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jueves, 27 de septiembre de 2012

Cuarto escalón



¿Será de día ya? No lo sé. La luz entra tibia por la ventana. Un luz enferma, como reflejada  en otro tiempo, como si hubiera olvidado su habilidad de iluminar lo oscuro. Tengo que repetir varias veces mi nombre, completo, con los apellidos, mi fecha de nacimiento, mi número de identificación, el color de mis ojos, las sombras de mi pelo, lo repito todo, para cerciorarme que estoy despierto, que esto no se trata de un sueño, de una vigilia trashumante. Abro los ojos. Los tenía abiertos ya. No miro el reloj. No tengo. Afuera suenan grillos de metal. Buscan aparcamientos. Son racimos de desesperación. Son huracanes de poca paciencia.
Arremeto frases contra las paredes. Esta mañana es como todas, pienso por un instante. Es como todas. La ropa tirada en el suelo. El café en un armario, desnudo, enloquecido, esperando a que alguien lo haga hervir en una boca necesitada. Los libros que siempre andan con retraso encima de la mesa. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar más? Lleva casi una semana de retraso. Lo decido. Es una epidemia esto de esperar y no saber qué estás esperando. La ciudad es muy grande. ¿Cuántas direcciones caben dentro de París? ¿Cuántos números? ¿Cuántas puertas? ¿Cuántos buzones? En realidad, cuántas cartas se cruzan a lo largo de un día. Cuántas vidas cambian dependiendo del nombre del remitente. Cuántas líneas se quedan sin leer por el fallo de un funcionario, por un número mal entendido. Busco un encuentro. Nada más. Necesito esas líneas. Necesito esa caligrafía desconocida. Ese bosque extraño de signos que imagino refinado, elegante, con un toque escolar. Afuera el otoño debe estar hablando en voz muy alta. Casi nos grita. Chimeneas. Humo. Lluvia.
Me visto con lo primero que encuentro. La elegancia de hoy reside en la improvisación. Me siento cansado. Cierro  mi apartamento. Parece un crucigrama. Bajo los seis pisos de escaleras corriendo. A lo lejos, entre la oscuridad, trepando entre las sombras, el buzón. Busco la llave. Está fría­. Es una bala que quiere dispararse. Hago encajar la cerradura con su tacto metálico. Giro un poco. Me detengo durante unos segundos. Es ese el momento de las grandes historias. El momento en que Jean Moulin agarra el tren con destino a su muerte. El mismo momento en que Juan Dahlmann toma otro tren, este con un destino no tan diferente, hacia el sur. Es el momento en que descubro que el buzón está cerrado, que las cartas que me mantienen encerrado en un único pensamiento están divagando como piezas de museo por cualquier espacio aéreo, o en un almacén de Marsella, o en una caja de objetos perdidos, en un sótanos de Madrid. Es una verdad cínica el azar, pienso.


Hago unas llamadas. Localizo el problema. Pienso en la dirección. Tal vez esté equivocada. Vuelvo a hacer unas llamadas. Compruebo. Ensayo. Ensayo. Error. El número seis aparece en un documento, en un instante fugaz. Yo no vivo en el número seis. La embajada argentina. Pienso en Fresán, en Maradona, en tantas personas, en los Barras Bravas, en Darín. Pienso en ese yo que no soy yo, y que nació en Buenos Aíres. Me adecento. Me peino. Salgo a la calle. Hace frío. La lluvia ayuda a aumentar mi sensación de cansancio. Camino unos veinte metros. La bandera. Azul y blanca. Esos colores que son un mar y que son mi casa, mi madre en Abril y mi padre en traje de chaqueta y corbata.  Llamo a la puerta. Algo de impresión me da. Accedo a la embajada. Hablo con la portera. La portera es un tango que habla. Recibieron una carta a mi nombre días atrás. Solo una carta. Falta una fechada a esta dirección. Me dice que la enviaron de nuevo a correos. Le agradezco su amabilidad. Le doy mi número de teléfono, para cuando llegue la segunda carta. Camino unos doscientos metros calle arriba. Cada vez llueve más. Entro en la oficina de correos. Me atiende una chica guapísima. Con el pelo corto. Me identifico. Busca unos minutos entre cajas repletas de destinatarios desconocidos. Niños perdidos, pienso. Nada. Me disculpo. Ella me sonríe. Vuelvo a mi casa. Los ciento quince escalones se hacen más duros que nunca. Entro en mi apartamento. En la calle, la vida como una tormenta de verano que arrastra todo lo que encuentra. Septiembre en una ciudad sin cartas. Me siento un rato mirando la ventana. Agarro el Barthes que compré ayer. Segundo párrafo. Parece un tipo duro. Y suena el teléfono. La misma voz de tango. Su carta, que llegó. Vuelvo a cerrar el apartamento. Vuelvo a no mirar. Crucigramas por el pasillo. Fotos de Londres. Y los escalones  que se vierten vertiginosos hacia el abismo. Desciendo poseído por un viejo secretismo. Avanzo puertas. Esquivo la gente. Me mojo con la lluvia. Llamo respetuosamente. Soy yo. Su carta. Muchas gracias, voz de tango. La tengo entre mis manos. La toco. No me lo creo. Me llegó la segunda parte de la historia sin tener la primera. Subo las escaleras. Esta vez ni las siento. Ciento quince ciento quince veces no es tanto. Me siento. Esta vez le doy la espalda a la ventana. Se resiste. Y veo la letra por primera vez. Veo un texto de la revolución francesa. Veo un mes de Noviembre de hace muchos años. Veo un balcón con vistas a un verano caluroso de piscinas. La rue Castiglione número 54. Un estudiante que no se sabe si va a la universidad o viene de la discoteca de moda. Veo una fecha con muchas vertientes. Veo una ciudad que tiene varios nombres, varias estaciones. Lugares de la tierra que no existen. Lugares de la tierra que no están a mi alcance. Una caligrafía regular, que se hace firme conforme avanzan las líneas. Veo varios lunares, como una carta geográfica conocida y explorada hasta el agotamiento.
Me quedo en silencio unos minutos. Buscando. Buscando el reflejo de un tercer piso en un séptimo de mar salado.  

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