidades exóticas, nunca antes descubiertas por mí. Recordé
Tristes trópicos, de Levi-Strauss, y
sus andanzas por la selva brasileña, en uno de sus primeros viajes
antropológicos. Lo leí en la universidad, y atado a la silla de la biblioteca entendí qué eran
ciertos olores que nunca llegaría a percibir, porque estaban extintos. Algo parecido
pensé, cuando abrí la puerta y la situación me colapsó. Hice unas llamadas. Hicieron
unas llamadas. Mi ángel de la guarda, que existe y que no es una metáfora,
movió algunos hilos y a los pocos días me prometieron un fontanero. El término
exacto fue un “plombiere”, lo cual sonaba bastante más profesional que un
fontanero.
Preparado, me estudié alguna
terminología necesaria para entenderme en la jerga propia de los trabajadores
del agua y de las verticalidades. Apenas estaba nervioso. Limpié el
apartamento. Quería tenerlo presentable para uno de mis primeros invitados. No le
ponía cara. Siempre me imaginaba un ser mayor, con bigote negro, con algo de
barriga, tierna, muy familiar, y un don de palabra algo limitado. La fecha se
fijó. Yo estaba preparado. El golpe seco del timbre me despertó de repente. Eran
las ocho de la mañana. ¿Quién podía ser a estas horas? La chica del séptimo se
había ido ya. La vecina iraní nunca se despertaba tan temprano. Escuché mi
nombre con timidez, acompañado de un Monsieur. Salté de la cama. Llevaba puesto
mi pijama de verano, fácilmente distinguible desde la distancia. Me miré al espejo.
Varias noches llevaba en el rostro aún, acumuladas, superpuestas,
extravagantes, resistentes. Tenía un calendario lunar en los ojos. Me eché algo
de agua en los ojos, que resistían rojos a la abertura del nuevo día. El sonido
del timbre volvió a cortarme la respiración. Abrí despacio. Como quien espera a
un asesino. Como quien espera a su asesino. Me presenté. Pensé, este señor ya
me conoce, pero yo no le conozco a él. Semblante joven. Cabello rasurado. Espumosamente
rubio. Olía a tabaco mal apagado en el portón, escaleras abajo. Venía
renqueante. Omití cualquier nota humorística sobre los escalones. Entró. Le ofrecí
una bebida. Él me dio la mano. Le invité a sentarse. Ni siquiera me miró. Fue directo
a la laguna en la que se habían convertido ciertas partes de mi departamento. Estuvo
unos minutos haciendo pruebas. Tocó allí. Tocó aquí. No encontraba la fórmula
exacta. Me dijo en un francés tremendamente incomprensible que volvía en unos
minutos. Y bajó las escaleras corriendo. Hice mi cama. Ordené las
imperfecciones. Abrí las ventanas. A los diez minutos volvió, todo sudado, casi
sollozando por el esfuerzo, y con ese olor renovado a colilla mal apagada en el
portón, escaleras abajo. Traía una maquinaria pesada. Similar a una pistola. Podría
ser aquello una misión secreta del Vietnam. Intentaba darle conversación, pero
no era fácil. Mi francés se resiste a ciertas horas de la mañana, y mi invitado
tampoco era un libro abierto.
Estuvo cerca de dos horas. Me miraba de
vez en cuando. Me hacía preguntas sobre fútbol. Él era del PSG. Nunca llegaremos
a un acuerdo sobre eso, pensé en el momento. Arrancó dos tuberías de golpe. El agua
caía ligeramente, con un acento negro que me recordaba a los pozos petrolíferos
que nunca he visto en Arabia Saudí. Me miró. Su cara tenía mucho de soldado que
parte para la guerra. Vuelvo en seguida, me dijo en un francés difícil. Pasaron
veinte minutos. Yo estaba sentado. Leía sin leer. No quería parecer repelente. La
luz del día empezaba a inundar mi estancia. Y la puerta volvió a crujir con el
sonido metálico del timbre. Traía una barra de plástico, grande como un hombre
de dos metros que se cree grande. No podía respirar. Estaba exhausto. Le di un
vaso de agua. Lo rechazó. Se puso de rodillas. Examinó. Palpó la pared y encajó
la tubería. Esta tenía un toque gris marengo, diferente al beige de la
anterior. El hombre me miró, detenidamente, como si tuviera en los ojos un
golpe de estado. Se acabó. Interpreté sus palabras, porque en realidad no las
entendí. Cuando se fue me quedé un rato mirando al exterior, hasta donde me
dejaban los tejados de zinc. Abrí el grifo. Marchaba bien. Se había quedado un
olor exótico en el departamento. Cuando me tumbé en la cama, en la noche que
estaba por llegar, sentí el silencio del orden establecido, el silencio que
indica que todo va bien, el silencio que dirige al sueño. El silencio que me
inquietaba como si estuviera esperando una fiera hambrienta en mitad de la
selva.
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