¿Será de día ya? No lo sé. La luz entra
tibia por la ventana. Un luz enferma, como reflejada en otro tiempo, como si hubiera olvidado su habilidad
de iluminar lo oscuro. Tengo que repetir varias veces mi nombre, completo, con
los apellidos, mi fecha de nacimiento, mi número de identificación, el color de
mis ojos, las sombras de mi pelo, lo repito todo, para cerciorarme que estoy
despierto, que esto no se trata de un sueño, de una vigilia trashumante. Abro
los ojos. Los tenía abiertos ya. No miro el reloj. No tengo. Afuera suenan
grillos de metal. Buscan aparcamientos. Son racimos de desesperación. Son huracanes
de poca paciencia.
Arremeto frases contra las paredes. Esta
mañana es como todas, pienso por un instante. Es como todas. La ropa tirada en
el suelo. El café en un armario, desnudo, enloquecido, esperando a que alguien
lo haga hervir en una boca necesitada. Los libros que siempre andan con retraso
encima de la mesa. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar más? Lleva casi una semana
de retraso. Lo decido. Es una epidemia esto de esperar y no saber qué estás
esperando. La ciudad es muy grande. ¿Cuántas direcciones caben dentro de París?
¿Cuántos números? ¿Cuántas puertas? ¿Cuántos buzones? En realidad, cuántas
cartas se cruzan a lo largo de un día. Cuántas vidas cambian dependiendo del
nombre del remitente. Cuántas líneas se quedan sin leer por el fallo de un
funcionario, por un número mal entendido. Busco un encuentro. Nada más.
Necesito esas líneas. Necesito esa caligrafía desconocida. Ese bosque extraño
de signos que imagino refinado, elegante, con un toque escolar. Afuera el otoño
debe estar hablando en voz muy alta. Casi nos grita. Chimeneas. Humo. Lluvia.
Me visto con lo primero que encuentro. La
elegancia de hoy reside en la improvisación. Me siento cansado. Cierro mi apartamento. Parece un crucigrama. Bajo los
seis pisos de escaleras corriendo. A lo lejos, entre la oscuridad, trepando
entre las sombras, el buzón. Busco la llave. Está fría. Es una bala que quiere
dispararse. Hago encajar la cerradura con su tacto metálico. Giro un poco. Me detengo
durante unos segundos. Es ese el momento de las grandes historias. El momento
en que Jean Moulin agarra el tren con destino a su muerte. El mismo momento en
que Juan Dahlmann toma otro tren, este con un destino no tan diferente, hacia
el sur. Es el momento en que descubro que el buzón está cerrado, que las cartas
que me mantienen encerrado en un único pensamiento están divagando como piezas
de museo por cualquier espacio aéreo, o en un almacén de Marsella, o en una
caja de objetos perdidos, en un sótanos de Madrid. Es una verdad cínica el
azar, pienso.
Hago unas llamadas. Localizo el
problema. Pienso en la dirección. Tal vez esté equivocada. Vuelvo a hacer unas
llamadas. Compruebo. Ensayo. Ensayo. Error. El número seis aparece en un documento,
en un instante fugaz. Yo no vivo en el número seis. La embajada argentina. Pienso
en Fresán, en Maradona, en tantas personas, en los Barras Bravas, en Darín. Pienso
en ese yo que no soy yo, y que nació en Buenos Aíres. Me adecento. Me peino. Salgo
a la calle. Hace frío. La lluvia ayuda a aumentar mi sensación de cansancio. Camino
unos veinte metros. La bandera. Azul y blanca. Esos colores que son un mar y
que son mi casa, mi madre en Abril y mi padre en traje de chaqueta y corbata. Llamo a la puerta. Algo de impresión me da. Accedo
a la embajada. Hablo con la portera. La portera es un tango que habla. Recibieron
una carta a mi nombre días atrás. Solo una carta. Falta una fechada a esta
dirección. Me dice que la enviaron de nuevo a correos. Le agradezco su
amabilidad. Le doy mi número de teléfono, para cuando llegue la segunda carta. Camino
unos doscientos metros calle arriba. Cada vez llueve más. Entro en la oficina
de correos. Me atiende una chica guapísima. Con el pelo corto. Me identifico. Busca
unos minutos entre cajas repletas de destinatarios desconocidos. Niños perdidos,
pienso. Nada. Me disculpo. Ella me sonríe. Vuelvo a mi casa. Los ciento quince
escalones se hacen más duros que nunca. Entro en mi apartamento. En la calle,
la vida como una tormenta de verano que arrastra todo lo que encuentra.
Septiembre en una ciudad sin cartas. Me siento un rato mirando la ventana. Agarro
el Barthes que compré ayer. Segundo párrafo. Parece un tipo duro. Y suena el teléfono.
La misma voz de tango. Su carta, que llegó. Vuelvo a cerrar el apartamento. Vuelvo
a no mirar. Crucigramas por el pasillo. Fotos de Londres. Y los escalones que se vierten vertiginosos hacia el abismo. Desciendo
poseído por un viejo secretismo. Avanzo puertas. Esquivo la gente. Me mojo con
la lluvia. Llamo respetuosamente. Soy yo. Su carta. Muchas gracias, voz de
tango. La tengo entre mis manos. La toco. No me lo creo. Me llegó la segunda
parte de la historia sin tener la primera. Subo las escaleras. Esta vez ni las
siento. Ciento quince ciento quince veces no es tanto. Me siento. Esta vez le
doy la espalda a la ventana. Se resiste. Y veo la letra por primera vez. Veo un
texto de la revolución francesa. Veo un mes de Noviembre de hace muchos años. Veo
un balcón con vistas a un verano caluroso de piscinas. La rue Castiglione
número 54. Un estudiante que no se sabe si va a la universidad o viene de la
discoteca de moda. Veo una fecha con muchas vertientes. Veo una ciudad que
tiene varios nombres, varias estaciones. Lugares de la tierra que no existen. Lugares
de la tierra que no están a mi alcance. Una caligrafía regular, que se hace
firme conforme avanzan las líneas. Veo varios lunares, como una carta
geográfica conocida y explorada hasta el agotamiento.
Me quedo en silencio unos minutos. Buscando.
Buscando el reflejo de un tercer piso en un séptimo de mar salado.
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