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martes, 11 de septiembre de 2012

El nuevo inquilino



Tenía siete años cuando comenzó a practicar el duro ejercicio de rayar palabras sobre un fondo de papel blanco. Fue en un apartamento de Washington, como quien no sabe que está a punto de descubrir una isla desierta, un paraíso al que dar forma, al que ajustar las dimensiones, las medidas exactas de los argumentos, y ese oficio ya nunca le abandonaría.  Panameño por accidente (su padre era diplomático en la fecha de su nacimiento), su infancia es un mapamundi de países latinoamericanos donde aprendió sus primeras nociones de escritura, a la par que una educación liberal en Argentina, Chile, Brasil, y finalmente, en Estados Unidos.
Pero si un hecho explica toda su existencia y la atraviesa de principio a fin, es el sentir mexicano. Octavio Paz definió qué es ser mexicano. Delimitó en El laberinto de la soledad las premisas de un pueblo, descifró la sangre que corre por las venas de la nación Azteca. Sin embargo, fue él quien lo llevó a la práctica en sus obras, que son el testigo más fiel de la evolución histórica del país. Entre las sombras, Artemio Cruz a los pies de su muerte. Velándolo su mujer y su hija, cincuenta años de historia mexicana se iluminan al lector. Se escuchan los galopes de la revolución mexicana, Porfirio Díaz queda lejano entre los fusilamientos de la revolución, vemos la restitución de la calma, quedan atrás diez años que significaron un siglo de cultura, si instaura el PRI, los sobornos, los excesos, y Artemio Cruz sigue pensando, muere pero no muere, respira con dificultad, hace el amor en el recuerdo, con su querida Laura, mira con recelo a la Iglesia, desprecia a los menores, los más débiles,  y se va a apagando poco a poco. Su fin es el final de un México que existió, es la consagración de un escritor.


Fue Carlos Fuentes. Pelo  lacio que termina en rizado, canoso en la década de la televisión en color, bigote infinito, perseguido siempre por el objetivo de la cámara fotográfica, manos de bronce, un ejército enfurecido cuando escribía, produjo una infinidad de obras, pasando del ensayo a la novela, recalando en el cine, arte que consideraba supremo. Se le veía caminar, en los primeros años de los cincuenta, con el paso tranquilo, debutando en cada esquina, disfrutando cada paso de cebra, cada plaza, inventando los nombres de los adoquines, colocando oficios a las personas que encontraba. Era Saint-Germain el espacio donde todo ocurría. Sartre, con sus gafas  de mil destinos. Bioy Casares, mostrando cómo se debe beber el vino. Paz, perpetuándose en la soledad de sus raíces. La mirada traviesa de Silvina Ocampo. Uno de los lugares de eclosión del Boom latinoamericano. Donde todos aprendieron que ellos eran un continente, donde Cortázar inventó una París que se sobrepuso a la ciudad real. El barrio donde servían café con motivos acelerados para una novela. Las calles que vio por primera vez Carlos Fuentes, decidido a tomar la ciudad, a conquistarla desde las letras, desde las paradas de metro. Y una vez en ellas, una vez en la trasparencia de la lluvia, en la arquitectura ahumada de los puentes, una vez en sus entrañas, ya no pudo escapar de ella.
Caminaba yo, dos años atrás, por la rue Gay Lussac, muy cerca de la Normale. Salía de las clases, fatigado tras dos horas sin saber muy bien qué era aquello de la educación especial francesa. Me acompañaba Marcos, el mexicano, el antropólogo. Me puso un libro sobre la palma de la mano. Pequeño. Apenas sesenta y dos páginas amarillas. La textura gastada, como una montaña caminada. Lo abrí. No llevaba dedicatoria. Solamente una fecha, allá por el año mil novecientos sesenta y dos. Ese libro, escrito en una tarde en un café de la rue de Berri, en el octavo arrondissement, palpitaba de curiosa. Quería ser abierto. Me sentí en una cafetería, en la perpendicular con la rue Saint-Jacques. Lo abrí. Lo sentí. Lo gusté. Estaba escrito en segunda persona del singular. Fue un golpe de genio. Felipe Montero se dirige a la casa de Consuelo Llorente. Abre la puerta, y encuentra a su sobrina, la bella Aura, la imprescindible Aura, el pecado generoso. Y el libro apareció de repente, describiendo escenas que creía haber vivido siempre, la oscuridad de la habitación, el silencio, para no despertar a la tía, a Consuelo, la textura de la cama, las sábanas que serán testigos del sacrificio, el mirador perpetuo, el crucifijo de madera, el Cristo que impulsa los movimientos acelerados de los dos cuerpos que se buscan, que se encuentran, que se necesitan, que se esquivan, que se languidecen, que se transforman en agua. Cerré el libro. Lo leí de una sentada. Salí a la calle con la impresión de encontrar en el exterior el mismo olor a incienso que se desprendía de esa estancia oscura del cuento.


Ese fue mi primer encuentro con Carlos Fuentes. En la misma ciudad que lo vio vestirse de embajador. Las barricadas estudiantiles del sesenta y ocho, de las que participó como cronista. Los ojos de una época agitada. Entrar en el Panteón para ver la coronación política de Mitterrand. Las frías mañanas de invierno. Después llegaron los premios. El reconocimiento. El Nobel, esquivo desde el principio. Siempre esquivo a la lengua española. Y llegaron los lectores, la editorial Gallimard, que le dio las primeras ediciones, y cada vez la ciudad se convirtió en un gran escenario de su obra. París. El amor de su vida, encerrado en un barrio de México, siempre dependiente del país latinoamericano, como si fuera una extensión. Dos calles más allá de Coyoacán. Un río que alimenta nopales y aguacates.
 Llegó antes de lo esperado a la cita. Una de esas noches en las que ya no se espera nada. La luz tibia del verano se eclipsa para irse a dormir, y en el teléfono suena incandescente una noticia. Carlos Fuentes acaba de morir, el Boom se hace añicos. Quedan dos. Y mi hermano cuelga el teléfono. El verano continúa su paso retrocedido, Septiembre se precipita con lluvias, y por el Boulevard Raspail se adentra una procesión tranquila. Camino despacio. Intentó recordar todos los nombres. Veo las escrituras. Aquí podría estar cualquier persona, pero en realidad, sólo hay unos pocos. Caminos entre árboles que van dejando una alfombra de hojas en el suelo. No giro a la izquierda, como acostumbraba a hacer siempre que venía por aquí, hace dos años. No me fijo en esa escultura con forma de gato, que constituye el epitafio de Cortazar. Sartre queda atrás. Baudelaire se esconde más allá del muro. Y en el centro aparece. Ahora lo recuerdo. Esa imagen no estaba antes. Un nuevo inquilino. La fecha aun no escrita. Solamente el nacimiento. El nuevo inquilino toma forma entre las hojas, al caer la tarde en Montparnasse. Me gusta imaginar a todos sus personajes visitándolo de vez en cuando, siguiendo sus vidas independientes, más allá de la escritura. Me gusta saber que esta ciudad forma parte de México, y que hay un nuevo lugar en donde poder ver los ojos de Aura abriendo la puerta a Felipe Montero cada tarde. Me gusta saber que el cementerio de Montparnasse es un pequeña embajada de la lengua española.


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