Tenía siete años cuando comenzó a
practicar el duro ejercicio de rayar palabras sobre un fondo de papel blanco. Fue
en un apartamento de Washington, como quien no sabe que está a punto de descubrir
una isla desierta, un paraíso al que dar forma, al que ajustar las dimensiones,
las medidas exactas de los argumentos, y ese oficio ya nunca le abandonaría. Panameño por accidente (su padre era
diplomático en la fecha de su nacimiento), su infancia es un mapamundi de países
latinoamericanos donde aprendió sus primeras nociones de escritura, a la par
que una educación liberal en Argentina, Chile, Brasil, y finalmente, en Estados
Unidos.
Pero si un hecho explica toda su
existencia y la atraviesa de principio a fin, es el sentir mexicano. Octavio
Paz definió qué es ser mexicano. Delimitó en El laberinto de la soledad las premisas de un pueblo, descifró la
sangre que corre por las venas de la nación Azteca. Sin embargo, fue él quien
lo llevó a la práctica en sus obras, que son el testigo más fiel de la
evolución histórica del país. Entre las sombras, Artemio Cruz a los pies de su
muerte. Velándolo su mujer y su hija, cincuenta años de historia mexicana se
iluminan al lector. Se escuchan los galopes de la revolución mexicana, Porfirio
Díaz queda lejano entre los fusilamientos de la revolución, vemos la
restitución de la calma, quedan atrás diez años que significaron un siglo de
cultura, si instaura el PRI, los sobornos, los excesos, y Artemio Cruz sigue pensando, muere pero no muere, respira con dificultad, hace el amor en el
recuerdo, con su querida Laura, mira con recelo a la Iglesia, desprecia a los
menores, los más débiles, y se va a
apagando poco a poco. Su fin es el final de un México que existió, es la
consagración de un escritor.
Fue Carlos Fuentes. Pelo lacio que termina en rizado, canoso en la
década de la televisión en color, bigote infinito, perseguido siempre por el
objetivo de la cámara fotográfica, manos de bronce, un ejército enfurecido
cuando escribía, produjo una infinidad de obras, pasando del ensayo a la
novela, recalando en el cine, arte que consideraba supremo. Se le veía caminar,
en los primeros años de los cincuenta, con el paso tranquilo, debutando en cada
esquina, disfrutando cada paso de cebra, cada plaza, inventando los nombres de
los adoquines, colocando oficios a las personas que encontraba. Era Saint-Germain
el espacio donde todo ocurría. Sartre, con sus gafas de mil destinos. Bioy Casares, mostrando cómo
se debe beber el vino. Paz, perpetuándose en la soledad de sus raíces. La mirada
traviesa de Silvina Ocampo. Uno de los lugares de eclosión del Boom
latinoamericano. Donde todos aprendieron que ellos eran un continente, donde
Cortázar inventó una París que se sobrepuso a la ciudad real. El barrio donde
servían café con motivos acelerados para una novela. Las calles que vio por
primera vez Carlos Fuentes, decidido a tomar la ciudad, a conquistarla desde
las letras, desde las paradas de metro. Y una vez en ellas, una vez en la
trasparencia de la lluvia, en la arquitectura ahumada de los puentes, una vez
en sus entrañas, ya no pudo escapar de ella.
Caminaba yo, dos años atrás, por la rue
Gay Lussac, muy cerca de la Normale. Salía de las clases, fatigado tras dos
horas sin saber muy bien qué era aquello de la educación especial francesa. Me acompañaba
Marcos, el mexicano, el antropólogo. Me puso un libro sobre la palma de la
mano. Pequeño. Apenas sesenta y dos páginas amarillas. La textura gastada, como
una montaña caminada. Lo abrí. No llevaba dedicatoria. Solamente una fecha,
allá por el año mil novecientos sesenta y dos. Ese libro, escrito en una tarde
en un café de la rue de Berri, en el octavo arrondissement, palpitaba de
curiosa. Quería ser abierto. Me sentí en una cafetería, en la perpendicular con
la rue Saint-Jacques. Lo abrí. Lo sentí. Lo gusté. Estaba escrito en segunda
persona del singular. Fue un golpe de genio. Felipe Montero se dirige a la casa
de Consuelo Llorente. Abre la puerta, y encuentra a su sobrina, la bella Aura,
la imprescindible Aura, el pecado generoso. Y el libro apareció de repente,
describiendo escenas que creía haber vivido siempre, la oscuridad de la
habitación, el silencio, para no despertar a la tía, a Consuelo, la textura de
la cama, las sábanas que serán testigos del sacrificio, el mirador perpetuo, el
crucifijo de madera, el Cristo que impulsa los movimientos acelerados de los
dos cuerpos que se buscan, que se encuentran, que se necesitan, que se
esquivan, que se languidecen, que se transforman en agua. Cerré el libro. Lo leí
de una sentada. Salí a la calle con la impresión de encontrar en el exterior el
mismo olor a incienso que se desprendía de esa estancia oscura del cuento.
Ese fue mi primer encuentro con Carlos
Fuentes. En la misma ciudad que lo vio vestirse de embajador. Las barricadas
estudiantiles del sesenta y ocho, de las que participó como cronista. Los ojos
de una época agitada. Entrar en el Panteón para ver la coronación política de Mitterrand.
Las frías mañanas de invierno. Después llegaron los premios. El reconocimiento.
El Nobel, esquivo desde el principio. Siempre esquivo a la lengua española. Y llegaron
los lectores, la editorial Gallimard, que le dio las primeras ediciones, y cada
vez la ciudad se convirtió en un gran escenario de su obra. París. El amor de
su vida, encerrado en un barrio de México, siempre dependiente del país
latinoamericano, como si fuera una extensión. Dos calles más allá de Coyoacán. Un
río que alimenta nopales y aguacates.
Llegó
antes de lo esperado a la cita. Una de esas noches en las que ya no se espera
nada. La luz tibia del verano se eclipsa para irse a dormir, y en el teléfono suena
incandescente una noticia. Carlos Fuentes acaba de morir, el Boom se hace
añicos. Quedan dos. Y mi hermano cuelga el teléfono. El verano continúa su paso
retrocedido, Septiembre se precipita con lluvias, y por el Boulevard Raspail se
adentra una procesión tranquila. Camino despacio. Intentó recordar todos los
nombres. Veo las escrituras. Aquí podría estar cualquier persona, pero en
realidad, sólo hay unos pocos. Caminos entre árboles que van dejando una
alfombra de hojas en el suelo. No giro a la izquierda, como acostumbraba a
hacer siempre que venía por aquí, hace dos años. No me fijo en esa escultura
con forma de gato, que constituye el epitafio de Cortazar. Sartre queda atrás.
Baudelaire se esconde más allá del muro. Y en el centro aparece. Ahora lo
recuerdo. Esa imagen no estaba antes. Un nuevo inquilino. La fecha aun no
escrita. Solamente el nacimiento. El nuevo inquilino toma forma entre las hojas,
al caer la tarde en Montparnasse. Me gusta imaginar a todos sus personajes visitándolo
de vez en cuando, siguiendo sus vidas independientes, más allá de la escritura.
Me gusta saber que esta ciudad forma parte de México, y que hay un nuevo lugar
en donde poder ver los ojos de Aura abriendo la puerta a Felipe Montero cada
tarde. Me gusta saber que el cementerio de Montparnasse es un pequeña embajada
de la lengua española.
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